La identidad trágica
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La sospecha constante de los agentes migratorios en Estados Unidos u otro “país rico” lleva al periodista y novelista Horacio Castellanos Moya a reflexionar sobre su condición de salvadoreño
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POR HORACIO CASTELLANOS MOYA
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En las primeras páginas de Dark as the Grave where in my Friend is Laid, la novela póstuma de Malcom Lowry, el personaje central, Sigbjørn Wildnerness, viaja en avión rumbo a México. Su alcoholismo y su paranoia lo mantienen en un estado de extrema excitación nerviosa, de pavor ante la posibilidad de ser detenido por las autoridades migratorias mexicanas a su llegada al aeropuerto. Sigbjørn porta, claro está, un pasaporte británico y no tendría nada que temer si no fuese por su estado mental y quizá por sus pasadas andanzas en ese país.
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Leí esa novela de Lowry hace por lo menos tres décadas, pero el miedo de Sigbjørn ante la inminencia de llegar a un puesto migratorio sigue grabado en mi memoria más que el resto de la narración, por un hecho sencillo: he sido víctima de un miedo semejante a lo largo de mi vida adulta, el miedo a ser detenido por las autoridades migratorias del país al que llego. A diferencia de Sigbjørn, no lo padezco a causa de una paranoia alcohólica, sino por razones de otra índole, entre ellas que viajo con un pasaporte salvadoreño, sospechoso para muchas de las autoridades migratorias ante las que he tenido que pasar.
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No seré el único ciudadano de ese país que tiene numerosas anécdotas sobre la experiencia de ser visto con sospecha una vez que muestra su pasaporte al oficial migratorio, de ser interrogado con suspicacia y a veces separado de la fila para pasar una segunda pesquisa más minuciosa. Recuerdo con especial primor a un oficial holandés, en el aeropuerto Schiphol, que sellaba con rapidez el documento de los viajeros de distintas nacionalidades que estaban por delante de mí en la fila, pero que, cuando llegó mi turno, comenzó a revisar el pasaporte página por página, con suma lentitud, haciendo esfuerzos por descuadernarlo, luego sacó una pequeña y coqueta lupa que se acomodó en el ojo para revisar cada uno de los sellos –como si hubiese sido un joyero a punto de descubrir la falsedad del diamante–, enseguida llamó a un colega para hacerle comentarios sobre el pasaporte y, finalmente, me indicó que me hiciera a un lado y esperara en una salita una segunda revisión más a fondo, pese a que ya le había mostrado mi tarjeta de residente en los Estados Unidos y mi credencial de profesor universitario. Nada de eso importaba; el sólo hecho de mostrar un pasaporte salvadoreño me hacía sospechoso. ¿De qué?
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Comprendo que contar los miedos de un viajero privilegiado puede parecer una falta de tacto, una futilidad, cuando se pertenece a un país en el que decenas de miles de personas no sólo carecen de pasaporte, sino que cruzan las fronteras a pie, por rutas ilegales, jugándose la vida. Donde el viaje puede comenzar como una aventura épica, pero terminará –muchas de las veces– en lo dramático, si no en lo groseramente trágico. Desconozco las cifras exactas –si es que existen– sobre los miles de salvadoreños que han sido asesinados o desaparecidos en territorio mexicano o en las zonas desérticas de Estados Unidos en las últimas dos décadas, en su éxodo hacia este país, pero los testimonios sobre el tema son estremecedores.
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También comprendo que decenas de miles de salvadoreños tienen una experiencia diferente al cruzar un puesto migratorio, porque viajan con pasaporte estadounidense, canadiense, australiano o de otro país rico que despierta respeto por parte de la autoridad que lo recibe. Decenas de miles de personas agudas, inteligentes, quienes, en cuanto tuvieron la oportunidad, supieron separar lo importante de lo superfluo, asumieron la nacionalidad del país que los acogía y seguramente se dijeron que la identidad nacional –el sentido de pertenencia– no la proporciona un documento de viaje, sino un conjunto de valores, actitudes y formas de ver el mundo.
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En más de una ocasión me he preguntado qué piensa mi interlocutor –sea agente migratorio o no– cuando se entera de que soy salvadoreño, qué idea o imagen aparece en su mente.El tópico a partir del cual se percibe al salvadoreño es la violencia. Un pueblo que ha sufrido una violencia generalizada durante las últimas cuatro décadas. Y una violencia en su forma más extrema: el crimen cruel y hasta espantoso. ¿Quién ha ejercido esa violencia, de qué fuerzas destructivas ha sido víctima ese pueblo? Pues de sí mismo. Unos salvadoreños matando a otros salvadoreños en una carnicería larga y permanente, generación tras generación. Una población de víctimas y victimarios es el estereotipo dominante.
