¿Quién es el landlord?

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Poco después de llegar a Nueva York, la escritora Nadia Villafuerte descifró los mecanismos de la segregación que desembocan en el odio: las justificaciones jurídicas, el lenguaje corporal o físico que crean una especie de estatuto de superioridad de unos ciudadanos sobre otros

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POR NADIA VILLAFUERTE
En 2013 viví en la zona más conservadora de Nueva York, Staten Island. Me recibió el landlord italoamericano (así le dices a quien te renta un lugar) y una roommate colombiana. Me sorprendió el término (landlord: el señor de la tierra) y la advertencia de ella, quien tomaba el tren para evitar la ruta del bus sobre el primer cuadro pues “su problema no eran los mexicanos sino los negros”. Durante la primera semana, perdida en la parte profunda de la isla, en ese barrio donde caminar no era la norma, un hombre se detuvo para ofrecerme un aventón. “Te pasó porque te vieron cara de latina, así que cuídate. De los negros y de los blancos”, advirtió mi roommate, asumiendo muy rápido los riesgos de su apariencia pero también los prejuicios hacia otros de quienes no conocía siquiera sus batallas: signos puestos de circulación como ocurre en toda zona de contacto; prejuicios y miedos falsos como una primera frontera antiguamente heredada, porque la historia comprueba que en todo encuentro ciertos cuerpos ya se viven como más detestables que otros sin que sepamos por qué.

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Una no puede evitar sentir que esto se ha gestado desde hace mucho y que el desprecio hacia el otro, legitimado por el discurso de Trump, sólo tomó por sorpresa a unos cuantos: aquellos que desconocíamos la historia del nativismo reaccionario, o quienes dejaron de advertir la realidad de los migrantes en las cocinas de sus grandes urbes y el resentimiento silencioso del sector rural pauperizado por la desindustrialización. El problema era sistémico, ya había sido articulado como argumento intelectual (con Samuel Huntington y su idea de que los migrantes hispanos eran una amenaza a la cultura dominante, angloprotestante y blanca), se legitimó durante un largo periodo, y vino a recrudecerse en un entorno económicamente minado.

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Percibí las ansiedades de la urbe incluso en el sentido comunitario del espacio, en la que cada cultura se enfanga en su respectivo perímetro y disimula la existencia del gueto bajo el mecanismo de tolerarse a distancia: allá estaba el Sunset Park de mexicanos que en cinco años jamás habían cruzado el puente de Brooklyn y no conocían Manhattan, de este lado la calle de Broadway que separaba los limpios edificios de los judíos del bloque desleído de los colombianos en Inwood. ¿Pero a mí por qué habrían de parecerme inéditos los patrones de exclusión si llegaba de Chiapas? En México no admitimos el racismo ni la xenofobia, ya porque el nacionalismo mexicano se siente orgulloso de un mestizaje que en su aspecto más perverso ha desarmado de forma sistemática la presencia indígena para disimular las condiciones de violencia a la cual ésta sigue siendo sometida, o porque la discriminación cotidiana la disfrazamos de clasismo y la normalizamos en el lenguaje o en la mayoría de nuestras interacciones.

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En Estados Unidos las tensiones raciales se encaran a fuerza del espacio. En su libro Citizen: An American Lyric, Claudia Rankine se hace una pregunta para responder a situaciones en las cuales los ciudadanos hegemónicos de este país, a través del lenguaje corporal o verbal, expresan la diferencia entre ser ciudadanos de primera, segunda o tercera, según el color de piel: “¿Quién puede tener un estado de ciudadanía?”. Rankine nos confronta con el racismo que se interioriza. En un poema, la escena es esta: hay una mujer parada en el tren que nos hace pensar que no hay asientos libres. Sí los hay: el espacio está al lado de un hombre. Un hombre como una pausa en una conversación. “Pasas rápido por encima del miedo de la mujer, un miedo que comparte con el resto. Dejas que se lo quede. El hombre no se da por enterado porque el hombre sabe mucho más del sitio vacío que tú. Para él, imaginas, es como respirar, no le sorprende; se ha visto empujado a pensar tanto en ello que no lo llamarías pensamiento”. A donde va él, va el espacio, dice el poema. Quien observa la escena, esa segunda persona que interpela al lector con un “tú”, se imagina que, de hablar con el hombre, éste le diría: “No pasa nada, no tienes que sentarte ahí”. Pero se sienta a su lado y el tren atraviesa un túnel y la oscuridad le permite entonces mirarlo. Se pregunta si acaso él notará que por fin lo mira. Sospecha que sí. Se pregunta qué significado tiene la sospecha en este caso. En algún momento la ropa de ambos se roza. Cree estar reparando algo de lo que hizo esa mujer que prefirió ir parada en vez de sentarse junto al hombre. Pero, ¿qué ha hecho exactamente la mujer? ¿Y qué hace esa segunda voz haciendo una conjetura? “Tratas de borrar el pensamiento, tal vez demasiado tarde”.

