Zaratustra en el cercano Oeste
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Además de producir un puñado de clásicos de la cinematografía universal como La pandilla salvaje, El tesoro de la Sierra Madre o Los imperdonables, la narrativa del género western, con sus vaqueros y forajidos (“bad hombres”), posee una vitalidad que, vista a la luz de la figura del héroe trágico de la filosofía nietzscheana, nos permite reflexionar sobre el entorno, la comunidad y la justicia
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POR DANIEL SÁNCHEZ POITEVIN
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En una secuencia de violencia portentosa en La pandilla salvaje, de Sam Peckinpah (The Wild Bunch, 1969), un grupo de forajidos estadounidenses se une a un amigo suyo en contra del general mexicano Machete. Pike Bishop (William Holden), ante una muerte asegurada, y líder de los “gringos”, no hace más que decir “let’s go”, a lo que su compañero Lyle Gorch (Warren Oates) agrega: “Why not?” Lo que continúa es un recorrido lento de estos bandoleros sonrientes y prominentes hacia un tiroteo de varios minutos ininterrumpidos donde se eliminan casi todos, gringos y mexicanos. Si bien Sam Peckimpah ostenta de una dirección protagonizada por la violencia, no son extraños los finales de esta naturaleza en el cine del Oeste. En Los imperdonables (Unforgiven, 1996), dirigida por Clint Eastwood, la trama sugiere un desenlace que se resolverá en una matanza casi total en el saloon de un pueblo sin gloria. Sin embargo, otros rasgos tornan interesante a este género al ser definido por finales humorísticos. En El tesoro de la Sierra Madre (The Treasure of Sierra Madre, 1948), de John Huston, unos gringos buscadores de oro en la sierra mexicana perderán el metal precioso que encontraron después de una exhaustiva y peligrosa búsqueda. La inopinada reacción ante esto es una explosiva y sardónica carcajada de todos los involucrados, como ofrendando su risotada al cruel destino o a un dios.
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Es quizá en la buena cantidad de estereotipos que configuran el western donde subyace una narrativa que expresa una vitalidad muy singular en sus personajes y que ha provocado la fascinación del público, principalmente de la segunda mitad del siglo pasado. Si bien no los iguala ni copia del todo, el género del Oeste surgió de acontecimientos basados en una realidad social, económica y política propios de la conquista de la región occidental del Estados Unidos. La vida de los colonos —que incluye la historia de su encuentro con indios y mexicanos— fundó las leyendas que cimentaron las narrativas que conocemos actualmente. La conquista del Oeste engendró su propia cosmovisión que se vería reflejada en la literatura, la fotografía y, principalmente, en el cine. En un contexto eminentemente agreste, tramperos, gambusinos, mineros, ganaderos, agricultores, prostitutas, vaqueros, banqueros y bandoleros dieron color al peliagudo trayecto desde el Río Mississippi hasta la costa del Pacífico. Se trata de una epopeya que vigorizó aquel sueño americano que ya se gestaba en el imaginario europeo que realizaba en sus migraciones a la costa americana del Atlántico desde el siglo XVII.
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La relación del cine del Oeste con la realidad es imprecisa: la discusión entre quienes piensan que este género sirve de documento biográfico de la historia de Estados Unidos y quienes aseguran que no es más que un género cinematográfico de ficción ha existido por muchos años y aquí no nos toca asumir una postura. No obstante, es sugerente la cercanía que realizadores, guionistas y actores del género mantenían con algunos de los personajes que representaban en sus cintas: Se dice que el célebre director norteamericano John Ford conversó sobre algunos de sus filmes con el conocido alguacil del Oeste Wyatt Earp, quien ha sido revivido en más de una veintena de películas, y se cuenta que el explorador y cazador Búfalo Bill revisó algunas películas que lo retrataban. Si bien la historia es injusta con los perdedores, también conocemos la lucha contra los pueblos indios y fronterizos, desde las grandes llanuras del norte hasta los estados sureños, donde las masacres diezmaron a los pueblos originarios de Norteamérica, confinándolos en reservas donde habitaron en simbólica extinción. Todo esto se ha reflejado en género western y con los sesgos que esto supone.
