El país del sueño
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POR GUSTAVO ARANGO
“Si he tenido la dicha de serle útil, el único reconocimiento que deseo es que usted, a su vez, esté dispuesto a favorecer a cualquiera que pueda necesitar socorro; pues, el género humano no es más que una sola familia”.
Benjamin Franklin, “Sobre la piedad”.
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El mensaje de texto llegó a las seis de la mañana. Los dolores habían empezado antes de la medianoche y Valentina estaba en el hospital desde la una. Las contracciones eran fuertes, pero el parto tardaría algunas horas. Tenía tiempo de sobra para conducir las casi doscientas millas entre Oneonta –en el centro del estado de Nueva York– y el hospital en New Jersey donde nacería mi nieto.
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“Cuatro de julio”, pensé.
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De todas las fechas posibles, parecía natural que el primer gringo de la familia naciera justo el día de la independencia de los Estados Unidos. Como si quisiera salirle al paso a quienes pretendieran cuestionar su derecho a estar aquí.
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Valentina escribió para decirme que condujera con cuidado. Llevábamos semanas hablando de lo que significaba esa nueva vida, de los esfuerzos de sus ancestros para ser parte del sueño americano, de la dificultad de ser hispanos en tiempos en que demonios dormidos se están desperezando. En el trayecto evité preguntar cómo iban las cosas en el hospital. Tuve tiempo de sobra para pensar en momentos que ahora se juntaban en una sola historia.
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Buena parte de la familia de mi padre había llegado a Nueva York a comienzos de los años sesenta. Los expulsó la falta de oportunidades en el país de los colombios y los trajo la necesidad de mano de obra barata en las factorías. En aquel tiempo era fácil llegar con visa de turista, navegar la burocracia para conseguir la residencia y luego hacerse ciudadano. Mi padre, el vendedor de fantasías, también viajó y obtuvo la residencia, pero regresó aterrado. Nueva York era un antro apocalíptico. Le dijo a mi madre: “Nos quedamos. Allá es imposible educar a los hijos”.
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Así que mi infancia y la de mis dos hermanos trascurrió en Medellín, una ciudad feudal y laboriosa que –en menos de quince años– se vería convertida en centro del crimen organizado. Los Estados Unidos eran un lugar mítico que mandaba hombres a la luna –el 20 de julio de 1969 salí al patio de mi casa con la esperanza de verlos allá arriba– y de donde venían parientes cargados de regalos: una chaqueta plateada y acolchonada como el uniforme de los astronautas, unas figuritas de los Beatles con cabezas bailarinas, un hermoso carrito verde de tracción que se perdía en lo profundo debajo de las camas.
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Llegué a tener un abuelastro gringo. Carina, mi abuela paterna, es la mujer más libre que he conocido. Nathan Gobel era un jubilado de los ferrocarriles, alto, gordo y sonrosado, que se tomaba un litro de leche con cada comida. Yo tenía cinco años cuando mi abuela lo llevó a Medellín para exhibirlo. Aquella vez pasaron un mal rato. Los ladrones locales comprendieron que Nathan no estaba habituado a transitar por lugares inseguros y decidieron liberarlo del peso de su billetera. Nathan estaba desconcertado. Al regresar a casa, su color rosa empezó a adquirir tintes morados. Sudaba a chorros y balbuceaba quejas ininteligibles. Aquella vez me deslicé entre los adultos que trataban de airearlo con pañuelos, puse una mano en su brazo y le pregunté: “Milk?” Quiero pensar que mi pregunta le trajo algún alivio o esperanza. “Milk? Milk?”, seguí gritando mientras me arrastraban fuera del cuarto.
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El vendedor de fantasías regresó al país del sueño, pero –como la maracachafa era ilegal– lo pusieron preso. Primero lo mandaron a Atlanta, pero cumplió los dieciocho meses de condena en Danbury, Connecticut. En ese tiempo terminó el bachillerato que no había podido hacer en el país de los colombios porque Carina no tuvo para pagarle los estudios.
