Walt Whitman, antimexicano

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POR RICARDO ECHÁVARRI

 

Ralph W. Emerson le escribe a Walt Whitman (julio, 1855) una carta que será profética: Hojas de hierba (entonces apenas un delgadito volumen de versos) será el comienzo de un libro que, “como un árbol, crecerá en espesor y altura”. La creciente legión de lectores no hará sino confirmar esa predicción. De Nueva Inglaterra Thoreau y Alcott lo visitan. Tennysson lo proclama “el poeta de América” y Dowden “el poeta de la Democracia”. En Londres, Dante Gabriel Rossetti publica en el London Chronicle su artículo “La poesía de Whitman” que lo consagraría en el canon de la poesía en lengua inglesa.

 

El joven Whitman, antes de escribir Hojas de hierba, ganó su estilo en el periodismo, editando ocho periódicos, coeditando uno y colaborando en otra veintena más. La imprenta fue su primera escuela literaria y él escribe que a los 19 años “fui a Nueva York, compré una prensa y tipos, contraté un ayudante, pero la mayor parte del trabajo lo hacía yo mismo, incluyendo las impresiones”; así funda The Long Island, su primer periódico. Se sabe que Whitman, montado a caballo, repartía el periódico, absorbiendo escenas cotidianas —”la elegante vieja moda de los farmers y sus esposas, las paradas en los campos de heno, la hospitalidad, las ricas cenas, las hermosas jóvenes, las ocasionales tardes, los paseos a través de los arbustos”— de una Babel neoyorquina que aún lucía como pequeña villa de aires provincianos.

 

Algunos críticos han notado en Hojas de hierba esa influencia del lenguaje periodístico. Whitman reconoce que en el oficio de reportero asimiló “escenas, espectáculos y gente” que recrearía en sus poemas. Carroll Hollis (Language and Style in Leaves of Grass) ha examinado las correspondencias entre el lenguaje de las páginas que Whitman escribió en New York Aurora y Daily Eagle y el más soberbio de sus poemas: Canto a mí mismo.

 

En ocasiones Walt Whitman sufrió los gajes del oficio y fue atacado por sus escritos. Un propietario de un diario lo llamó “bebedor de ron” y otro “demonio flojo, incapaz de escribir dos líneas gramaticalmente correctas”. La sombra del cohecho, que sigue a los de su profesión, también persiguió al poeta en ciernes, cuando un director herido lo llamó: “mercenario loco que nunca ha sabido lo que es ser un gentleman” y, en el Brooklyn Daily Eagle de julio 17 de 1939 aparece esta lacónica nota: “Whitman fue despedido… por incompetente”.

 

Whitman escribió cientos de páginas periodísticas sobre una gran variedad de temas. Son célebres sus notas rojas, como aquélla de Jotham y George, “dos jovencitos que se ahogaron en la costa de Connecticut” (The Long Island Democrat, 28 de julio de 1838); y la de un tal Abraham, a quien “le cayó un rayo y murió instantáneamente” (The Long Islander, 8 agosto de 1938). La pluma de Whitman no dejaba pasar detalle que suscitara interés, como cuando reportó que la temperatura en Boston “subió a 95 grados” (The Hemstead Inquirer, 30 de junio de 1838), o que las langostas habían llegado a Long Island “hace tres semanas, y aún permanecen allí” (Long Island, 30 de junio de 1838).

 

Con desparpajo escribía sobre temas políticos y muchas veces sus artículos encendieron la polémica. Se opuso a la fundación del Banco de América, apoyó al tonto pero pragmático James K. Polk (el de la guerra con México) en su carrera a la presidencia. Pronto lo atrajeron los temas fronterizos y la cuestión texana lo hace adoptar la perspectiva norteamericana: “Texas es nuestro y no debemos permitirle a México recuperarla” (The New York Democrat, 12 de agosto de 1844). Su postura le ganó aplausos y rechazos. Fue despedido del Brooklyn Dayle Eagle, donde se volvió a insertar este Aviso: “Whitman no tiene principios políticos, o mejor dicho, no tiene principios de ningún tipo”. El director del diario creyó zanjar sus diferencias con el poeta declarando que éste era “tan indolente que no mataba ni un mosquito”. Pero pronto los acontecimientos mexicanos dejarían en claro que no era tan inofensivo como se pensaba.

