Calamus, “dulce amor de los camaradas”
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En el bicentenario de su nacimiento, este perfil de Walt Whitman narra la historia de un ser políticamente conservador, pero entregado a la pasión homoerótica, fuente inagotable de cantos a sus deseos
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POR RICARDO ECHÁVARRI
Walt Whitman (West Hills, 1819-Camden, 1892) escribió a lo largo de su vida un único poemario, Hojas de hierba. Desde su aparición, en 1855, en una edición donde él mismo compuso la tipografía y escogió la tela —verde marroquí— de la portada, con apenas una docena de poemas el delgado volumen fue ganando, en sucesivas ediciones, espesor y altura.
Como si viniera a llenar la carencia, advertida por Waldo Emerson, de una poesía que cantase “nuestros desconciertos y políticas, pesquerías, negros e indios, alardes y rechazos”, pronto Whitman se haría eco de esa cotidianidad “desplegada, como un poema, ante nuestros ojos”, y con tal genio que se convertiría en el poeta futuro, anotando desde lo nimio —una brizna de hierba— hasta lo cósmico de esa promisoria Arcadia americana. Ahora bien, ese poeta profético, de un nuevo país y un nuevo paisaje humano, se pregunta si puede también cantar libremente lo que el Viejo Mundo —y su larga historia de represión del deseo— está impedido de hacer.
¿Quién sino yo debería ser el poeta de los camaradas?
El tono bíblico, la amplitud del verso hasta los límites del versículo, el advertido ritmo yámbico que le otorga resonancias clásicas, el registro conversacional y, a menudo, oratorio, de sus versos, hacen que Emerson encuentre en Hojas de hierba una deliciosa pureza en su impureza: “una notable mixtura del Bhagavad Gita y del New York Herald”.
Tras la publicación de su libro, Henry David Thoreau y Bronson Alcott lo visitan. Tenysson lo celebra como “el poeta de la democracia” y William M. Rosseti da a conocer, en Inglaterra, sus versos en la hermandad Prerrafaelita, consagrándolo en el canon de la poesía de lengua inglesa: “Es el fundador de la poesía americana… el maestro de las palabras y los sonidos”.
Hacia 1860, en la tercera edición de Hojas de Hierba, Whitman agrega la sección “Calamus”, donde celebra el amor homosexual, al que nombra como “la unión varonil”, “el robusto amor”, “el dulce amor de los camaradas”. Emerson, en un inicio, trató de disuadirlo a retirar ciertos versos de “percibida obscenidad”, pero —aunque el poeta lo escuchó con mucha atención— se rehusó a hacerlo. La Sociedad para la Supresión del Vicio, en Filadelfia, le negó la licencia para publicarlo, por considerar que se trataba de “un libro inmoral”.
Para Walt Whitman “Calamus” fue su serie de poemas más apreciada, prefiriéndola incluso a algunos poemas que críticos y lectores considerarían más emblemáticos, como “¡Oh Capitán! !Mi Capitán!”, o su célebre “Canto a mí mismo”. Lamentaba que en algunas ediciones —como la propia edición inglesa de Poemas de Walt Whitman (1869), publicada por los Prerrafaelitas—, se hubieran expurgado esas piezas de abierta celebración del amor homoerótico. De toda su majestuosa, prolífica obra, eran esos poemas poco convencionales, escritos en ocasiones con rudeza, con palabras oídas a los cuáqueros o a los negros, los que Whitman consideraba destinados a la posteridad.
Ni éxito literario, ni intelecto, ni libro para el estante,
Sólo algunas jubilosas canciones vibrando en el aire dejo,
Para los camaradas y los amantes.