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Desde finales de los años setenta, El Salvador comenzó a ser conocido internacionalmente por las noticias sobre matanzas de campesinos, estudiantes y obreros a manos del ejército y sus grupos paramilitares; también por los secuestros y asesinatos por parte de la incipiente guerrilla izquierdista. Luego, en marzo de 1980, el asesinato del Arzobispo de San Salvador, monseñor Oscar Arnulfo Romero, remeció al mundo. Algo muy malo estaba sucediendo en ese país, algo tan malo que se convirtió en una guerra civil de diez años de duración, en la que murieron asesinados y desaparecieron decenas de miles de personas, y que forzó al exilio a un millón de salvadoreños. Hubo, sin embargo, una especie de final feliz, en el que las dos partes beligerantes, bajo la presión de sus respectivos patrocinadores (Estados Unidos y el bloque socialista) y la mediación de las Naciones Unidas, lograron un acuerdo de paz que llevó a la democracia. Eso sucedió en los primeros días de 1992. A partir de ahí, El Salvador dejó de ser noticia, casi desapareció del mapa noticioso internacional.
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Llama mi atención el hecho de que a la memoria de la guerra civil se le haya ido despojando de sus elementos épicos; se conservan intactos, en cambio, los grandes hechos trágicos. De las formas en que un sector mayoritario de la población salvadoreña se organizó, logró iniciar una guerra y mantenerla durante una década contra un ejército que había usurpado el poder político del país a sangre y fuego durante sesenta años con el apoyo de Estados Unidos, sólo quedan rastros en viejos testimonios y las investigaciones académicas. La inventiva de esa población, su astucia, su arrojo, su eficiencia, su coraje y su capacidad de sobrevivencia, parece que han dejado de ser parte de la memoria viva de la guerra. Poco se recuerda de esa época sino los crímenes –en especial contra los representantes religiosos, monseñor Romero y los seis sacerdotes jesuitas– y las masacres. No se conmemora la épica, el espíritu vivo y creativo frente a los retos de la vida, sino la tragedia.
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La explicación de este hecho puede ser sencilla: por un lado, la épica de la guerra ha palidecido en la memoria colectiva porque muchos de los que condujeron esa gesta son percibidos, ahora que dirigen el gobierno salvadoreño, como una casta de políticos ineficientes y corruptos; por otro lado, la necesidad de combatir la impunidad exige casos clave que puedan servir como ejemplos de impartición de justicia.
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Hablar de identidad nacional parece muy anticuado en el mundo globalizado en el que vivimos. Lo que ahora impera son identidades híbridas o líquidas –según el teórico que las defina–, o ni siquiera identidades, sino comunidades virtuales que cruzan transversalmente culturas y lenguas. Lo nacional habría dejado de tener sentido.
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Pero la realidad es necia. Las naciones se niegan a desaparecer y los conglomerados humanos que viven en ellas o proceden de ellas persisten en mantener vínculos de identidad, símbolos que le den asidero a su sentido de pertenencia.
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Y si la identidad de una nación está basada en buena parte en su memoria colectiva, no es descabellado referirse en el caso salvadoreño a una identidad trágica.
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La tragedia como hecho histórico colectivo está en la médula de la identidad salvadoreña. Si me remito a los últimos 40 años, la guerra civil fue una tragedia, los terremotos de 2001 fueron otra tragedia y la plaga de las pandillas o “maras” es la más actual y perversa de las tragedias. Cada una de ellas –ya sea política, telúrica o social– ha producido masivas corrientes migratorias, sobre todo hacia los Estados Unidos. Los relatos sobre este éxodo masivo han sido extensamente contados en innumerables reportajes y películas; su análisis también ha sido abordado en reportes sobre la violencia y la migración en El Salvador. Un informe del US Census Buraeu calculaba que 1.6 millones de salvadoreños vivían en Estados Unidos en 2013, antes de la masiva llegada de menores sin acompañantes en los años subsiguientes.
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Fue precisamente la tragedia de los terremotos de enero y febrero del año 2001, que destruyeron mucha de la infraestructura del país y agudizaron el éxodo migratorio hacia Estados Unidos, la que llevó a que la administración de George W. Bush concediera el Transitory Protection Status (TPS) a aquellos salvadoreños que habían ingresado ilegalmente a Estados Unidos.
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Ahora, diecisiete años después, la administración Trump ha decidido cancelar ese estatus a los 200 mil salvadoreños que estaban bajo su protección y procederá a deportarlos en el año 2019. Esta decisión marca el inicio de otra tragedia, no sólo para los que serán despojados de 20 años de su vida –gracias a su status legal fundaron familias, compraron casas, crearon empresas, pagaron impuestos y cotizaron al seguro social como cualquier inmigrante permanente– sino también para el país que tendrá que recibirlos, un país que se ha caracterizado precisamente por expulsar a su población, a la que nada ofrece sino miseria y violencia (276 personas salen cada día de forma ilegal con destino a Estados Unidos, según la Cancillería salvadoreña).