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La conquista del Oeste fue un doloroso parto de la civilización moderna para expandir el progreso de la humanidad. Los primeros trayectos del “hombre blanco” ocurrieron en rústicas caravanas de carretas que viajaban de costa a costa —y que podían durar más de un año—, en medio de espacios hostiles e iracundos climas de ardientes veranos y blancos inviernos. No es difícil imaginar un camino infinito entre la accidentada topografía de las montañas rocosas, en ocasiones coronadas por pelotones de indios resguardando su tierra, y los vastísimos e inhóspitos desiertos sureños. La promesa de prosperidad del Oeste era proporcional al desafío de su conquista. Miles de seres humanos nada más en el trayecto perdieron la pugna con la naturaleza en lo que supuso acaso la aventura migratoria más significativa en varios siglos. Los primeros pobladores blancos fueron los tramperos: hombres jóvenes, fuertes y solteros que vivían más bien en las montañas. La oferta de recursos naturales de la región –además de la oportunidad del comercio por el Pacífico con Asia– generó la fiebre del oro en California, y los extensos campos fomentaron el desarrollo de una próspera ganadería que también se reflejaría en el cine en tomas de ingentes cabezas de ganado andando cabizbajas en los amplios terrenos y comandadas por vaqueros. No podemos representarnos la vida del Oeste sin el auxilio de la naturaleza y el paisaje. Aunque los hombres y mujeres que poblaron estas tierras se enfrentaron a las más crudas fuerzas de la naturaleza, acabaron teniendo una convivencia estrecha con el desierto, las praderas, los grandes ríos y aquellos aspectos más salvajes que emanan de las intemperies y los entornos sin resguardo para el hombre. Resulta interesante imaginar el desarrollo de esta evolución como ejercicio para comprender el proyecto de civilización que nacía en la región, ahí donde la ley apenas estiraba sus extremidades en una polvorienta cuna, y donde el western contribuyó a crear el progreso de esta transición a través de la formación de estereotipos que sobreviven en la actualidad, y esbozó por sí mismo una reflexión de prácticas de vida muy precisas y singulares: el cine del Oeste creó sus propios códigos de conducta emanados de la ausencia de ley y normas cívicas bien establecidas./
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Semejante a las civilizaciones que se desarrollaron en Europa, África o Asia, el western produjo sus propios relatos fundacionales valiéndose de la figura de héroes defectuosos o antihéroes que conformaron una especie de mitología. Peckinpah describe con claridad a estos personajes: “Los perdedores son vencidos por principio. Este es uno de los elementos primordiales de la verdadera tragedia. Son apresados después de mucho en su acomodamiento con la muerte y la derrota. Así, no les queda otra cosa que perder. No tienen fachada alguna, no les queda más ilusión. Representan en sí la aventura desinteresada, ésa en la que no se llega al fondo, sino a la pura satisfacción de todavía vivir”. Es ante la falta de ley o su incumplimiento donde el forajido —quien se revela contra la ley, precaria o no, o vive donde aún no la hay o la rompe– toma su fuerza e inicia una especie de un comportamiento particular. Estos “bad hombres” desempeñan su villanía a través de un código de conducta emanado de su propia consciencia y su relación con el ambiente que los rodea. Del mismo modo en que la ira de Heathcliff en la novela Cumbres borrascosas se identificaba con los truenos y nubarrones de los páramos de Yorkshire, en Inglaterra, y enmarcaba un romanticismo caracterizado por la identificación de las emociones humanas con las fuerzas de la naturaleza, estos forajidos eran hombres convincentemente desapegados y nómadas, que dominan su trama y contexto natural salvaje y engañoso; entre sus largos viajes a caballo bajo las estrellas y el sol, se identifican más con la vagancia del coyote o la impía y escurridiza serpiente del desierto. Son hombres francos, duros e irracionales, cuyo cinismo desnuda sus intenciones en todo momento; en ocasiones son dueños de un oscuro humor y ejercen su actividad desde el punto de vista de la supervivencia. En una escena de un filme de Budd Boetticher, un hombre mata a otro hombre, mientras alguien que mira apunta: “Eso no está bien”. A lo que el asesino responde: “Yo no pienso en lo que está bien, sino en seguir viviendo”. Éste es el núcleo de la discusión: el forajido privilegia la vida a través de una conducta, digamos primitiva, y ante la falta de reglas, su criterio es lo que lo haga vivir, como seres puramente darwinianos, la pauta para su permanencia en la tierra está marcada por la supervivencia que se traduce muchas veces en la lucha contra sus adversarios, ahí donde los hombres son los lobos de los hombres.