 

Whitman siguió con atención los sucesos de la frontera con México. Se valió del correo y de un moderno invento: el telégrafo. Detalla la batalla de Río Grande entre las fuerzas de Ampudia y las de Taylor. Desmiente que “los americanos fueran derrotados, con considerable pérdida de muertos y heridos” por las fuerzas mexicanas (The Brooklyn Eagle, 2 mayo de 1846) y, soliviantando los sentimientos patrióticos gringos, postula la “supremacía nacional”. A la batalla del Álamo la llama “masacre” causada por “los cobardes Mexicanos”. Finalmente haciendo gala de retórica y cambiando la tortilla señala que “los mexicanos han pasado nuestra frontera e invadido nuestro territorio” (Kings Contry Democrat, 13 de mayo, 1846) y llama a una “ruptura en la frontera sur”. Si para invadir México, la mejor opción ha sido seguir la ruta de Cortés y atacar por Veracruz, la ocupación del frente fronterizo por el norte de México fue la novedad estratégica de las tropas norteamericanas. Whitman siguió las batallas en esos dos frentes: “Veracruz, el camino a México, cuán lleno de riquezas eso suena”. Y en la frontera insistía en que “debemos obtener California y Santa Fe sin molestias, por medio de un tratado”. Volver ley lo ganado fue la apuesta en la mesa del nuevo juego colonial.

 

Llaman la atención no tanto las ideas políticas del joven Whitman (que seguía de cerca a James Polk en una aún ruda idea del destino manifiesto: aquélla que desembocaría en el lema de América para los americanos). Por lo menos anticipó esa doctrina expansionista que obsesionó a los angloamericanos de su generación, quienes deseaban emular las glorias coloniales de su madre Inglaterra: “Nuestra República debe ser extendida aún, infinitamente. No hay opción. Y de nuestra parte buscamos este crecimiento de nuestro territorio y poder, no como buscan los que dudan, sino con la fe que los Cristianos tenemos de dar cumplimiento a los misterios de Dios” (The Age, 23 de junio de 1846).

 

Tampoco asombra su acertado diagnóstico del momento de debilidad que vivía la nación mexicana, agotada tras una larga guerra de Independencia con España (y que había logrado algo que aún los americanos del norte ni soñaban: abolir la esclavitud), y estaba sumida en luchas fraccionales entre los distintos generales: “México sufre una horda de caudillos, que ambicionan el poder, sin preocuparse de los intereses del pueblo”. La debilidad de la República y sus instituciones le lleva a ver en México una democracia imperfecta: “Hablamos de México como una República, pero es una república como Venecia o Roma —sin su majestuosidad—, donde los pocos son los déspotas de muchos, en el nombre de la Libertad”. (The Brooklyn Eagle, 23 de mayo de 1846). La toma del gobierno de México por Santa Anna —famoso por su veleidad— es el momento precioso para anexarse California y Santa Fe, a su juicio: “Santa Anna está por la paz. California está por ser nuestra, Santa Fe debe ser nuestro” (The Brooklyn Daily Eagle, 2 de septiembre de 1846). Tras el tono de humor ve en esos territorios allende la frontera una fuente de riquezas, anticipando la fiebre de oro de California: “En una medio jocosa alusión, el otro día, mencioné los preciosos metales tan abundantes en México, y la distribución de éstos en caso de que ese país fuera anexado” (Kings Country Democrat, 12 de junio 1846).