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Si el tópico con el que se ha asociado al salvadoreño durante las últimas cuatro décadas ha sido la violencia, la imagen dominante en estos nuevos tiempos es la del pandillero o marero. Según un reporte del International Crisis Group (“El Salvador’s Politics of Perpetual Violence”, 12/17/2017), existen alrededor de 60 mil pandilleros (un 1 por ciento de la población) con una base social de aproximadamente medio millón de personas (un 8 por ciento de la población) en todo el país. Resulta significativo que la percepción de una nacionalidad, la imagen internacional de un país, esté dominada de forma determinante por un porcentaje tan pequeño de sus habitantes. Claro que más significativo resulta que el Estado salvadoreño no haya encontrado políticas eficientes para contener ni reducir ese fenómeno de descomposición social durante dos décadas.
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No tengo duda de que quienes han tratado, en distintos ámbitos de la vida y en diversas latitudes, con el 99 por ciento de los salvadoreños que no son pandilleros, tienen una imagen de éstos que no coincide con la del criminal desalmado que encontramos en crónicas y reportajes. Pero, pese a ello, la figura del pandillero ha pasado a convertirse en la imagen dominante del salvadoreño a nivel internacional, una figura que es trágica en sí misma, tanto por sus orígenes –producto del abandono, o de la violencia familiar, o de la marginación y la falta de oportunidades, o de la represión, o de todas estas causas juntas– como por sus acciones –el crimen. El sentido de pertenencia a la pandilla lo otorga el asesinato, es la ceremonia iniciática con la que los jóvenes que conforman ese uno por ciento de la población ingresan a la “mara”, a esa comunidad delincuencial que sustituye a la familia, la escuela, la iglesia y las distintas instituciones del Estado.
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Cada asesinato constituye una tragedia para la víctima, su familia y quienes la rodean; cada asesinato genera una onda expansiva de dolor que corroe el tejido social. Y el relato de cada asesinato refleja las condiciones de violencia, marginación, abandono y pobreza de esa población. En cada ocasión en que veo un documental de un periodista que ha logrado meterse hasta la médula de las “maras” lo primero que llama mi atención es la precariedad de recursos, la extrema pobreza en la que viven los pandilleros. Si la violencia es el rostro duro de la identidad trágica; la miseria es la sangre que mantiene con vida a ese cuerpo.
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Leer la prensa salvadoreña puede resultar desconcertante. Las cifras sobre los asesinatos son frías, como todas las cifras. Pero el hecho de que en varias ocasiones El Salvador haya sido el país del mundo con la cantidad más alta de asesinados por cada cien mil habitantes en un año, se menciona con una emoción malsana, como si en el fondo estuviésemos orgullosos de ser el país con más asesinados del planeta, como si se estuviese en un torneo deportivo compitiendo con Honduras y otras naciones en las que el asesinato campea también a sus anchas, y el hecho de haberlas rebasado haya que pregonarlo haciendo tronar las campanas. Ser el país del mundo donde se valora menos la vida humana es parte de la identidad trágica; padecer élites que se jactan o lucran con ello sería grotesco.
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Pertenezco a una generación marcada por la guerra civil. He escrito una docena de novelas en las que de una u otra forma las tramas y los personajes tienen relación con ese evento que marcó mi vida y la de mis contemporáneos. Para las nuevas generaciones, sin embargo, aquella guerra es algo lejano: lo contemporáneo, lo actual, son las maras. Dos períodos muy distintos de violencia colectiva, pero similares en el sentido de que los miles de asesinatos y desapariciones forzadas, y también la migración masiva, han destruido la familia, la comunidad, el tejido de la sociedad; y también en que la conmoción causada en la comunidad por cada pérdida de una vida humana, impide ver cualidades como la capacidad de sobrevivencia, el humor, el talento organizativo, la solidaridad, el espíritu emprendedor, o el coraje, cualidades sin las que sería imposible tener una idea de la identidad salvadoreña.
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A veces he pensado que lo que me sucede cada vez que cruzo un puesto migratorio, el hecho de ser visto con sospecha por las autoridades, quizá se deba a la mueca trágica que se me instala en el rostro, y que esa mueca inconsciente no procede sólo de mi miedo individual, sino de una carga colectiva de terror que infectó el territorio donde crecí y me formé, una carga que con el paso de los años es cada vez más pesada. Padezco, pues, un estado de alteración psíquica y emocional como el de Sigbjørn Wilderness, el personaje de Lowry, no a causa de una intoxicación etílica sino por proceder de un país donde el miedo y la tragedia han sido desde hace mucho la vida cotidiana.
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Ilustración: Rosario Lucas
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