Manhattan era un torbellino. Los ferris de vapor cruzaban el Hudson y, gracias a la idea de un poeta, Cullen Bryant, quien echaba de menos los espacios abiertos, se trazó el Parque Central. Casi toda la isla estaba ya parcelada y la visión que proyectaba era la de una ciudad populosa, con deliciosas escenas: coches tirados por caballos, granjeros con sombreros de paja, jóvenes hermosas que vestían a la moda, tiendas cuyos brillantes escaparates exhibían lujosas vanalidades. En sus calles, una abigarrada multitud de rostros de todos los colores y orígenes brindaban el más hermoso espectáculo humano. Desde los 16 años, Whitman se había familiarizado con su “Mannahatta” y ya había ejercido entre su bullicio todo tipo de oficios: mandadero en una oficina de abogados, tipógrafo en la imprenta de Mark Twain, periodista del Daily Eagle y, hasta por corto tiempo, propietario de un periódico, que él mismo repartía a caballo. “Durante ese tiempo —confiesa en uno de sus Diarios— absorbí escenas que luego trasladé a mis poemas”. Esas escenas, ráfagas de vida, le ofrecían también un espacio para el flirteo amoroso:
Cuando paso, oh Manhattan, por tu constante destello de ojos
que me ofrecen amor,
Ofreciendo respuesta a la mía —esto me recompensa,
Amantes, continuos amantes, mi sola recompensa.
Algo parecido a una primera bohemia neoyorquina abarrotaba los escasos, aunque ruidosos bares de la ciudad. Whitman frecuentaba el bar “Pfaff’s”. Allí compartió celebridad con Ada Clare, “la madre Bohemia”, quien se vanagloriaba de tener un hijo ilegítimo y de ser madre soltera. Conoció también a Fred Vaughan, un joven irlandés director de escena, quien le inspiró la serie “Roble vivo con musgo”, los primeros doce poemas de lo que en la edición de 1860 aparecería con el nuevo título de “Calamus”.
De Fred Vaughan se sabe poco. Sólo que vivieron un tiempo juntos, mientras el poeta escribía “Calamus” (ya separados, Whitman le envió como regalo las galeras del libro). Vaughan, durante un tiempo, quiso se erigiera en Manhattan una estatua de ambos, sosteniendo una placa que dijera:
“SINCEROS AMIGOS”. Ese ambiente del “Pfaff’s” y una ojeada a los lugares secretos, aparece en uno de los más plásticos poemas:
Un vistazo a través de un pestillo,
Una ronda de obreros y choferes en un bar alrededor de la estufa,
tardía noche invernal, y yo, sin ser notado, sentado en una esquina,
Un joven que me ama y a quien amo, en silencio acercándose y sentándose tan cerca,
que puede tomarme la mano,
Mucho tiempo, entre los ruidos del vaivén, bebidas y palabrotas
y bromas obscenas,
Allí nosotros dos, contentos, felices de estar juntos, hablando poco,
quizás ni una palabra.
Enigmática y poco conocida es la vida homosexual de Walt Whitman. Fue discreto y siempre arrojó un velo sobre la naturaleza de sus relaciones. Pero, desde un inicio, “Calamus” provocó la fascinación y curiosidad de sus lectores. John Addington Symons, considerando que el viaje que Whitman hizo a Nueva Orleans (alrededor de 1848) había tenido el sentido de una revelación, le escribió una carta indagando sobre el real significado de ese amor atlético: “deseo escuchar de tus propios labios, o de tu pluma, alguna historia de amistad atlética de Wh. para aprender de verdad”. El poeta le respondió con un retrato más bien convencional y a todas luces falso: “tuve seis hijos ilegítimos durante esa alegre época del Sur”.
En efecto, Whitman viaja y permanece (en 1848) tres meses en Nueva Orleans. Iba a hacerse cargo, como editor, del Carpenter, un diario local, que trasmitía noticias frescas sobre la guerra contra México. La ciudad, entre española y francesa, con su “Barrio Latino” le fascinó (“nunca había tomado un café tan delicioso”). Sus desfiles y música lo divertían y, aunque se quejaba que no cesaban sino hasta altas horas de la noche, se sentía particularmente feliz. Los bellos rostros oscuros llamaban poderosamente su atención. En esa ciudad sureña, donde desemboca el Mississipi, entra en contacto, por primera vez, con los heridos de guerra, que venían de Texas, tras las cruentas batallas con los mexicanos.