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Yo tenía ocho años cuando fuimos a recibirlo al aeropuerto. Era un hombre vapuleado, pero digno. Tenía 38 años y las manos vacías. Hasta entonces todos sus proyectos habían fracasado. Sus socios se habían desaparecido y nunca cumplieron la promesa de ayudarle a su familia. Ahora había perdido la residencia y no podía volver a los Estados Unidos. Estaba obligado a empezar de nuevo; pero, antes de hacerlo, se pegó una solemne borrachera. Al día siguiente me regaló el reloj con que midió la espera y se dispuso a trabajar.
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Los estantes de la casa se llenaron de libros. Uno de los primeros fue El libro del hombre de bien, de Benjamin Franklin, que papá había leído en la cárcel. Estudié en uno de los mejores colegios de la ciudad. A veces llegaban al colegio unos gringos que nos daban unas meriendas deliciosas de café con leche y pan, mientras nos advertían sobre la amenaza comunista. En aquel tiempo no me preguntaba por qué mi madre era siempre la que asistía a las reuniones de padres de familia. Después entendí que había una cosa llamada racismo.
Cuando terminé el bachillerato, la situación de la familia era holgada. Tenía claro que quería ser escritor y decidí estudiar periodismo. En aquel tiempo, los Estados Unidos no me interesaban. Pensaba que, cuando terminará la carrera, me iría a Francia a estudiar literatura.
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Sólo el que no fue a la guerra quiere leer sobre ella. Por eso nunca he escrito y jamás leo sobre el infierno en que se convirtió Medellín en los años ochenta. Me limito a repetir la pregunta de mi querida sor Juana, sobre quién es más de culpar, “aunque cualquiera mal haga, el que peca por la paga o el que paga por pecar”. El vendedor de fantasías no pudo marginarse del negocio. Un año antes de que lo asesinaran regresó al país del sueño por unas semanas. Viajó a México, cruzó la frontera como Pedro por su casa y llegó a ver desde el ringside, en el Madison Square Garden, la pelea de boxeo de ese siglo. El 14 de agosto de 1984, cuando sostuve en mis brazos su cadáver, sentí que a mí también me habían matado.
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Siempre he tenido la certeza de que mi padre nunca mató ni decidió la muerte de nadie. Como el idiota de Dostoievsky, su inocencia fue la raíz de su tragedia; también, el hecho de que supiera demasiado. Por eso no fue difícil para mí decidir que no habría venganzas, que tampoco mataría. Llevo un cuarto de siglo diciendo en salones de clase –y sabiendo de lo que hablo– que las decisiones que se toman alrededor de los veinte años son determinantes.
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Cuando me gradué de la universidad me quedé sin motivos para vivir. El sueño de estudiar en Francia se había esfumado. La mujer que más amaba me insinuó que formáramos una familia, pero mi negativa fue total: no quería darle nuevos rostros al dolor. Sólo pensaba en maneras discretas de morir. Consideré recuperar la vieja tradición de la familia de mi madre, en la que algunos se desaparecieron y nunca más volvieron. Pero, mientras los días más oscuros transcurrían, la escritura trazaba mi camino.
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Me fui a vivir a Cartagena de Indias porque su aire embriagante y sus calles historiadas ejercían una influencia estimulante en mi escritura. Allí conocí el mar. Allí el vendedor de fantasías fue feliz. Me alentaba la idea de trabajar en El Universal, el periódico donde García Márquez comenzó. Estaba borracho de escritura cuando nacieron mis hijos y no se me ocurrió pensar en el dolor. Pero los sueldos de tres trabajos –en el periódico y dos universidades– no alcanzaban, y me quedaba poco tiempo y energía para escribir “lo mío”. Entonces, el país del sueño empezó a llamarme.
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Llegamos al aeropuerto de Newark el 26 de diciembre de 1998. El contenido de una casa se había reducido a tres maletas. Éramos privilegiados: Rutgers, la universidad estatal de New Jersey, me había dado una beca para hacer un doctorado. Unos amigos generosos y oportunos habían hecho el milagro; también, un libro sobre los inicios de García Márquez y unos premios de periodismo y literatura. Valentina tenía siete años y nos hizo jurar que regresaríamos a Cartagena cuando se terminaran mis estudios. Mateo tenía un año.
