Yo vi los dos goles famosos de Maradona
POR HÉCTOR MANJARREZ
Para Bere
Estadio Azteca, 22 de junio de 1986. Unos sesenta argentinos y argentinas, ni bonitos ni feos, ni altos ni gordos, ni jóvenes ni viejos, están sentados en bloque. Todos llegaron a México y al estadio en grupo y todos visten camisetas albicelestes, como si fueran escolares. Eso llama la atención: la uniformización de las hinchadas es un rasgo novedoso, inquietante. Salvo los más fanáticos, la gente todavía acude a los estadios con la camiseta o camisa o suéter o chamarra que se le antoja. Y los que se pintan la cara con los colores de su equipo aún son vistos como salvajes o, por lo menos, como gente de mal gusto.
Pero ahí están con sus camisetas, muy monos y decentes, esos sesenta argentinos de clase media que, por su acento y modales, denotan a las claras que no son porteños. Se trata de provincianos que volaron desde su ciudad no famosa hasta México a apoyar a Dieguito Maradona, Príncipe de los Cabecitas Negras, y a los suyos. Cada seis minutos, más o menos, Los Sesenta corean: “¡Argen-tina, Argen-tina, Argen-tina!”. Y después proclaman: “¡Las Malvinas son argentinas!”.
Cómo pueden ser argentinas unas islas donde los únicos argentinos que han muerto allí —de frío y de miedo y de bala— han sido unos jovencísimos soldados invasores, casi niños, es una pregunta que sólo nos hacemos los que no somos argentinos. Misterios del patrioterismo. En todo caso, las camisetas de Los Sesenta ostentan en la espalda, para todo el que sepa leer, la leyenda: “Las Malvinas son argentinas”. Como para preguntarse si los mexicanos deberíamos deambular con el mensaje: “Todo el sudoeste de Estados Unidos es mexicano”. (Un amigo coreano, que estaba increíblemente borracho, una noche en Guadalajara me dijo profundamente emocionado: “¡Un día Corea recuperará Manchuria y México los territorios perdidos!”…)
Mi hija Berenice y yo estamos sentados unos pocos metros atrás de Los Patrióticos Sesenta y le vamos a Inglaterra, porque ella nació en Londres hace casi 16 años y yo viví allá un buen rato. No por ello coreamos “The Falklands are British!”. Por lo demás, tenemos más amigos argentinos que ingleses.
Nuestros asientos están situados atrás y a la derecha de una de las porterías. No son muy buenos asientos, pero tampoco muy malos. Durante el primer tiempo, hemos atestiguado el fracaso de Gary Lineker y sus secuaces por horadar, como dicen los cronistas cursis, la meta argentina. El partido no ha tenido grandes emociones. Nuestra ubicación compensa sus desventajas con el espectáculo folclórico. Los Sesenta divierten de una manera moderada al personal, que a ratos les dedica una rechifla también moderada, a la que Los Sesenta responden con una patriótica repetición de sus consignas malvinianas, a la que la gente ya no se molesta en contestar. Prefieren hacer la súbitamente famosa Mexican Wave: esa Ola que los regiomontanos copiaron de los estadios del sur de Estados Unidos.
El otro showcito folclórico nos lo proporciona menos de una veintena de punks ingleses —de los cuales cuatro o cinco son mujeres— que festejan con gran bullicio su ebriedad, vulgaridad, fealdad y patriotismo mofándose de Los Sesenta. El viejo clásico: ¡Gruexos contra Fresas! Cada vez que los argentinos proclaman la argentinidad de las islas Malvinas, los beodos ponketos —pintarrajeados como siux y con cortes de pelo iroqueses y piel muy blanca o muy rosada— se encrespan y gritan: “Fuck ya, Argentinians, fuck ya, fuck ya!” y una o dos variantes. ¡Cuánto encono y desprecio por un enemigo ya vapuleado en el campo de batalla!
Los Sesenta (sensatos como son) los ignoran.
Los Punks se emborrachan y se enojan cada vez más.
Una mujer policía les pide atentamente que le bajen al volumen de su chovinismo delirante.