 

Hombre de su época (por más que otros quieran ver en él a una variedad del cínico, el realista), lo que sí sorprende en el joven Whitman son sus prejuicios raciales. Es un antimexicano redomado y sus ideas, que ahora nos parecen trasnochadas, ilustran su fe en la superioridad anglosajona: de un plumazo reduce condiciones sociales que le daban ventaja a la naciente nación americana (la liberación de la tutela colonial de Inglaterra, la creación de un modelo parlamentario que elogió Tocqueville, la adopción de la Revolución industrial, el modelo farmer que dinamizó su capitalismo agrícola, etcétera) a meros aspectos de psicología étnica y estereotipos raciales:

 

Pienso en México. Como pueblo, su carácter tiene poco o nada de los nobles atributos de la raza Anglosajona (decimos esto más con pesar que contentos, pero es verdad). Nunca desarrollarán la vigorosa independencia de un hombre inglés libre. Sus ancestros españoles y mulatos los han dotado de astucia, sutileza, apasionado rencor, engaño y abundante voluptuosidad, pero no de un alto patriotismo, no de una devoción intrépida por las grandes verdades… Los mexicanos son una raza híbrida. Sólo una pequeña proporción son españoles puros o de alguna otra extracción europea. Nueve décimas de la población se han formado de varias intermezclas de blanco, indio y negro parentesco, en todas sus abigarradas variedades. Nada en posesión de tal pueblo puede parar por el momento un poder tal como el de los Estados Unidos. (The Blooklyn Eagle, 6 de mayo de 1846).

 

Walt Whitman, durante la guerra de Estados Unidos contra México, hace gala de un fundamentalismo anglosajón (diré, en otro plano, que eso equivale a una ortodoxia protestante: el cumplimiento de un plan divino, al margen de buenas o malas acciones) que puso a la joven nación americana ante una disyuntiva: seguir el camino colonial de su madre patria, Inglaterra, o construirse como una nación pacífica y modelo de democracia. Whitman creyó que era posible conciliar ambos caminos. Henry Thoreau, en cambio, de forma visionaria, sostuvo en su momento que la guerra contra México era inmoral y abría una fisura en la piedra angular de las instituciones y los valores de la democracia.

 

La brecha abierta entre la cultura anglosajona y la cultura hispana dio paso al desencuentro. Del lado americano, el poder de la guerra; del lado mexicano, la fuerza moral del vejado. México vivió esa parte de su historia como una de sus grandes tragedias y, aún medio siglo después, en los albores del siglo XX, Justo Sierra se lamentaba y decía: “les hubiéramos dejado Texas y evitado la guerra”. La expresión en castellano de un robo en despoblado, que se dice cuando se sufre un despojo, surgió precisamente con esa guerra donde México perdió sus más desiertos y extensos territorios a manos yanquis. Del lado americano casi no se habla de esa página “vergonzosa y desgraciada”. Unos contados disidentes, como John Reed, que entre sus papeles atesoraba el casi desconocido manuscrito de su amigo Robert H. Howe: How We Robbed Mexico in 1848, rompen a veces ese culpable silencio.

 

Pero seré injusto si desdibujo la imagen canónica de Walt Whitman que, con sus Hojas de Hierba, fue el cantor de una singular democracia (y, según Rubén Darío, innovador de un verso libre que llevó casi a los límites del versículo y de los antiguos ritmos clásicos). No creo que haya abandonado sus prejuicios raciales nunca, ni dejado de ser el antimexicano que siempre fue. Pero la poesía supera al hombre que la escribe. Para Walt Whitman vendría pronto su gran partenogénesis: la Guerra Civil, evento que no vería desde el escritorio de un periodista que redacta una lejana anexión fronteriza. Pronto la guerra llegaría a casa y tocaría su corazón cambiando su destino. Ahora sería algo más que un periodista y, con las páginas que fueron engrosando su hermoso libro, se convertiría en uno de los grandes poetas de América, disolviendo por medio del lenguaje poético las evanescentes sombras de los tiempos oscuros que le tocó vivir.

 

Poeta, ensayista e investigador literario

 

* Whitman (1819-1892) consideraba que el carácter del pueblo mexicano tenía poco o nada de los nobles atributos de la raza anglosajona. En la foto, el poeta estadounidense en 1887 / FOTO ESPECIAL

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