La tuve fácil y, sin embargo, no fue fácil. Cada día fue un arduo aprendizaje. Pronto comprendimos que, entre las comunidades de inmigrantes, algunos quieren aprovecharse de los recién llegados. Dos o tres veces tuve que buscar a Valentina en la enfermería de la escuela, porque esa lengua enrevesada y “sin eñe” la hacía vomitar. Después de ser editor de un periódico en Cartagena, repartí periódicos en la madrugada para redondear el sueldo. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y, en los minutos libres, hacía literatura. La familia tardó poco en desintegrarse. Muchas veces me caí del sueño en este país del sueño.
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Visto desde la distancia, todo parece haber fluido sin obstáculos. Primero estudié, luego conseguí un trabajo como profesor. El 22 de julio de 2011 me hice ciudadano y, al momento de jurar lealtad a este país, pensé en sus mejores principios y personas. Ahora mis hijos también son ciudadanos y, aunque están orgullosos de su origen, no conocen otro hogar. Valentina es profesora de literatura inglesa (se propuso dominar y enseñar esa lengua que irrumpió en su vida cuando tenía siete años) y su bandera es la reivindicación de las minorías. Mateo se dispone a graduarse en Ciencias Políticas y su propósito es defender los derechos de los inmigrantes. Asumieron como algo natural la causa de los perseguidos, de los abusados, de los discriminados.
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Cada persona que ha buscado aquí refugio y oportunidades puede contar una historia de coraje, de dificultades superadas y de triunfos morales. Vivir aquí me ha permitido verme como hispanoamericano y descubrir que este país es una parte sustancial de Hispanoamérica. He podido también entender que los estadounidenses en general son gente buena, esforzada, respetuosa de sus tradiciones, y que, si a muchos les falta criterio y ni siquiera se reconocen como abusados, es porque los poderes económicos han querido que prosperen el desaliento y la ignorancia.
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Hace quince años soy profesor de la Universidad del Estado de Nueva York y cada vez soy más consciente de mi papel en este tiempo y lugar. En la primavera ofrecí un curso sobre Latinoamérica a treinta estudiantes, la mitad blancos de orígenes diversos y la otra mitad hispanos. Para muchos, fue la primera vez que alguien les hablaba de la responsabilidad de los Estados Unidos en atropellos e injusticias dentro y fuera de su territorio. Ante un grupo que habría preferido temas ligeros, expliqué que la política encuentra su fuerza en lo irracional. Que fue el miedo a perder una superioridad ficticia lo que llevó a multitudes manipuladas a apoyar al pobre diablo que ahora ocupa la presidencia: un aspirante a tirano con fisuras de carácter que lo hacen manipulable. Que este país hundido en sillones y adicciones, en miedos e intolerancias, se dirige a la ruina y la intrascendencia, y que sólo tendrá una esperanza de futuro en esos inmigrantes que ahora mismo rechaza.
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La otra alternativa no era ideal. Antes de las elecciones hablé con personas que, votando contra Hillary, creían oponerse a la complicidad del gobierno con bancos y corporaciones. Incapaz de contradecirlos, me limité a señalar lo moralmente impresentable que era su adversario. A una amiga que dejó de serlo le dije que tal vez ese desastre tuviera los efectos de las vacunas. Sigo pensando que puede ser así. Hay gente que despierta. Crece la consciencia de que, detrás de las imbecilidades del payaso, hay un complot para acabar con derechos, instituciones y libertades. Surgen hermosas militancias.
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Mi nieto decidió renunciar a gestos exagerados y prefirió nacer el 5 de julio, a las 2 de la mañana. Cuando lo tuve en mis brazos, mis ojos se humedecieron. Arrullaba el futuro de estas tierras. Cuesta imaginar que se termine la viejísima batalla entre el hombre y sus demonios. Es posible sentir en el ambiente las miradas hostiles, el envalentonamiento de los odios. Es seguro que habrá muertos y heridos y mucho sufrimiento. Pero con cada parto renace la esperanza de que por fin se entienda que nada justifica que se humille o que se mate a una persona, y que todo es de todos y nada es de nadie en este vasto mundo sin fronteras.
ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas
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