Se quedan desconcertados por unos dos o tres minutos, luego se enfurecen consigo mismos y vociferan aún más fuerte y gesticulan con más ganas. ¡Son un verdadero condensado de odio y cretinismo!
El estadio está lleno y, la verdad, no parece inclinarse por ningún equipo. En efecto, es difícil imaginar que a un mexicano lo mueva una gran simpatía por los ingleses o por los argentinos. Los ingleses ya no tienen figuras queridas como Charlton o Banks, Maradona es 98% insufrible. De modo que el estadio es neutral, más interesado por el futbol que por el resultado. Eso es agradable: hay aplausos para ambos equipos cuando los merecen. En principio, de eso se trata el deporte, ¿no?
¿Empatarán los viejos enemigos? Cuando Inglaterra fue campeona por única vez, en su propio territorio, en 1966, su entrenador tildó de “Animals!” a los argentinos por su rudeza, olvidando que Nobby Stiles merecía el laurel como el jugador más cerdo de la Copa. Pero el clima histérico de los medios ingleses condenó a los Argies, que se quedaron con el mote zoológico. Hoy, en el Estadio Azteca, los “Animals!” en definitiva son Los Punks.
Me vuelvo a mirarlos de tarde en tarde —cuidando de no hacer contacto visual con ninguno de esos machos fúricos— y los recuerdo a principio de los setenta, cuando empezaron a escaparse de sus barrios del sur de Londres y se dedicaban al Paki-bashing, es decir, a propinar una golpiza a cuanto pakistaní (o indio) se encontraran. Desde luego, ya llevaban años de fama como destructores de los llamados Football Trains en los que se desplazaban para asistir a los partidos de sus equipos fuera de Londres. Si perdían, para desahogarse despellejaban los asientos y arrancaban las puertas, que en esos trenes eran una por cada fila de cuatro asientos. Luego empezaron a hacerlo también si ganaban, para desfogar su júbilo.
Conozco bien sus miradas estúpidas y llenas de odio racista; las he temido y detestado. Los Punks son los peldaños neandertales más bajos de la supuesta raza superior. Son ignorantes y detestan a los que estudian. Son pobres, pero nunca atacan a los ricos.
Hasta ahora, Los Sesenta argentinos y los muchos cientos de mexicanos hemos ignorado a Los Punks. Los hemos desdeñado y por ello tolerado. Quizá los hemos alentado sin querer. Ahora comienzan a hastiarnos. Por lo demás, el incansable ritornello de “¡Las Malvinas son argentinas!” ya tiene hartos a muchos, con su monótona ñoñez. ¿Por qué no se callan, unos y otros? ¿Por qué abusan de nuestra hospitalidad?
Los Punks se tornan más grotescos conforme más le tupen a las cervezas y más ineficaz es el ataque de Gary Lineker y sus huestes. Mi hija y yo nos miramos con congoja ante lo repetitivo de la ofensiva inglesa: correr por la banda a toda velocidad y enviar un centro al área, correr por la banda y enviar un centro al área, correr por la banda… En definitiva, los ingleses sólo pueden ganar la Copa en su propio país y con cierta connivencia de la FIFA. Fuera de su isla, no suponen ningún peligro.
Cada vez me doy más cuenta de que desear la victoria de los ingleses sólo puede deberse a un atavismo —esto es, a una identificación simplista e irracional— y no a una admiración objetiva y racional de sus méritos. Si de virtudes futbolísticas se trata, Argentina es mejor que Inglaterra, lo mismo en lo individual que como conjunto. ¿Por qué apoyar a Inglaterra, entonces? ¿Porque naciste en Londres (caso de mi hija), aun si no tienes derecho a la nacionalidad por cuestiones del jus soli? ¿Porque yo viví mi primera juventud allá?
Esos no son motivos suficientes para desear la victoria de un equipo que no sobresale más que por su repetitividad. Por el bien del torneo, conviene el triunfo de los productores de carne de Sudamérica y la derrota de los beefeaters de la isla británica. Sí, con cada momento que pasa más me inclino por decretar la muerte súbita de los tediosos ingleses. Out with them! No nos complacen, no nos satisfacen, ¡sacrifíquenlos!
