William Oldroyd y la asfixia despiadada
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En medio de una crisis matrimonial causada por el maltrato de su marido y su suegro, Katherine Lester se involucra sentimentalmente con un empleado de la casa, con quien planea liberarse de una manera tajante. Esta película esta basada en la novela Lady Macbeth del distrito de Mtsensk del ruso Nikolái Léskov/
POR JORGE AYALA BLANCO
En Lady Macbeth (RU, 2016), crispado debut del también productor londinense de 37 años William Oldroyd (cortos previos: El perro de Cristo 11 y Lo mejor 13), con guión de la feminista inglesa Alice Birch basado en la novela corta Lady Macbeth del distrito de Mtsensk del ruso decimonónico Nikolái Léskov (ya llevada a la ópera por Shostakóvich 30 y al cine por el polaco Wajda 62) a su vez inspirada en la tragedia Macbeth de Shakespeare, la hermosa joven aldeana reprimida Katherine (Florence Plough fascinante) se halla de pronto en la Inglaterra rural profunda de 1865 angustiosamente malcasada con el enteco próximo heredero terrateniente autoritario Alexander Lester (Paul Hilton) que le dobla la edad y la condena de inmediato a la humillante condición de objeto sexual apenas desnudable y abandonable de pie contra la pared, a una disciplina conyugal peor que militar, al encierro, a la vigilancia malvada de la afrosirvienta Anna (Naomi Ackie), a la soledad efectiva y a la hostilidad distante en reuniones sociales alcohólicas, aparte del manifiesto desprecio viril por estéril, debiendo soportar esa infame situación con un disgusto inexpresable que descompone su carácter, sentada durante horas en un sillón siempre a la espera y tristeando durante horas eternas en jump-cut ante la ventana hacia la campiña idílica, o bien tolerando la presencia hostil del tiránico suegro rabioso Boris (Christopher Fairbank) en las tres comidas, por lo que la desdichada, durante una gozosa ausencia de su marido y del padre de éste por semanas, se siente visceralmente orillada a refugiarse en los fornidos brazos del burdo mozo de cuadra Sebastian (Cosmo Jarvis), para vivir a su lado un amor bestial a modo de pasión inventada que, al ser fácilmente descubierta, convierte a la mujer en imparable máquina de matar, envenenando con hongos al suegro en seguida enterrado a solas, apabullando a golpes de hierro al esposo furibundo para desaparecer su cadáver en el bosque acompañado de su cabalgadura, y por último sacrificando hasta al lindo niño bastardo mulato Teddy (Anton Palmer) que se le presentaría de repente como hijastro entenado y conseguía removerle algo de su insatisfecho instinto maternal, crímenes que ese émulo rústico de Lady Macbeth ejecuta sin experimentar culpa ni remordimiento alguno, para sorpresa aterrada del propio cómplice temeroso e involuntario que acabará por denunciarla, creyendo poder acabar así con la asfixia despiadada.
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La asfixia despiadada renueva con ascética brillantez absoluta y absolutista los materiales en juego, eliminado cualquier música de fondo vehiculadora de emociones (aparte del coro religioso del plano inicial que descubre metonímicamente al sonrosado rostro de la heroína bajo un velo sagrado en su boda-martirio), negándose a cualquier efectismo o pathos dramático, sumergiéndose en una retórica de campos vacíos que (según Noel Burch) crean redes infinitas de espacios fuera de campo articulados por diálogos en off sin contraplano, impidiendo toda desviación genérica hacia el melodrama psicológico o el horror sangriento, inmovilizando las imágenes cercanas a la fría petrificación, y condenando cruelmente a la mutable víctima-verdugo perfecta a un delirante régimen de visiones frontales (congelada fotografía rutilante de Ari Wagner) que equivalen, delatan y sentencian la parálisis de su voluntad, con breves arrebatos de body camera que se ejercen como efluvios perversos de un cine del cuerpo trágico, jamás reflexivo, de hecho contemplativo y contrariado hasta en sus alusiones a la piel dura o a la piel frágil y a los frenéticos cuerpos autoexcitados copulando tras el ojo de la cerradura, tan fugazmente divisados como la envoltura colgante de la afrocriada manteada cual cerda en vilo, los deslumbrantes interiores soleados, los idílicos páramos reverberantes al rojo vivo, la mirada recurrente de los gatos testigos, la bofetada machista del suegro tembloroso (“No soporto ni mirarte”), las faltantes botellas de Fleury ingeridas a solas por la Lady, el relegado amante medrosamente convertido en paria suplicante por los senderos, o el cadáver del caballo putrefacto en el rincón boscoso.
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La asfixia despiadada convoca a una pasión de la adversidad que, al contrario de la versión de Wajda (aquí llamada Obsesión cruel) vuelve a hacer operante la imposible, inoperante e inalcanzable serenidad de la tragedia, agenciando metamorfosis tan aparentes como profundas al mito literario, tornándola una oscura aunque diáfana especie de pesadillesca fantasía intemporal entre tardíos señores feudales, violentos hasta la animalidad, y su triunfal usurpadora culminante, como si se tratara de imponer un sencillo humanismo al revés y una reivindicación femenina vuelta verdad transdescendente de antirromántica estética estática desbordada, con una Katherine/Macbeth que ya no mata por ambición sino por sujetar un espejismo de amor físico casi metafísico y místico dentro del imperio de su imaginación.
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La asfixia despiadada consuma un gélido objeto delirante nunca complacido con la pulsión de muerte o valores negativos, sino un dispositivo feminista inteligente que mira con espanto apasionado la pérdida de la culpabilidad y la disolución moral de una mujer enfebrecida de pasión y lastrada a cada paso por la atracción del abismo y la imposibilidad de conciencia, esa frenética luminosidad criminosa casi sensual que la hunde y aniquila como ser, pero no como existencia, en un mundo real no-barroco, y por ende opuesto al de Wajda o inclusive Shakespeare: depurado hasta la saciedad.
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Y la asfixia despiadada cede al conjuro desvaído del abestiado amante ni siquiera mero semental (“Yo pensé que la amaba”) pero obligado a alejarse encadenado con la criada traidora sobre una carreta como cautivos de cara al sol, mientras en la inamovilidad del feudo reina aún la condenada a permanecer sedente, haciendo explícito el generalizado sentimiento de vencida compulsión dominante.
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FOTO: Lady Macbeth, con Florence Pugh y Christopher Fairbank, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 5 de abril. / Especial