Estados Unidos: la xenofobia en la era desindustrial
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Para el escritor Ignacio M. Sánchez Prado, el declive de las economías rurales e industriales y el auge de la migración, consecuencias de las políticas neoliberales, son dos procesos de la historia actual que se deben considerar para entender el origen de la xenofobia en Estados Unidos
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POR IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO
El ser un ciudadano binacional Estados Unidos-México frecuentemente me coloca en la posición de explicar y traducir lo defendible y lo indefensible de un país a los amigos del otro. En estos días aciagos marcados por la presidencia de Trump, la intensificación de la xenofobia se ha vuelto un tema central, conforme aparecen cada día tweets del presidente amenazando a un país distinto, mientras la televisión muestra gradualmente la horrenda separación de familias como represalia por el cruce de la frontera sin documentos, o las redes sociales se llenan de ciudadanos blancos atacando latinos por hablar español o por usar una camiseta con la bandera de Puerto Rico. Trump, sin embargo, no ha creado nada nuevo, sino que ha hecho visible la confluencia de fenómenos históricos de larga duración —como el rol que el supremacismo blanco aún juega en la definición de quién es un “estadounidense auténtico”— con procesos más recientes, relacionados con las ansiedades socioeconómicas de la desindustrialización y el neoliberalismo.
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Estados Unidos es un país en el cual la inmigración y los extranjeros han jugado un rol crucial en la construcción de su poderío económico. El resultado es que se trata de un país que tiene algunas de las leyes de migración legal más generosas del mundo, aún cuando por momentos pueden resultar laberínticas. Como alguien que pasó por dos tipos distintos de visa, la residencia permanente y el proceso de naturalización, puedo atestiguar que para la mayoría de aquellos de nosotros que tenemos el privilegio de acceder a la vía legal, Estados Unidos puede ser un país inusualmente generoso. Estados Unidos tiene políticas como la lotería de diversidad, que otorga 10 mil residencias al año a personas de países considerados sub-representados en la demografía del país (que son todos menos trece), y tiene un sistema transparente de residencia y ciudadanía basado en la reunificación familiar. Aunque parece difícil creerlo en estos días, incluso ha habido amnistías a inmigrantes indocumentados, la más reciente de las cuales fue firmada nada menos que por el republicano Ronald Reagan. Tan sólo para poner dos ejemplos en contraste: aún cuando la segregación de familias y el encarcelamiento en prisiones privadas en Estados Unidos es terrible, la política norteamerican palidece ante las atroces experiencias de los inmigrantes centroamericanos frente al Instituto Nacional de Migración en México, mientras que el sistema de inmigración legal de Canadá, basado en puntos, ha sido rechazado en Estados Unidos, incluso por los republicanos, porque crea una meritocracia de la migración que resulta discriminatoria contra los migrantes pobres.
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Es cierto también que la xenofobia es un factor de esta generosidad: un país que recibe extranjeros al ritmo en que lo hace Estados Unidos sufre cambios culturales profundos en relativamente poco tiempo. Existen ciudades que han pasado de ser mayoritariamente blancas a ser dominadas por los inmigrantes en menos de una generación. En un país que fue fundado en la segregación y la esclavitud, y en el cual la separación racial era constitucional hasta los años sesenta del siglo XX, el flujo de migrantes de la era global es profundamente resentido por ciudadanos blancos que han sido adoctrinados por la idea de que la cultura estadounidense es esencialmente protestante, blanca y rural (“the real America” como solía decir Sarah Palin). La persistencia del Ku Klux Klan o la emergencia de neonazis que buscan convertir a los Estados Unidos en un etno-estado blanco son un factor de esto. Un ejemplo icónico es el pueblo de Hazleton, Pennsylvania, un viejo pueblo minero blanco que hoy en día tiene una población latina cercana del 40 por ciento. A inicios del siglo XXI, Hazleton pasó una serie de leyes penalizando a los inmigrantes indocumentados, pero que fueron utilizadas también para el acoso de los latinos en general, como una forma de contrarrestar el crecimiento de la población latina, al que se atribuía parte del declive económico de la región, así como una ola de crimen violento que asoló a la población. Dichas leyes fueron declaradas inconstitucionales a la larga y el crecimiento de la población latina continuó, alimentado sobre todo por empleos en el sector ganadero, donde la mano de obra inmigrante es central. Gracias a este flujo, la ciudad ha experimentado crecimiento económico alimentado por los pequeños negocios abiertos por los inmigrantes, que han alimentado la base fiscal de la ciudad. Sin embargo la división política persiste: mientras los medios y políticos liberales celebran esta migración, sus contrapartes conservadoras continúan reportando con alarma los cambios culturales y el uso de servicios sociales de la ola de inmigrantes.
