Yorgos Lánthimos y la expiación doméstica
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La cinta del director griego Yorgos Lánthimos se centra en la vida de Steven, un eminente cirujano angelino que entabla amistad con un adolescente. Esta relación da un giro trágico cuando se revela la historia familiar del muchacho, hijo de un paciente de Steven fallecido en el quirófano
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POR JORGE AYALA BLANCO
En El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, RU-Irlanda, 2017), enigmático opus 5 del ateniense de apenas 44 años Yorgos Lánthimos (Diente de perro 09, Alps: los suplantadores 11, La langosta 15), con guión suyo y del habitual Efthymis Filoppou, el eminente cirujano cardiólogo angelino de adusta barba entrecana Steven (Colin Farrell) mantiene un status muy alto en todos sentidos, al lado de su esposa oftalmóloga todavía hermosa Anna (Nicole Kidman), su linda hijita aficionada al canto coral Kim (Raffey Cassidy) y su simpático hijo prepúber Ben (Sunny Suljic), si bien el hombre sostiene una extraña relación, en apariencia afectiva, de aceptación-rechazo, con el inextirpable hijo dieciseiseañero de un paciente fallecido en su plancha Martin (Barry Keoghan), a quien hace costosos regalos, pero el chavo le cae en el hospital a cualquier hora y lo acosa, hasta hacerse invitar a cenar en casa del sabio, seducir a toda la familia, iniciar un romance clandestino con la ansiosa rebelde ingenua Kim, intentar ofrecerle al mayor en retribución a su propia aquiescente madre viuda desempleada (Alice Silverstone) y provocarle, en forma clínicamente inexplicable, una mortal parálisis progresiva al pequeño Ben y luego otra a la mismísima Kim y, antes de enfilar contra la bella Anna, encarar al victimado médico, a quien extrapolicialmente acusa del deceso de su padre, por negligencia alcohólica aunque el ilustre varón se defiende echándole la culpa a su ruin anestesista Matthew (Bill Camp), y por fin darle a elegir al ilustre médico acorralado a cuál de entre sus 3 seres queridos (hijo, hija, esposa) prefiere y decide sacrificar, pese a que el mismo chavo se hace secuestrar en el sótano, torturar y ser liberado, sin éxito, pues nada puede ya detener su compensadora, vengativa y reparadora exigencia de expiación doméstica.
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La expiación doméstica sigue explorando y explotando brillante, altiva y perversamente las posibilidades de la fábula moderna, en torno a una situación única, con lógica distorsionada y conducida a sus más inusitadas consecuencias, tal como ya de manera precisa y profusa lo hacía Lánthimos con los abusos del padre enclaustrador supraRip de Diente de perro, con el reemplazo de seres queridos en Alps: los suplantadores y con la obligatoria selección de pareja por los solteros en La langosta, incluso aquí, en esta antropológica celebración sin misericordia de El sacrificio del ciervo sagrado, el hijito-chivo expiatorio Ben acabará escupiendo sangre por los ojos al igual que los falsos enamorados solían desangrarse por la nariz en La langosta, porque la fábula contemporánea y adulta no perdona, ni retrocede ante la terca insistencia hasta el exceso implacable de este atrozmente superseguro Martin como aquel Bartleby el escribiente de Herman Melville con su inalterable “Preferiría no hacerlo”, ni cede ante facilidad erótica alguna a semejanza de ese sublime ángel de la seducción plurisexual pionera del Teorema de Pasolini (68) que hoy debe competir con el anestesiólogo vil que se hace masturbar por Anna para aceptar revelarle su traidor secreto, ni muestra mínima piedad por la chava que se desploma a mitad del coro o por el chavo que se aferra a su lecho con las piernas laxas y será inútilmente forzado a caminar por el padre en el pasillo del hospital y los dos hijos acaban reptando como el héroe bélico sin brazos ni piernas en La oruga de Wakamatsu (10), ni quita el dedo de la inhumana obsesión absurda al modo de El apicultor (86) o el cineasta de La mirada de Ulises (95) del también griego Angelopoulos, para no ir tan lejos.
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La expiación doméstica ejerce un gran estilo impertérrito basado en refinamientos proclives a la irritante absorción del ser, como la ritualización casi petrificada aunque elegante paramística y brechtianamente distanciada de las relaciones y los actos más cotidianos (ese arranque brutal con cirugía en detalle teniendo como fondo el Stabat Mater de Schubert, esa cópula conyugal en posición quasi mortuoria de “anestesia total”, ese triunfo con el exasperado principio coral de la Pasión según San Juan de Bach), como las imágenes transidas de la arrobada esposa tras los cristales súbitamente de inframundo o los espacios temerariamente abiertísimos inclusive en los top-shots cenitales de la diáfana fotografía de Thimios Bakatakis, la serena edición multisugerente de Yorgos Mavropsaridis, la suntuosa dirección de arte de Daniel Baker cual inenvidiable privilegio de clase, la música alternativamente sombría y misteriosa y siniestra o intensamente aguda de Sofia Gubaidulina a veces producto del erizantemente exótico instrumento tártaro llamado bayán, y las soberbias actuaciones en el límite del virtuosismo impávido: Farrell al borde inferior de una posbressoniana expresividad involuntaria, Kidman estoicamente rearreglada, Silverstone intocablemente vulgarzona, Cassidy en plan de quasi niña frágil entre esbelta angelical y lolitescamente sensualosa, o Keoghan insuperable en su chavo fascinante más luciferino aun con sus penetrantes ojillos diminutos.
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Y la expiación doméstica absorbe la antigua tragedia helénica, y no es la mención de la desesperada Ifigenia de Eurípides aceptando el sacrificio para evitar la lucha intestina familiar y dejando un ciervo degollado al salvarse in extremis, pero irónicamente se conecta también con la catártica crueldad infantil del cuento de hadas y sus fantasías inconscientes, admitiendo una corrosiva lectura sociopolítica, vía Curzio Malaparte (Cristo prohibido 52), porque todo debe lavarse siempre con la sangre de los inocentes: “¿Por qué debemos pagar?”, profiere la desesperada esposa madre Anna, a la vez que besa los pies ensangrentados del victimado agresivo Martin vuelto ángel exterminador, y las víctimas-verdugos sobrevivientes de la culpa y la redención malvada volverán a encontrarse, reconocerse y quizá de nuevo atraerse en una cafetería, al cabo de los tiempos.
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Foto: El sacrificio del ciervo sagrado, protagonizada por Colin Farrell, Nicole Kidman y Barry Keoghan, se exhibe en la Cineteca Nacional y salas comerciales de la Ciudad de México. /Especial