Y de paso nos libraremos —para el resto de los juegos de la Copa— de estos rubicundos retrasados mentales que ponen en vergüenza al país de los Beatles.
Ahora bien, si he de ser sincero, aún no me convenzo. Todavía, en el fondo de mi corazoncito, deseo que gane Inglaterra, aunque claro que siempre y cuando lo merezca, me repito en silencio. También argumento que un chilango se parece mucho más a un londinense (autoirónico, fatalista) que a un porteño (porfiado, melodramático)… Pero es un argumento irracional. Lo que importa es quién juega mejor, ¿no?
De pronto, Los Punks empiezan a sentirse más frustrados, o más briagos, o más heroicos. Ya no sólo vituperan a Los Sesenta patriotas ñoños, sino a todo el público a su alrededor.
— Fuck ya Latin Americans! Fuck ya! Fuck ya Latin Americans! Fuck ya! Fuck ya!
La espuma en los labios de los Punks no es de cerveza, es de rabia, de hidrofobia, de odio agitado y batido dentro del alma.
Su país ha hecho de ellos unos pobres diablos, pero ellos están dispuestos a insultar y vituperar y provocar una última batalla, una especie de Carga de la Brigada Ligera en el Estadio Azteca. Si mueren, ¡lo habrán hecho por Inglaterra y enfrentados a los odiosos Latinoamericanos! Punks die for England in tragic battle against vastly superior forces!, podrán decir los horrorosos tabloides londinenses mañana. ¿Es eso lo que tienen en mente: morir en trágico combate ante fuerzas muy superiores?
¿O no tienen nada absolutamente en la mente o su equivalente?
La gente empieza a mentarles la madre y a chiflarles, pero todavía tratándolos como payasos, como bufones borrachos, como muchachos pendejos. Nadie recoge el guante. El partido es lo que importa, no estos Demonios de Tasmania desatados.
Las Boadiceas no creen que sea el momento de calmar a sus mandriles. Ellas también nos odian:
—Fuck ya, Latin Americans! Fuck ya, fuck ya, fuck ya!
En esta cacofonía del odio, de pronto Maradona corre a todo lo que da y recibe un centro por alto en el área inglesa y ¡cae el primer gol, precisamente en “nuestro” arco!
Nadie entiende cómo fue.
—¿Lo metió con la cabeza?
—¿Con la mano?
—Yo creo que fue con el hombro. El hombro derecho.
—Fue autogol de Peter Shilton, al querer despejar de puño se le fue para atrás.
El hecho es que Argentina ha metido el primer gol y tiene todos los ánimos para eliminar a los ingleses.
Nuestros Punks están inconsolables, pero la gente no está de humor para humillarlos. Sólo un borrachito cantinflesco, casi en andrajos —uno se pregunta cómo se coló al estadio— se acerca con el expreso propósito de pitorrearse del cubil de Demonios de Tasmania melancolizados. Para que le entiendan, les habla en inglés:
—Ha ha ha ha ha ha ha ha.
Antes de que le corten el cuello como piratas ingleses, tres policías aparecen del cielo y lo rescatan, esto es, se lo llevan agarrado por las pantorrillas y las muñecas y el cinturón, arrestado, me imagino, por perturbar el orden público.
Ahora sí, el partido está lleno de emociones y por ello no tenemos tiempo ni ganas de ocuparnos de los pequeños espectáculos folclóricos.
De pronto, el pernicorto Maradona (que es otro Demonio de Tasmania, pero con talento) desde el medio campo arranca a correr o trotar en dirección a nosotros, es decir al arco, pelota al pie como quien dice pelota en mano. Una sensación inenarrable de momento mágico se apodera de nuestra parte del estadio, y quizá del estadio todo. Trazando una diagonal y burlando a un inglés tras otro como si los embrujara con su cabellera negra, El Diego se encamina hacia nosotros cada vez más de frente.
Es imposible que consiga burlarlos a todos, pero también es obvio que va a lograrlo. Todos estamos con él, lo apoyamos, menos Los Punks y algunos otros, que por lo demás están tan silenciosos como el resto de las 90 mil y tantas personas presentes. Dios no es brasileño sino argentino en estos momentos y ciega o paraliza a los pobres ingleses (que inventaron el fut sólo para padecer amarguras) y conduce a Maradona hacia el Arco, como Palas Atenea guiaba a Aquiles en sus grandes triunfos.