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La fascinación por estos rasgos de carácter del forajido y en ocasiones su improvisada justicia para la comunidad les ganó el aprecio del pueblo –existen varios ejemplos en películas e historias verdaderas donde uno o un grupo de forajidos defienden a una comunidad de otros forajidos–, sublimando así los sentimientos de justicia que buscaban campesinos, rancheros y “hombres de bien” que habitaban las aldeas. Por ejemplo, en los estados de Wyoming o Colorado se estimaba en la vida real a los bandidos anglosajones Butch Cassidy y Sundance Kid, lo mismo que al mexicano Joaquín Murrieta, a quien apodaban “el Robin Hood de El Dorado”. La muerte del célebre y conocido bandolero Jesse James fue lamentado por muchas personas y detonó varias películas, incluso algunas que profundizan en su carácter y vida. La lista de leyendas se extiende con nombres como John Wesley Hardin, Doc Holliday, Pat Garrett, Jim y Cole Younge, y Calamity Jane o Wild Bill Hickok, por mencioar muy pocos. La moral de estos hombres proscritos –quizá jurídicamente cuestionable, mas no siempre al nivel de las convenciones de la comunidad– privilegió el mito sobre realidad: “Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando”, escribió Borges sobre el joven pistolero Billy The Kid, quien murió a los 22 años. Los actores del cine enaltecieron aún más esta poética del forajido. John Wayne, James Stewart, Gay Cooper, Claudia Cardinale, Clint Eastwood, Angie Dickinson, Henry Fonda —“¿Usted ha visto caminar a Henry Fonda? Pues eso es el cine”, dijo John Ford en una entrevista— o Burt Lancaster, son algunos que enarbolan a estos Aquiles o Sigfridos furiosos, elenco de hombres que supieron ser duros, solitarios, habitantes de llanuras infinitas y desiertos, a las órdenes de directores como Howard Hawks, Raoul Walsh, George Stevens, John Ford, Sergio Leone y Robert Aldrich. El lenguaje empleado en estas cintas se identificaba muy bien con la trama y el carácter de los protagonistas desde los rotundos títulos de las películas: Murieron con las botas puestas, Solo ante el peligro, Duelo de titanes o Los imperdonables. A esto se suman los diálogos, siempre parcos y de agudo y oscuro humor: “¿Tendrías misericordia de un hombre inocente? No existen hombres inocentes”, dicen en Vera Cruz (1954); “¿Que Dios hará justicia? Me parece bien mientras no se tarde mucho y me deje mirar”, en la Balada de Cable Hogue (1960); “Ahora voy a morir, a menos que la muerte quiera luchar”, en Pequeño gran hombre (1960). La estructura narrativa del western se ciñe a unos cuantos temas; sin embargo, aunque la configuración del carácter de sus personajes es y debe ser similar, puede variar dependiendo del director. John Wayne es quizá el emblema del hombre del Oeste, desempeñó innumerables papeles como comisario, ganadero o malhechor desterrado. John Ford gustaba de caracterizarlo como un vaquero clásico que obraba con justicia, fuerza y valentía. Wayne llegó al punto de no diferenciar su vida fuera del set: “Quiero interpretar a un hombre real en todas mis películas”, declaró. “Defino la masculinidad de forma muy simple: el hombre debe ser duro, justo y valeroso. Nunca pequeño, nunca buscando una pelea, pero nunca dando la espalda a una”. Sin embargo, no podemos consentir del todo esta justicia debido a que Wayne, junto con Ford, demarcaba en algunas de sus cintas una ideología sustentada en el maltrato a los indios.
