Breve historia de un fantasma

May 21 • Conexiones, destacamos, principales • 5288 Views • No hay comentarios en Breve historia de un fantasma

A partir de este domingo 22 de mayo, las cenizas del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez descansarán en el Claustro de La Merced, en la ciudad colombiana de Cartagena. La relación del escritor con esa ciudad pasa por los puntos clave de su vida: desde sus primeras publicaciones hasta el escenario de algunas de sus novelas más destacadas.

POR GUSTAVO ARANGO

 

El amor en los tiempos del cólera es la novela de García Márquez que  mejor refleja su relación con Cartagena: como en la historia de Florentino y Fermina, el amor del escritor por la ciudad abarcó casi toda su vida; tuvo lugar en escenarios de leyendas; su inicio fue  promisorio, pero hubo desencuentros; la entrega de los amantes tardó más de medio siglo; y, al igual que Florentino, García Márquez “se propuso ganar fama y fortuna para merecerla”.

 

El idilio empezó en abril del 48. Gabito, como entonces se llamaba, tenía veintiún años y acababa de huir del bogotazo. Llegaba a Cartagena a seguir sus estudios de Derecho y el impacto fue inmediato: “La ciudad era tan hermosa que parecía mentira”. Los fantasmas deambulaban por las calles. Muy poco había cambiado desde los tiempos de los virreyes. Su testimonio de ese instante es elocuente: “Me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.

 

La primera noche la pasó en una celda. Había toque de queda y la noche lo encontró sin hospedaje. Un par de policías le quitaron sus cigarrillos y le dijeron que los siguiera. Cuando pasaron por el mercado público, el recién nacido conoció a uno de sus personajes más recurrentes: un cocinero escandaloso de clavel en la oreja llamado Juan de las Nieves. Antes de irse escoltado a dormir, calmó el hambre con un filete de carne con anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde.

 

Su vida tuvo pronto un giro inesperado. Manuel Zapata Olivella lo condujo a El Universal, un diario de oposición fundado dos meses atrás. El jefe de redacción, Clemente Manuel Zabala, era un tímido intelectual de izquierda que fue a dar a Cartagena después de hacer carrera en Bogotá. Zabala vivía atento a los asuntos de la capital y recordó haber leído un par de cuentos de García Márquez en El Espectador. García Márquez buscaba trabajo como dibujante, pero Zabala lo comprometió para que escribiera columnas de opinión. El 21 de mayo de 1948, El Universal anunció en la página editorial el inicio de sus colaboraciones. La primera de sus columnas “Punto y aparte” fue sobre el toque de queda. Zabala tachó todo con un lápiz rojo y escribió entre líneas una versión mejor. Fueron maestro y discípulo. Con el tiempo, hubo menos correcciones. Esa fue la medida de su aprendizaje. Muchos años después, al conocer los detalles de la muerte de su maestro, García Márquez diría: “Zabala es un señor al que le debo gran parte de lo que soy”.

 

Gabito estuvo vinculado a El Universal por casi veinte meses. Además de columnista, fue reportero y editor de cables internacionales. Aquel tiempo estuvo lleno de primeras veces: primeras crónicas, primeros problemas con la censura, primeras amenazas a causa de sus escritos, primer discurso público (en un reinado), primeros manifiestos políticos y primeros borradores de la primera novela.

 

Aunque los amigos que hizo después en Barranquilla se llevarían la gloria, también en Cartagena hubo encuentros decisivos. En El Universal la estrella era el telúrico Héctor Rojas Herazo, seis años mayor que Gabito y ya reconocido en aquel tiempo como pintor y poeta. Fueron émulos, más que amigos. Al final del camino Rojas Herazo tenía la sospecha de que García Márquez influyó para que sus novelas no se conocieran. “No quiere que le hagan sombra”, decía.

 

Gustavo Ibarra Merlano, era  dulce y pausado y alguna vez quiso ser sacerdote.  Amplió los horizontes literarios de Gabito. Lo acercó al Siglo de Oro español, a los trágicos griegos, a Claudel y Hawthorne. Después de leer la primera versión de La hojarasca, Ibarra señaló las semejanzas con Antígona, de Sófocles, y Gabito se apresuró a ponerle a la novela un epígrafe tomado de esa obra. Ibarra se radicaría en Bogotá y llegaría a ser un prestigioso abogado de aduanas. Los reencuentros serían pocos, pero amables. Ibarra definió a García Márquez como un “cuentero guajiro”, decía que su gran logro era de orden moral: claridad de propósito, entereza en lo adverso y lealtad a sus raíces expresada en su matrimonio con Mercedes Barcha.

 

Con Rojas Herazo e Ibarra Merlano eran frecuentes las tertulias callejeras hasta la madrugada. El destino era el parque del Cabrero –donde una vez tuvieron una experiencia mística– o el mercado en la Bahía de las Ánimas. Juntos acudieron a saludar en su hotel a Dámaso Alonso. Juntos crearon al poeta imaginario César Guerra Valdez y publicaron una entrevista apócrifa en la primera página de El Universal.