Ya sólo falta Peter Shilton, y Peter Shilton es batido también.
No sé si se oye un alarido en el estadio, o un enormísimo silencio.
Bere y yo concedemos la victoria en nuestro fuero interno y hasta compartimos el alborozo que ahora expresan no sólo Los Sesenta sino muchos de los demás. Un gol así no se ve todos los días, chapeau!
Los ingleses atacan una y otra vez, una y otra vez, corriendo por la banda, centrando al área, buscando a Gary Lineker, que por fin convierte un tanto que acabará granjeándole el campeonato de goleo.
Los Punks se entusiasman y hacen gala de lo que supongo se llama espíritu guerrero:
—Fuck ya, ye fuckin’ Latin Americans! Fuck ya!
Realmente son irreductibles. ¿Qué los anima? ¿El espíritu de Dunquerque ante la inminente derrota? ¿El recuerdo de Churchill en los momentos más aciagos de Inglaterra en 1942? ¿O ni siquiera sabrían de qué hablo y lo suyo sólo son ganas de odiar y pelear?
Le digo a mi hija:
—Antes de que pite el árbitro nos pelamos por el pasillo de la derecha, ¿sale?
—Ya vas.
En efecto, somos la población civil prensada entre la belicosa vanguardia inglesa y la ya furiosa retaguardia de Los Sesentas, auxiliada tal vez por voluntarios nacionales con ganas de sacarle el mole a los pinchis ingleses. Así que nos escabullimos cual lagartijas y nos sumamos a otras decenas y decenas de personas que también prefieren evitar las hostilidades.
Para nuestra sorpresa y alivio, además de los polis que ya habíamos visto hay una decena de granaderos que nos instan a apresurarnos:
—¡Circule, circule, circule!
Para cuando acaba el partido, ya estamos en las rampas de salida, en los grandes ríos de gente que lanzan los estadios hacia el mar de los estacionamientos y los botes del transporte público. Para nuestro alivio, no tardamos en ver llegar a los amigos con los que nos habíamos citado para el after-partido, quienes de inmediato nos comentan:
—¿Están bien? ¿No les pasó nada? En la sección donde ustedes estaban, la gente se arremolinaba y hubo golpes y los granaderos se metieron por los dos pasillos con sus escudos y toletes por delante.
—Nos salimos un poco antes porque ya veíamos venir la bronca con unos hooligans pendejos.
—Sí, los oíamos gritar “Fuck ya!, fuck ya!”.
Ha sido un día extraño. Por si fuera poco, los mexicanos en nuestro grupo le van a Argentina desde que el partido comenzó; mucho más extraño aún, ¡también los chilenos! Y, God almighty, los dos irlandeses se confiesan tristones por la derrota de sus colonizadores.
Como si no bastara, el (significativamente nombrado) Estadio Cuauhtémoc de Puebla apoyó, por cierto con entusiasmo, a los colonizadores: España, que acabó perdiendo en penales con Bélgica, para desconsuelo de los poblanos.
En cuanto al primer gol de Maradona… Mientras comemos unas tortas y pizzas y bebemos cerveza y scotch en casa de un chileno de apellido escocés, vemos las repeticiones una y otra vez. Tanto del gol que luego se llamaría el Gol del Siglo, como del Gol de la Mano de Dios, como lo nombró Maradona.
—¡Fue con la pinche mano!
—¡Sí, fue con la mano!
Y yo, que ya estaba tranquilo con mi lado londinense, ahí sentí pena y rabia de que los ingleses hubieran sido eliminados no por el gran gol que había admirado y disfrutado mientras se dirigía hacia mí, sino por el otro, el primero, el que fue muy rápido para la mirada. El árbitro habría debido anular la anotación y expulsar a Maradona.
Inglaterra muy posiblemente no hubiera ganado la Copa. Argentina, ciertamente no.
Afortunadamente no fue motivo de otra guerra entre estos dos países.
*Fotografía: El Gol de la Mano de Dios./ ESPECIAL
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