De su estancia en Nueva Orleans, un olvidado biógrafo le inventó una página apócrifa: sus amoríos con una “mulata de clase alta” —la femme Creole—. Para probarlo, adujo la respuesta que dio a Symonds y un poema con móviles imágenes urbanas: “Una vez pasé por una ciudad populosa”. En realidad es muy difícil y casi tarea vana buscar en su poesía datos biográficos. A veces Whitman se desdobla —como advirtió Borges— en autor o personajes, y apenas alusiones o escenas vagas en sus textos, que no hay que tomar al pie de la letra, corresponden a su vida. Cuando M. Maulins (Walt Whitman, 1998) revisó el manuscrito con la versión original de esos versos, advirtió que donde en lo publicado dice “una mujer”, Whitman había escrito “el hombre”. “Es evidente que el poeta siempre estuvo pensando en un hombre al escribirlo”. Y, aunque el poema aparece en la edición de 1860, figura en una sección separada de “Calamus”. La versión original dice:
Una vez pasé por una ciudad populosa, imprimiendo en mi mente, para uso futuro, espectáculos, arquitectura, costumbres, tradiciones.
Sin embargo, ahora, de toda esa ciudad, sólo recuerdo al hombre que paseaba conmigo, allí, porque me amaba.
Día tras día y noche tras noche estuvimos juntos. Todo lo demás lo he olvidado hace mucho tiempo.
Mejor documentada es la relación del poeta con Peter Doyle, un cochero irlandés, a quien Whitman conoce en Washington y quien sería su más grande amor. Cuando se conocen Whitman tiene 45 años y Doyle 21. El poeta sube al coche tirado por un caballo, conducido por Doyle, en la calle Filadelfia, rumbo al Capitolio. Le gustaba sentarse en el asiento más próximo al conductor, chismorrear y ocasionalmente recitar poemas. El boleto costaba un centavo y el viaje duraba 45 minutos. Esa noche había tormenta de nieve e iban sólo los dos. Doyle, de ese evento, escribe: “Nos flechamos, puse mi mano en su rodilla, entendimos… Desde ese momento fuimos la clase más grande de amigos”.
Es en sus Diarios donde hay atisbos, frases, breves retratos de los rudos e iletrados jóvenes de la clase obrera que le atraían sexualmente. Charley Shively, al hacer el recuento (Calamus Lovers, 1987) de un centenar y medio de esos amantes ocasionales, pinta a Whitman como un “picaflor”, ligando en los muelles o en los alrededores de Broadway.
—Peter: un joven alto y fuerte, chofer… me gustó su refrescante maldad, como la llamarían los ortodoxos.
—George Fitch —chico Yankee— conductor… apuesto, alto, pelo rizado, camarada de ojos negros
—El sábado por la noche Mike Ellis —deambulando en la esquina de la avenida Lexington & 32.— lo llevé a casa, calle 150 37, —cuarto de cuarto de la historia— noche fría y amarga.
—Wm. Culver, chico en el baño, de 18 años.
—Dan Spencer… algo femenino… durmió conmigo, sept 3.
—Theodore M Carr —vino a la casa conmigo.
—James Sloan (noche del 18 de septiembre de 1882), 23º año de edad —sencillo, americano.
—John McNelly, noche 7 de octubre, joven, borracho, caminaba por Fulton & High a casa.
—David Wilson —noche del 11 de octubre de 1882, caminando desde Middagh— durmió conmigo.
—Horace Ostrander, 22 de octubre de 1882, de unos 28 años de edad, se acostó conmigo el 4 de diciembre de 62.