 

Otros amigos de aquel tiempo fueron el hombre de radio y empresario de taxis, Víctor Nieto Núñez, el  periodista Jorge Franco Múnera, en cuya casa García Márquez dormiría con frecuencia, y los hermanos Óscar y Ramiro de la Espriella, de quienes recibió formación política.

 

En diciembre de 1949, las relaciones de García Márquez con Cartagena parecían terminadas. Los estudios de Derecho eran un desastre. “Comerás papel”, le diría el viejo Gabriel José cuando supo que quería ser escritor. A Gabito Cartagena le parecía estrecha. Su “encanto” virreinal incluía una excesiva reverencia por los abolengos. Por mucho talento que tuviera, para “los cachacos de la costa” Gabito no era otra cosa que un muchachito excéntrico de provincia, mal vestido y peor alimentado. Las burlas y el desprecio eran frecuentes. Se fue a Barranquilla en busca de mejores aires.

 

Pero pronto estaba de regreso. A principios de 1951, su familia se trasladó a Cartagena, y García Márquez regresó de Barranquilla para ayudarlos. Entonces enviaba sus “jirafas” a El Heraldo para pagar un préstamo. Por aquel tiempo emprendió su primera aventura como empresario y, junto con El Mago Dávila, creó Comprimido, “el periódico más pequeño del mundo” y también uno de los más efímeros. Para aligerar la carga que significaba la enorme prole de los García Márquez, Gabito se la pasaba en casa de los De la Espriella. Don Juan Antonio, el señor de la casa, lo llamaba “valor civil”, por su atrevimiento en el vestir. En la casona de la Calle Segunda de Badillo, Gabito daría recitales informales. Pero escapó de Cartagena a la primera oportunidad. Esta vez tardaría en regresar.

 

Mucho se ha hablado del regreso a Aracataca que dio origen a Macondo. Del mismo modo, al regresar a Cartagena, García Márquez empezó a entender su relación con la ciudad. En 1966, formó parte de la delegación mexicana que vino al Festival de Cine. En septiembre de 1967, poco después de la publicación de Cien años de soledad, pasó por Cartagena hecho una celebridad y siguió para Arjona a tomar unos días de descanso. A principios de los ochenta estaba de regreso en Cartagena y parecía dispuesto a quedarse. García Márquez recibía a sus amigos de todo el mundo y les mostraba, de primera mano, los desafueros del realismo mágico.  Sus notas de prensa de aquella época abundan en descripciones de la ciudad y recuerdan con nostalgia las noches de tertulia cuando era reportero.

 

Así empezó a reconocer lo que su mundo literario le debía a Cartagena. La ciudad le había dado modelos para sus personajes: un coronel legendario de apellido Buendía, un empresario de circo al que llamaban “el cazador de la muerte”, un héroe picaresco –Ñoli Cabrales– dueño de una “potra descomunal”. Todo empezaba a destilarse en sus novelas: las visitas como reportero al Hospital Santa Clara, los cuerpos exhumados, los robos de gallinas, los prostíbulos del Bosque, las yerbas alucinantes. Desaparecido Macondo bajo un ciclón bíblico, empezó a tomar forma “la ciudad de los virreyes”, ese mundo paralelo de sus novelas de amor. Aunque Gabo –como empezaron a llamarlo cuando se hizo famoso–tuvo que huir del país por intrigas políticas, no dejó de notar que ya la sociedad cartagenera lo trataba mejor.

 

En octubre de 1982, tras la concesión del Nobel, García Márquez dijo que se compraría una casa frente al mar en Cartagena. Ya su amor por la ciudad era cosa proclamada. Pasó parte de los ochenta y noventa apoyando el festival de cine de su amigo Víctor Nieto; con dos o tres llamadas conformaba jurados de lujo.  En 1995, creó en Cartagena la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano y el primer taller tuvo lugar en la nueva sede de El Universal.

 

La apoteosis de esta historia ocurrió en marzo de 2007, en el Centro de Convenciones construido justo donde quedaba el mercado público. El mundo hispánico le rindió a García Márquez el más grande homenaje que recibió en toda su vida. No es coincidencia que aquel emotivo episodio  ocurriera en el sitio donde medio siglo atrás sintió que volvía a nacer. Al leer su discurso fue notorio que el olvido empezaba a acorralarlo.

 

Un año antes de morir, García Márquez visitó Cartagena por última vez. Pasó allí varias semanas y rara vez estuvo solo. La ciudad se desvivía en atenciones. Fue invitado a los salones más encopetados. Le llevaron músicos y lo alentaron a bailar. Le tomaron fotos y le grabaron videos. A veces repetía sin memoria las letras de las canciones.  La ciudad de sus amores era suya y Gabito ni se enteraba. Sin morirse todavía, ya era uno de sus fantasmas.

 

*FOTO: Durante toda su vida, Gabriel García Márquez mantuvo un idilio con la ciudad de Cartagena. Los amigos que hizo en 1948, cuando llegó de su natal Aracataca lo recuerdan como “un muchachito excéntrico de provincia, mal vestido y peor alimentado”. En la imagen, el Premio Nobel de Literatura de visita en este puerto en 2007/ Cortesía: Dimitris Yeros,

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