Wes Anderson y el asteroide mutante

Jun 24 • destacamos, Miradas, Pantallas • 2717 Views • No hay comentarios en Wes Anderson y el asteroide mutante

 

En Asteroid City, el cineasta texano plantea una trama donde la imaginación y lo desconocido se entrecruzan

 

POR JORGE AYALA BLANCO 
En Asteroid City (EU, 2023), gozoso film 11 del imparable director texano de sostenido culto internacional a los 54 años Wes Anderson (Un reino bajo la luna 12, Isla de perros 18), con guion suyo y de Roman Coppola, el barboncillo fotógrafo de guerra con permanente mirada lela Augie (Jason Schwartzman fetiche inamovible) arriba al hechizo pueblo-campamento mínimo de Asteroid City (vil cafetería/gasolinera/barracas/templete/pruebas atómicas a la vista) en medio de la nada del desierto de Arizona, al lado de su hijo cerebrito adolescente que va por un premio a inventos anticipatorios en una convención Woodrow (Jake Ryan) y, mientras se atreve a notificar la muerte de la madre a sus tres hijitas shakespearianas (brujita/vampira/hada) y llega al rescate el hosco abuelo despectivo Zach (Tom Hanks), tiende lazos de atracción mutua con la narcisista superestrella Midge Campbell (Scarlett Johansson transmutada en la peliazabache Liz Taylor modelo 50’s) cuya linda hija también premiable Dinah (Grace Edwards) se hermana cariñosamente con su grave homólogo Woodrow, pero a la hora de la solemne premiación marcial con cadetes, un delgadísimo alien-sílfide con atónitos ojos petrificadores desciende de un platívolo para robarse el emblemático asteroide local caído hace 5 mil años, la población debe entonces sufrir una severa cuarentena indefinida aunque divagante, sin prever que el alien regresará para restituir el meteorito una vez inventariado, y en pleno desánimo frustrante pero ultraexcitado se levantan la emergencia de seguridad nacional y su atención mediática, y todo mundo retorna al vacío de donde había venido a este rotundamente microalegórico y absurdista asteroide mutante.

 

El asteroide mutante extiende sustancialmente el universo cómico de Anderson en perpetua expansión, al situarse en los años 40-50 hoy canónicos de la imaginativamente desatada ciencia-ficción ingenua (según el célebre ensayo de Sontag en Contra la interpretación) y aprovechar un fundamental elemento futurista para la sorpresa y el trastorno, tan inofensivos en ese intempestivo desierto-prisión como la inhumación y la final exhumación del tupperware con las cenizas de mamita en la vía pública de una irrealidad donde la imaginación y lo desconocido se entrecruzan.

 

El asteroide mutante crea el erizado y erizante prodigio de un precario mundo artificial donde los habituales elementos formales andersonianos vuelven a emerger y dominar, de manera tan seductora y visionaria cuanto desconcertante hasta la irritación, pues ahora, en el límite de otra distorsión estilizada, todo se ha radicalizado: la imbricación entre las múltiples acciones en vivo (con infinidad de actores cameo) y los toques de dibujos animados al viejo estilo bidimensional de la hollywoodesca Warner (su encanto profuso y pasmado), el uso de enfoques frontales o de perfil en exclusiva (perfectos para los sentimentales coloquios espejeantes de ventana en ventana al infinito o de ventanas enfrentadas en los bordes del encuadre), la teatralidad de los desplantes actorales y de la estructura dramática por encima del mar de anécdotas de La crónica francesa (21) y al grado de anunciar con letreros el inicio de cada uno de los tres actos que componen el relato y señalar con números romanos las escenas que habrán de escenificarse, la oscilación entre el producto terminado y su cocina al extremo de presentar entre bambalinas en blanco/negro los dilemas definitorios del narrador (Bryan Cranston) con el terco dramaturgo (Edward Norton) y el titubeante director de escena (Adrien Brody) discutiendo circularmente consigo mismos y desgarrándose antes de autocorrigirse sin cesar en las sobredramatizadas e incluso tragicómicas antípodas de cualquier forma-cáscara sin fondo, la fusión simbiótica de la ficción y la metaficción que ella misma genera, pero también se han radicalizado la visualidad plástica de los colores pastel casi translúcidos o difuminados y con irreductibles referencias pictóricas a la estética de la soledad metafísica de los 30-40 (Norman Rockwell, Edward Hopper y demás), el contraste entre el cinismo mezquino del jamás declarado romance de los adultos (el del vuelto fotógrafo de imágenes íntimas bajo aprobación de su galana imposible, o la caricatura romántica de la actriz rubia con el vaquerito machín Montana) y la fresca delicadeza inconsútil del romance juvenil con esa connivencia de la pareja de los geniecitos Woodrow/Dinah bajo un telescopio convenciéndose de que catastróficamente los une la magnitud de sus heridas interiores, la superabundancia tanto de la cantidad de historias colaterales como sus incidentes tan insignificantes cuan innombrablemente chuscos (ese discurso del afrogeneral enumerando por ordenados bloques autoconmiserativos sus traumas sociales), la simetría composicional de las imágenes donde hoy los virtuosísticos barridos de cámara lateral reemplazan con geométrica fluidez a las antiguas angulaciones rectas casi maniacas, o el pesimismo generalizado (“El tiempo siempre se equivoca”).

 

Y el asteroide mutante concluye en puntos suspensivos y en la melancolía, luego de haber estallado en gritos y por montaje a coro la apoteosis del enardecimiento y la crispación, a modo de la calma desolada que sigue a una dulce tempestad en rigor más onírica que realista, hasta que no queda más que el agitado polvo entre las vías de ese desertado pueblo devuelto a la inmensidad del desierto tras la indistinta partida en camioneta de la familia de Augie y el eco de que la inaccesible Maggie sólo ha dejado el número de un apartado de correos, el polvo original del que acaso nunca debió surgir (o quizá jamás surgió) el espejismo de historia alguna, el polvo del sinsentido último de los afanes humanos, el polvo caminero picoteado por un pajarito saltarín mientras resuena, a guisa de moraleja de la no-fábula, un estribillo de canción country ya oído en el clamor coral (“No puedes despertar si no te has dormido”).

 

 

FOTO: Scarlett Johansson interpreta a una módelo de los años 50 en Asteroid City. Crédito de imagen: AP

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