—El 9 de octubre de 1883, Jerry Taylor, (NJ). Del 2o regimiento distrital, durmió conmigo la noche pasada, el clima suave, lo suficientemente fresco, lo suficientemente cálido, celestial.
La celebración del amor homoerótico en “Calamus” hace de Walt Whitman un poeta adelantado a su tiempo. Si bien en Manhattan Walt Whitman absorbió escenas del ambiente homosexual, quizás la parte pintoresca sea lo menos importante. En un país con una fuerte tradición puritana, Whitman llegó a concebir unos Estados Unidos donde la institución del amor de los camaradas fuera visto con naturalidad y orgullo. Sólo con libertad amorosa y la extensión del “amor de esposo a esposo” de costa a costa, se podría hablar, desde su perspectiva más poética que moral, de un país floreciente en democracia. El poeta no redactó la Carta Magna, ni reconstruyó en Washington el Capitolio, que había sido incendiado a su salida por los ingleses, pero sí podía celebrar el amor basado en la atracción de los iguales, que Platón en su Banquete había colocado, dentro de las diversas formas que reviste Eros, al mismo nivel pasional que el andrógino o amor entre los diferentes.
Sólo estableceré en Manhattan y en cada ciudad de estos estados del interior y las costas…
sin armazón o reglas o comisarios de cualquier ideario
la institución del querido amor de los camaradas.
[…]
Por ti, oh democracia
Ven, haré el continente indisoluble,
Haré la más espléndida raza que haya visto el sol,
Haré divinas tierras magnéticas,
Con el amor de los camaradas,
Con el amor de toda la vida de los camaradas.
Curiosamente los hombres latinos —cubanos y mexicanos— (sobre todo estos últimos, con los cuales la Unión había entablado una cruenta guerra anexionista, y de los cuales Walt Whitman se había expresado en más de un artículo con manifiesto odio racial), son mencionados e incluidos en esta república de amor libre, que el autor de Hojas de hierba pregona bajo su forma predilecta, el amor atlético:
A Michigan llegará el perfume de la Florida,
A Mannahattan de Cuba o México,
No el perfume de las flores, sino el más dulce y flotante
mas allá de la muerte.
Quisiera llamar la atención acerca de las “imágenes vegetales” de “Calamus”. Son una celebración de la naturaleza, pero también claves de un lenguaje secreto, propio de los amantes. En sus versos hay numerosas alusiones a esa lengua pasional, que apenas necesita, o puede prescindir por completo, de palabras: “amorosa señal”, “divinos signos”, “tenues indirectas”. Aunque ese lenguaje también suele expresarse con elementos de vegetación: “roble con musgo”, “una ramita”, “flores silvestres y viñas”, “lilas con una rama de pino”, que encierran en conjunto un sentido de floración y renovación. El principal elemento vegetal, el tallo del cálamo (Acorus Calamus), conocida como “bandera dulce”, por su forma espigada, tiene un evidente simbolismo fálico. Con esos elementos vegetales, sin duda, se alude al erotismo homosexual. Quizás fue la madre de Walt Whitman —Louise Van Velser—, mitad alemana, mitad galesa, quien lo familiarizó en el ritual Celta de la unión de los amantes y la importancia del bosque (en especial la ceremonia bajo el roble) en ese acto celebratorio (escena, por cierto, prolífica en la pintura postromántica inglesa). Tocar un cuerpo para Wihtman es tocar un cielo, por eso el carácter electivo, libre, del amor —carnal y espiritual a la vez—, se condensa en la donación de ese cálamo, signo de entrega del ser mismo.
Lo daré solamente a quienes aman como yo soy capaz de amar.
FOTO: Las primeras versiones de Hojas de hierba (1855) contenía poemas inspirados en las aventuras amorosas de su autor, Walt Whitman, con hombres de los más variados oficios y que escandalizaron a algunos de los autores y sociedades literarias más liberales del siglo XIX. / Especial
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