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Los forajidos son hombres del presente y su pasado está casi siempre envuelto en el misterio; si bien no olvidan, saben enterrar la memoria, lo que demuestra una profunda psicología en algunas películas: En Shane (1953), estupendo western de George Stevens, un hombre (de nombre Shane) pasa unos días en un rancho de una bondadosa familia. Aunque se trata de un desconocido, sabemos por la pericia con que maneja su revólver que estamos ante un pistolero que protege a la familia de vecinos malvivientes que buscan arrebatarles sus tierras. Aunque el carácter envalentonado y profundo de este personaje fascina a la madre de familia y a su hijo, (no así al esposo, un modesto y generoso granjero), uno sabe de antemano que nada hará que Shane se quede con ellos. Personajes como Shane no buscan ser partícipes de la construcción de un mundo civilizado regido por democracias: son seres que se escabullen en las montañas, se alcoholizan, mueren jóvenes y solos, probablemente asesinados. “Esa gente tiene algo en su interior. Algo relacionado con la muerte”, es como describe a estos hombres el carismático Cheyenne (Jason Robarbs) a Jill McBain (Claudia Cardinale) cuando ella espera que regrese a su lado un justiciero del que se enamoró en Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il west, 1968), de Sergio Leone. En Los imperdonables, el protagonista William Munny (Clint Eastwood) es un forajido crepuscular: después de enviudar y cuidar él solo a sus hijos (parecería que el romper con el esquematismo del proscrito, al casarse o tener hijos, se rompe el hechizo y “el hombre se hace hombre de nuevo”), la pobreza y vejez le llevan a aceptar matar por encargo a un hombre que hirió a una prostituta. Eastwood como director de esta cinta ve un Oeste agonizante tanto en su género como en sus historias, hombres como Shane se ven ya en plena extinción. Eastwood sabe que se pone el sol para el western y le regala su último aliento al desahuciado género valiéndose de bandoleros retirados y torpes que no ven bien cuando disparan, se enferman, un kid pistolero temeroso (acaso sea éste pistolero, The Schofield Kid, la verdadera muerte de la casta de los valientes) y un sheriff —encarnado por Gene Hackman— en retirada. El conflicto culmina en uno de los finales más memorables e inquietantes de la historia del cine y quizá del género western junto con sus antihéroes, por lo menos desde el punto de vista más purista./
Mientras vaqueros, forajidos, indios y mexicanos hacían de las suyas en praderas y desiertos, en el culto y docto continente europeo el filósofo alemán Friedrich Nietzsche esbozaba un proyecto de crítica mordaz a la cultura occidental: “Y les mandé derribar sus viejas cátedras y todos los lugares en que aquella vieja presunción se había asentado; les mandé reírse de sus grandes maestros de virtud y de sus santos y poetas y redentores del mundo”, escribió Nietzsche en Así hablaba Zaratustra. ¿Qué tienen que ver las palabras del profeta Zaratustra con vaqueros y forajidos? Algo tienen que ver.
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La propuesta de Nietzsche se motiva a través de un entendimiento particular de la vida. Desde sus primeros estudios intenta hallar en las manifestaciones más vitales de la cultura una figura e interpretación para su reflexión. Es como rescata la figura de Dionisio, el dios de la vendimia y la embriaguez de la antigua Grecia, una deidad campesina en la cual Nietzsche encuentra una personalidad (personaje, al cabo) que afirma la existencia y lo que ésta supone: la crueldad, la alegría, la plenitud y el sufrimiento a una vez. Nietzsche ve en el desarrollo de la cultura occidental a través de los siglos, principalmente en la moral judeocristiana, una perspectiva que reniega de la vida porque en ella se sufre y por ello buscará el consuelo en el más allá.