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Este fragmento es semejante a ese otro donde aparece el mismo asiento vacío, ahora ocupado por Audre Lorde cuando es una niña y su madre ha descubierto un asiento en el tren y le ha dicho a su hija que lo tome. Una mujer al lado suyo tuerce la boca, jala su abrigo. Audre no identifica la cosa terrible que la mujer está viendo en la línea invisible que las separa: tal vez una cucaracha, piensa la niña. Cuando Lorde levanta la vista todavía se encuentra con la mujer, los agujeros de la nariz y sus ojos enormes, y de repente se da cuenta de que no hay una cucaracha en la frontera entre ambas: es a la niña a quien rechaza. Ella ni siquiera sabe qué ha hecho, o por qué pasa algo que apenas comprende y nunca va a olvidar: aquellos ojos, las fosas dilatadas, el odio. Si Rankine y Lorde ponen en escena la cuestión racial en medio de ruidos, resonancias, silencios que nombran, es porque comparten la experiencia de vivir el mismo país desde donde ambas, mujeres negras, lo denuncian: una en 1984, la otra en 2014. El mismo que se vio sacudido por un discurso donde miedo y odio volvieron a perturbar el entorno.

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En 2016 la retórica discriminatoria de un candidato a la presidencia materializó un problema en la figura del migrante para ofrecer una promesa: la de “recuperar un esplendor” socavado por la globalización y el modelo neoliberal. Como en administraciones anteriores (Bush, Clinton, Obama) el muro avanzó lento pero seguro, como se votó por la restricción y exención de visados y lo mismo por la detención sin juicio a sospechosos de “terrorismo” provenientes de países atacados a ritmo de bombas por hora, como se usó el voto latino de propaganda pero se toleró la precarización laboral y se disimuló la invisibilización de migrantes o se valieron de la práctica del arresto y la liberación o los deportaron igual, vino el desborde: un momento que sintetiza un largo proceso en el cual los migrantes han pasado de ser carga social y económica que abusa de los servicios sociales, a amenaza para la seguridad nacional, a riesgo para la cultura y las tradiciones del país, a un peligro directo a los ciudadanos al ser acusados como “criminales, violadores y traficantes”. Odio y miedo se potenciaron. Mientras otros fueron canallas pero elocuentes, Trump dijo “mano dura”, dijo “frontera” contra el enemigo y abrió la posibilidad de nombrar en voz alta lo que quizá se expresaba de forma soterrada, trasgrediendo los límites mismos de lo que cabía ser dicho y comprendido.

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Si bien es necesario entender el contexto en el que un problema sistémico hizo resurgir odio y miedo, el asunto es, además, una cuestión de lenguaje. La violencia del lenguaje es la exclusión de lo decible, su sentido límite. En el límite de la xenofobia importa el eco, la reacción, la amenaza, el insulto (del latín insultare): saltar contra otro, asaltarlo. ¿Cómo este “tener la mano dura” se convirtió en un atributo nacional? ¿En qué momento los migrantes mexicanos pasaron de ser los trabajadores baratos del país para transformarse en los “extraños”, en los “irregulares”? ¿Por qué hay quien ha podido habitar esas palabras en las que los “otros” atentan con llevarse lo que “tú” tienes como sujeto legítimo de la nación? ¿En que parte de la historia ese “tú” persuadió a quienes se sintieron apelados a identificarse con un concepto tan abstracto como el de “proteger a la nación dañada”? ¿Dónde las fronteras y las defensas de un país se volvieron como una piel susceptible de ser afectada por la proximidad del otro? ¿Por qué alguien amenazó con un: “No seremos blandos, ¿o sí? e impuso la “tolerancia cero”? La mano blanda asociada a lo femenino, así lo sugiere Sara Ahmed: lo opuesto de la mano rígida. Una perspectiva no muy distinta, por cierto, a la de la élite política mexicana. Una para nada diferente a esa vara patriarcal (colonialismo en su versión neoliberal, capitalismo, expansionismo, belicismo) que dirige al mundo y hoy exhibe su crisis.