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El microcosmos de Hazleton, que ha sido cubierto por medios nacionales por más de una década, se ha nacionalizado, con forme la xenofobia ha gozado de una nueva visibilidad con Trump. Sin embargo Hazleton demuestra que estos debates no son nuevos y que Trump no es una causa, sino una consecuencia. Los orígenes de la xenofobia actual se encuentran en la coincidencia histórica de dos procesos que coincidieron en el mismo periodo: el fuerte declive de las economías rurales e industriales y el auge de la migración. En algunos casos la correlación es directa, pero no en el sentido en el que muchos estadounidenses lo interpretan. Es claro, por ejemplo, que la ola de inmigrantes mexicanos de los años noventa resultó de los mismos procesos de neoliberalización encarnados por el TLC que generó el outsourcing de trabajos industriales del Midwest hacia el cinturón fronterizo de maquiladoras. Sin embargo, en la narrativa seguida por muchos estadounidenses, la correlación es más directa: los trabajos que ellos gozaban hace dos generaciones han sido, en su percepción “robados” por inmigrantes dispuestos a trabajar en condiciones precarias. No hay espacio aquí para refutar este malentendido (algo que ha hecho ya Aviva Chomsky en su libro They Take Our Jobs! And 20 Other Myths on Immigration), pero esta creencia llega a grados tan ridículos que existen leyendas urbanas que afirman que todos los inmigrantes indocumentados reciben dinero al entrar al país o se benefician de servicios gratuitos de salud que no son accesibles a los ciudadanos. La xenofobia contemporánea, la que sustenta a Trump en el poder, no es necesariamente la de los neonazis, que constituyen un grupo menor en los Estados Unidos, sino la de aquella población blanca que solía constituir una sólida clase media pero cuya precarización (cuya percepción de la amenaza de precarización) inflama la xenofobia actual. Los dos objetos centrales de la xenofobia reflejan esta cuestión: los inmigrantes latinos son identificados con el robo de empleos y la injusticia de obtener beneficios a pesar de no seguir la ley, y los chinos, aparte de la sinofobia histórica y la ansiedad sobre los empleos, son también blanco de los resentimientos contra China como país que se beneficia de la desindustrialización estadounidense.
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Los lugares donde el supremacismo blanco ha florecido se encuentran en dos geografías particulares. La primera ha ocupado gran atención de la prensa y tiene que ver con la clase media blanca de zonas desindustrializadas y rurales. Desde conservadores como J. D. Vance en Hillbilly Elegy hasta liberales como Anthony Bourdain en sus episodios sobre West Virginia y los Ozarks, queda claro que existe un sentido de la degradación de la experiencia de los blancos pobres en los Estados Unidos que hoy por hoy viven en comunidades arrasadas económicamente, con desempleo crónico ante el cierre de industrias históricas, devastadas por factores de la degradación social como la epidemia de opioides y fuertemente cooptadas por ideologías de ultraderecha promovidas por la radio (un medio gratuito lleno de voces radicales como Rush Limbaugh y Sean Hannity y varios peores), las burbujas ideológicas de los medios sociales y varias iglesias de corte evangélico. En su brillante libro sobre la transformación de Kansas de estado con fuerte raigambre socialista hacia el conservadurismo actual, Thomas Frank demuestra que esta derechización tiene que ver también con la enorme incapacidad del Partido Demócrata de responder a esta crisis económica con políticas serias, debido a la alianza de dicho partido con las políticas neoliberales (un factor que ahora comienza a revertirse con el auge de figuras como Bernie Sanders, pero que sin duda costó la elección a Hillary Clinton en estados clave como Michigan y Pennsylvania). En los términos que me ocupan, es importante recordar que muchas de las políticas xenófobas son bipartidistas: durante la administración de Obama, por ejemplo, se deportó a un ritmo similar al de la administración de Trump (aunque es cierto que en el caso de Trump la categoría de deportable se ha ampliado), y que la crisis de migrantes centroamericanos, aparte de resultar en parte de políticas demócratas como el apoyo al golpe de estado en Honduras, tuvo un momento crucial cuando Hillary Clinton, como secretaria de estado, rechazó admitir niños migrantes como refugiados, dando pie a las políticas de criminalización del gobierno actual. En la medida en que demócratas y republicanos favorecen variantes de las políticas neoliberales que han devastado a las clases medias estadounidenses, la xenofobia es un discurso conveniente que, al crear un chivo expiatorio en la migración y las supuestas ventajas comerciales de México o China, permiten a la clase política distraer a sus votantes para que no se enfoquen en las consecuencias estructurales de un gobierno que indiscutiblemente ha favorecido a los intereses comerciales y financieros por décadas.