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Este enfoque, dice el filósofo, se expande a las artes, política, economía, etcétera. De modo que la imagen de Dionisio y su representación en las fiestas primaverales griegas y el teatro será para él el bosquejo de un nuevo ser humano que se encauce de nuevo al flujo de la vida y la tierra, en contraposición al hombre de su época. Así aparece la figura del héroe trágico: “El héroe alegre, el héroe ligero, el héroe danzarín, el héroe jugador”, dice Nietzsche en La voluntad de poder.
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El héroe trágico es, pues, aquel que afirma el sufrimiento y la alegría de la existencia. Los héroes de las tragedias griegas emanados de una concepción dionisiaca del mundo son aquellos que dicen sí a su más profundo horror. Celebran y sufren sus condiciones naturales a través de la afirmación de su destino. Ahí donde en el Oeste se configura apenas una ley y los hombres se sirven de su propio código de conducta, en la filosofía nietzscheana se busca finiquitar las normas generales del resentimiento europeo y crear una conducta nueva, basada en seres valientes, joviales y peligrosos. Por eso Nietzsche añora a los viejos héroes griegos trágicos: ¿No son de algún modo nuestros antihéroes westernianos un modo de representación de un héroe trágico griego? ¿Podríamos comprender mejor la causa de Nietzsche, los valores que respetan la vida, en las figuras desterradas y forasteras del cine del salvaje Oeste?
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Cuando en El tesoro de la Sierra Madre el viento vacía las bolsas de polvo de oro y todos los buscadores de oro las miran vacías, lo que enuncia entre francas carcajadas el gambusino Howard (Walter Huston) revela cierta similitud entre los héroes trágicos nietzscheanos y antihéroes del western: “¡Qué risa, Curtin, viejo! Es una gran broma jugada por el Señor, o el destino, o la naturaleza, lo que tú prefieras. Pero quien lo haya hecho seguro que tiene sentido del humor. ¡Ah! ¡El oro ha vuelto a donde lo encontramos! Eso vale diez meses de sufrimiento y trabajo. ¡Esa es la broma!”.
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¿Qué relación puede tener Antígona o Edipo con el viejo Howard?
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“El hombre trágico afirma el sufrimiento más rudo: es lo bastante fuerte, pleno y divino”, afirma Nietzsche, para acalorar la discusión. La búsqueda de la plenitud, de la alegría o de las certezas tiene muchos caminos. Uno de ellos lo muestran aquellas individualidades, este linaje de héroes y antihéroes que han inspirado tanto a países como a los más profundos pensadores, se trata de entrar en la discusión de la relación del individuo con la comunidad, de la ley y el Estado con la ética, y del ser humano con la existencia. Se trata de la reflexión en torno a la justicia.
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Hace unos meses se estrenó el western mexicano El ocaso del cazador, de Fabrizio Prada, y en el que relata la historia del ranchero y cazador Alejo Garza, quien en 2010 se enfrentó contra varios sicarios que buscaron apropiarse de su rancho en Tamaulipas. Al enterarse de la extorsión, Alejo despidió a todos los empleados de su rancho y se enfrentó solo con todas sus armas disponibles a los matones, abatiendo a cuatro, hiriendo a dos y él muriendo en la refriega. Tanto el filme como el hecho real se inscriben en una realidad muy específica del contexto en México, ahí donde falta la ley emergen figuras heroicas entre la marisma de malvivientes. Para bien y para mal, esta historia que se une a la leyenda es a la vez el síntoma de la precariedad en la que nos hallamos en México.
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FOTO: Henry Fonda (en primer plano) y Charles Bronson en un fotograma de Érase una vez en el Oeste (1968), de Sergio Leone.
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