Wes Anderson y el cuadrivio vivisector
La maravillosa historia de Henry Sugar, basada en el cuento de Road Dahl, es la historia de un codicioso ricachón que aprende un secreto hindú para hacer trampa en juegos de azar; una ficción ocurrente
POR JORGE AYALA BLANCO
En La maravillosa historia de Henry Sugar (The Wonderful Story of Henry Sugar, EU-RU para Netflix, 2023), neovanguardista colección de cortometrajes (completada por El cisne/The Swan, El desratizador/The Rat Catcher y Veneno/Poison) del texano idolatrado por jóvenes mundiales de 54 años Wes Anderson (Un reino bajo la luna 12; Isla de perros 18, Asteroid City 23), con guiones-homenaje suyos basados en cuentos desperdigados del autor de relatos fantásticos infantiles y de terror humorístico hitchcockiano Roal Dahl (1916-1990), el codicioso estadounidense opulento titular (Benedict Cumberbatch) logra aprender del iluminado hindú Imdad Kahn (Ben Kingsley) el arte de ver con los ojos cerrados para ganar fortunas en el juego que acaba destinando a la filantropía anónima a través de un financiero suizo (Richard Ayoade) mientras él desaparece en la meditación, el anteojudo pequeñín superdotado Peter Watson (Asa Jennings) sufre hostigamiento y persecución sin salida por dos sádicos granjeros descerebrados (Eliel Ford y Truman Hanks) que lo obligan a sobrevivir bajo el paso de un tren y luego lo sacrifican junto con el hermoso cisne que coronaba un promontorio sagrado, un provocador cazarratas anacrónico (Ralph Finnes) presume y demuestra sus heteróclitas habilidades exterminadoras asomándose a un túnel y exponiendo su cuerpo a la batalla de unos roedores que lleva ad hoc en los bolsillos, y el paranoico inglés deliberadamente inmóvil y postrado Woods (Dev Patel) recurre de emergencia pero de modo autoritario a un sumiso ayudante (Benedict Cumberbatch) y a un generoso doctor bengalí (Ben Kingsley) porque siente que una venenosa serpiente kaira se ha estacionado sobre su vientre, logrando ser inyectado con un antídoto y salir airoso (mas despectivo) del difícil trance.
El cuadrivio vivisector remite así, en cuanto a la selección de los cuentos de Dahl, al Cuadrivio de Octavio Paz, por los criterios de disidencia y de ruptura al interior del lenguaje ético-estético que determinaron la elección de los cuatro poetas de su ensayo global (Darío/López Velarde/Pessoa/Cernuda), tanto como recuerda la terrible naturaleza del artista plástico titular de la novela El vivisector del australiano Patrick White, que era incapaz de amar nada ni a nadie, salvo a quienes pintaba y mientras lo hacía, verdaderas víctimas de su arte (homologando espiritualmente al Dahl revelado por Anderson tras ilustrarlo en su deliciosa fábula animada El fantástico Sr. Zorro 09), al ser disecados con la más severa precisión en todas sus flaquezas y violentas excrecencias subyacentes, exacto los denominadores comunes de ese ricacho que se somete a las más extrañas disciplinas rituales para desvalijar casas de juego pero termina haciendo paradójicamente el bien caritativo sin poder jamás dar la cara, esos seres abestiados que sólo existen para sacrificar al niño protector del cisne de la suprema belleza simbólica, ese asqueroso desratizador que se abandona a repelentes aunque ejemplares prácticas masoquistas, y ese sobreviviente de una picadura de víbora (aún no producida) que con acre humillación desecha a su valiente salvador, todos ellos desplegando, en síntesis, un régimen de crueldad impuesto de manera tragicómica.
El cuadrivio vivisector se acoge a una ficción sensible, ocurrente y llena de ternura, al colocar en el puesto de mando a los cuentos literarios recitados a cámara pero metaficcionalmente pasando de narrador protagónico a narrador omnisciente, y viceversa, empezando por el propio autoconfinado-autoexiliado escritor Dahl (Ralph Fiennes) en su mezquina mesita de trabajo hablando frontalmente o de perfil porque son los únicos emplazamientos posibles según el depurado leguaje posible de Anderson, y siguiendo con los granjeros dotados de rifle que se desplazan sobre el eje visual entre montañas de heno, y culminando con los telones de fondo que se levantan para cambiar de escenario único siempre longitudinalmente recorrido o geométricamente iluminado, o bien dando lugar a ese duelo de criaturas feroces en una nocturnidad de alto contraste dentro de la más memorable secuencia del asombroso continuum fílmico.
El cuadrivio vivisector se auxilia de fetiches colocados en sitios relevantes, fetiches manuales como el ave y la rata animada, o inmostrables fetiches vivientes como el vientre del desratizador bajo la ropa vuelto campo de batalla donde libra fiero combate el hurón contra la rata y aquel otro vientre atrozmente inamovible durante horas ya que parecería estar medrando la víbora al acecho (en potencia o en la imaginación, lo mismo da) con su mortal veneno, fetiches-ayudantes que salen al paso y fetiches que surgen de la nada, acaso porque de hecho los personajes-figurantes se han tornado en fetiches de sí mismos, irremediablemente.
El cuadrivio vivisector excluye casi por completo al silencio como algo abominable e indeseado por ende, pues lo más notable e impactante de estas adaptaciones posmodernas-postStraub de textos puestos en relieve debe ser su discordancia, su rareza innavegable, la intensidad de las relaciones personales que predetermina pero nunca define, los innumerables intercambios a la vista y sus matices siempre iguales siempre frustrantes siempre inesperados e inagotables, en suma, el cine-relato de las mutaciones de narradores a cámara que se inaugura desafiante y aglutinado, siguiendo las vías abiertas por La crónica francesa (Anderson 21) y Asteroid City, la forma de ejercer una influencia extraordinaria sobre los textos elegidos y sobre los personajes-texto, la fuerza de inclusiones preminentes del artificio escénico-teatral y la presencia demiúrgica de los autores y de la genealogía estructural de cada episodio, la mortal inmensidad de sus interiores inexplorados.
Y el cuadrivio vivisector cierra cada narración con la efigie impertérrita del Dahl fetichizado, tal vez “por el deseo de educar a los demás en la percepción del infinito” (diría William Blake).
FOTO: El cortometraje, de 37 minutos, está protagonizado por Ralph Fiennes y Benedict Cumberbatch.
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