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Hay que agregar a esto que muchos críticos de la idea de la “clase media blanca”, sobre todo en referencia a Vance, han observado que poner la culpa solamente en la situación de los blancos pobres es incorrecto y que una parte sustancial de la base de Trump está en los suburbios blancos adinerados. Ellos apuntan correctamente al hecho de que la clase trabajadora actual en Estados Unidos es multirracial y corresponde sobre todo al sector de servicios, pero esto no quiere decir que la fantasía nostálgica de la era industrial sea falsa. Los aranceles que Trump ha puesto a las industrias acereras tienen como objetivo favorecer la reapertura de industrias que han sido clausuradas por la globalización. Sin embargo, es cierto que en los suburbios adinerados donde viven las clases profesionales y corporativas, los votantes son sólidamente republicanos y favorecen siempre a dicho partido en nombre de los recortes de impuestos, las nominaciones de conservadores radicales al poder judicial federal y las políticas conservadoras en contra de la repartición del ingreso. Estos votantes, de alto nivel educativo y económico, toleran la intolerancia de Trump porque éste favorece sin cortapisas la agenda socioeconómica que el partido republicano ha desarrollado desde la presidencia de Reagan. Es cierto también que la xenofobia de estas clases altas está atadas a formas de representación de los inmigrantes y las minorías raciales identificadas con la criminalización. Autores como Lisa McGirr han rastreado la historia de la suburbanización al miedo y el racismo blancos, mientras que estudios recientes como el libro In Lady Liberty’s Shadow de Robyn Magalit Rodríguez muestran de manera palpable que las más fuertes leyes xenofóbicas y anti-inmigrantes en estados desindustrializados como Nueva Jersey se predican sobre la idea de que los beneficios sociales de la clase media alta norteamericana pertenecen exclusivamente a los blancos, y que la inmigración masiva constituye un peligro para dichos privilegios.
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La conclusión de estas breves reflexiones es que la xenofobia actual debe entenderse no solamente como una cuestión de racismo, sino que es un reflejo de ansiedades económicas y sociales que, ante los procesos neoliberales y la experiencia de desindustrialización, utilizan al racismo y a la xenofobia como lenguaje ante la falta de ideas políticas que den cuenta de la precarización económica desde otros ángulos. Es esto por lo que las recetas del multiculturalismo y la política de la identidad no han logrado desterrar estas actitudes: la parte estructurante que el racismo y el clasismo juegan a nivel económico es ignorada cuando se trata al racismo sólo como un problema de reconocimiento. Y hay que decir que fenómenos similares dan cuenta del auge de los neofascismos europeos, donde décadas de políticas de neoliberalización y austeridad y el desmontaje del estado de bienestar son atribuidos por las derechas al exceso de inmigrantes y refugiados. En la medida en que México y Estados Unidos son dos países con fuertes lazos migratorios y económicos, y en la medida en que la xenofobia tiene consecuencias humanas y desastrosas, la comprensión de sus causas profundas y no sólo de sus estridencias superficiales es esencial para el desarrollo de ambos países.
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Ilustración: Rosario Lucas