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En el argumento del odio y el miedo (y en consecuencia de la paranoia), la exigencia ha sido cerrase y encerrarse dentro de un país multicultural convulso en el que las ansiedades raciales siguen irresueltas: son parte de la estructura del sistema. Y en el asunto está implicado el lenguaje porque el uso de las opuestos “blandura” versus “dureza”, “apertura” versus “frontera” crearon la imagen en la cual un cuerpo nacional blando no es sino un “cuerpo feminizado y racializado al que una hermandad masculina blanca debe defender de la penetración de los otros, ahí donde la presencia de éstos se imagina como una amenaza al objeto de amor (el país) y en la que impera esa fantasía según la cual el sujeto blanco ha sido el fundador de esa tierra”.

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La crisis migratoria de estos últimos meses resume el complicado estatuto en el cual es responsable el modelo económico, pero también este relato fundacional en el que se considera a unos más ciudadanos que otros. Y este es un afecto producido por la historia: los cuerpos ya sabían que había “algo a temer” o que eran temidos porque odio y miedo son relatos anteriores de contacto. Miedo y odio no están en los cuerpos: no son no tanto emociones sino prácticas sociales que se materializan a través de la repetición de las normas. Odio y miedo (vuelvo a repetir con Ahmed) son económicos y se deslizan y reabren asociaciones pasadas. Depositados en cuerpos específicos (los migrantes en este caso), justifican la repetición de la violencia bajo el pretexto de proteger al país. Pero, miedo y odio, ¿no son acaso una proyección? ¿No busca, aquel que odia, echarle mano dura, mano física al otro, tocarlo aun cuando quiere destruirlo, como lo sugiere Borch-Jacobsen? ¿No es la aversión y el miedo al otro un espejismo porque el extranjero nunca toca la puerta sino que está dentro de ti: el inesperado no viene de fuera pues siempre está adentro? “Como no entiendo quién soy, sólo sé lo que no soy”: el corolario de esta incertidumbre es el miedo y el odio. Por algo odio y miedo son una forma de vínculo que devuelven al sujeto hacia sí mismo.

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Las otras preguntan son: ¿en qué momento del relato dejó de ser importante el rechazo, la expulsión o la muerte del migrante y se convirtió en legítimo proteger al verdadero criminal, quien se asume como víctima, aquel cuya propiedad y bienestar está en riesgo? ¿A cuenta de qué aquellos que han estado en un largo periodo de decadencia económica se sintieron desplazados por grupos sociales hasta hace poco en situaciones inferiores pero en todo caso jodidos igual que ellos? ¿Dónde empezó a esparcirse el maltrato y desprecio entre los mismos latinoamericanos? ¿Cuándo dejó de entenderse que estas afrentas no son sino experiencias impuestas por una dinámica de imperio-colonia de las cuales ha derivado la estructura precarizada que enfrentamos a nivel global?

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Hay un clima incierto y a la vez definitivo en el modo de vivir de acá en estos días, cuando los hechos y el lenguaje golpean. En el ámbito de los hechos, por ejemplo, está la bruma de una estructura jurídica que se pensaba eficiente y sin embargo ha resultado frágil al no estar preparada para la “tolerancia cero”: los casos de niñas que ni siquiera saben el apellido de las madres detenidas, aun si estas llevan dos décadas sirviendo al país que ahora les pone un grillete electrónico en el pie. En el ámbito del lenguaje, que alguien pase a ser “criminal” por su estatuto migratorio en un régimen donde se favorece a cierto tipo de identidad, clase y raza, permitiendo con ello que odio y miedo se deslicen entre signos y que se recurra a las mismas estrategias: vamos a criminalizarte, pero tenemos primero que justificarlo por medio de la ley para hacerlo aceptable.

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El problema no termina con los sujetos separados, deportados y estigmatizados, ahora que son los migrantes quienes se ajustan a la descripción (y siempre habrá un sujeto que encarne la descripción, como dice en uno de sus poemas Rankine). El problema tampoco termina en el discurso de odio y miedo, que al menos en su desprestigio otorga a quien lo experimenta y lo atestigua algún grado de conciencia: el insulto y la amenaza como generadores de acción (quizá el lenguaje necesitaba irrumpir violento para expresar los múltiples desacuerdos sociales propios de las anomalías del modelo económico; monstruoso para instarnos a escuchar lo que no habíamos querido). El asunto es por qué unos cuerpos y no otros se convierten en objetos de odio y miedo. El asunto sigue estando en un sistema que edifica todo tipo de asimetrías sobre esta “verdad” estructural, una que decide quiénes son los que deben considerarse “extraños”, “criminales” o estar “fuera de lugar”.

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Ilustración: Rosario Lucas

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