El corazón y el cuerpo están muy cerca
POR GENEY BELTRÁN FÉLIX
Luego de milenios, hubo un instante en la historia occidental cuando las formas del amor mutaron vertiginosamente, dando un talante de gozo y desenvoltura a las relaciones íntimas. El fenómeno se dio, claro, en ciertas franjas de ciertas sociedades, pero sus repercusiones han seguido enseñando una viva intensidad. “Los hombres queríamos renunciar a todo poder. Las mujeres, a toda servidumbre. No eran malos tiempos”, comenta un hombre al recordar las postrimerías de su juventud, a finales de los años sesenta: “las mujeres de falda corta y los hombres de cabello largo soñábamos con una civilización mucho más placentera y libre” (“Luna”, No todos los hombres son románticos, 1983). No es una existencia vivida en la esfera del sueño sino en la realidad, o por lo menos en una “realidad” impúdicamente consignada por Héctor Manjarrez, el autor mexicano que llega a las siete décadas de vida y quien, por cierto, no ha hecho vivir su ficción sólo en la década de los sesenta: ha seguido el transitar de los años en sus personajes para registrar las posteriores derrotas y búsquedas que hay en las transiciones a la responsabilidad y la madurez, eso sí, con una terca fidelidad a la provincia de los sentimientos.
La obra cuentística de Manjarrez, que consta de cuatro volúmenes publicados entre 1970 y 2013 y es parte medular de un cosmos literario que incluye novelas, nouvelles, poemarios y ensayos, ofrece un inventario de situaciones y seres expresivos de esta nueva perspectiva en torno del amor. Habría que decir de entrada que el autor privilegia el testimonio por encima de la imaginación, y el examen de las parejas antes que el de las sociedades. Hay en sus textos un afán por sostener la fabulación merced a la ávida percepción de un cronista, a veces al costo de la superfluidad de detalles que nada ayudan a la robustez dramática —ocurre así notoriamente en su primer libro, Acto propiciatorio (1970)—. En sus mejores relatos, Manjarrez elude la condena del inmediatismo que esperaría a una escritura tan atenta a los rastros de su época, una por lo demás impetuosa, gracias una prosa directa y con inclinación por la fluidez y la exactitud. Pero este carácter de llaneza estilística responde a una ambición no sólo de mostrar sino también de calificar y desmenuzar hechos y personas.
En “Cuerpos”, de No todos los hombres son románticos, el narrador recuerda ese lapso de sus 17 años cuando vivía en Belgrado —circunstancia autobiográfica que Manjarrez retoma en otros textos— y trabó relación con una joven que acostumbraba desnudarse frente a él sin permitirle mayor avance. El tono intimista, de confesión sin más límite que el de la sinceridad de quien no tiene nada que esconder aunque sí mucho que preguntarse, permite a la voz de este hombre, ya veinte años mayor, volver a la franja iniciática de los descubrimientos con una voluntad reflexiva: “Yo estaba aprendiendo, tal vez de la mejor manera, que el corazón y el cuerpo están muy cerca”. No convendría rebajar el interés sociológico que tendría el registro de esta mudanza para el estudio de las relaciones interpersonales: se trata de una representación de los modos sensibles y vulnerables de la masculinidad en la lidia con los apegos amorosos, pero no desde la queja o el chantaje, como sucede en la canción popular, sino desde una propensión inquisitiva y consciente.
En buena parte de los personajes de Manjarrez se identifica el aliento memorioso y contemplativo de dionisiacos representantes de una nueva era que no llegaron en su momento a entenderla, pues se zambulleron en sus aguas liberadoras con la dulce inconsciencia de la juventud y cualquier especulación trascendente los habría paralizado. Esta deriva de reflexión disminuye en Manjarrez el prurito por ordenar tramas redondas y finitas. Es más recurrente el despliegue de un hilo extendido con naturalidad y hasta una dosis de ingravidez: hallamos una sucesión de anécdotas y recuerdos, vinculados predominantemente con los patrones del deseo que un rostro, un cuerpo, una voz —la otredad, en fin— pone en marcha. A la par de esa dicción sesgada por la agilidad, Manjarrez incorpora un ímpetu de cuestionamiento, lanzando como al desgaire preguntas sobre las maneras frágiles de esas novedosas posibilidades de relación, sus júbilos, fracasos y malos entendidos. La imagen que surge es una que destaca la naturaleza elusiva de los vínculos. La busca de la independencia personal y un sentido de crítica a todo lo establecido son el germen de un modo huidizo de las querencias: “Ningún amor era pleno en esos momentos; ningún amor podía serlo. Todas las raíces andaban al aire. La intensa unión… resultaba del encuentro entre seres descarnados que necesitaban poner todo en duda” (“Noche”, No todos los hombres son románticos).
También es cierto que el autor no se queda en la juventud. En su tercer compendio de relatos, Ya casi no tengo rostro (1996), la edad va dejando pesos mayores en la memoria de sus seres de ficción. Así se nota en “Bolero”, sobre un hombre que cree identificar en un museo de Nueva York a una antigua amante, y en el extraordinario “Fin del mundo”, uno de los textos narrativos más despiadados que se han escrito en Hispanoamérica sobre la muerte del amor. Una pareja hace un viaje a la costa de Nayarit con el propósito de curar y recuperar su vínculo. Pero la convivencia en un entorno sin duda jovial y tentador aunque no exento de hostilidad y peligro saca a la luz con mayor violencia las heridas mutuas. El hombre llega a un punto en que hunde entera la pinza del pesimismo en el análisis de su lazo fracturado: “me repito que tengo que separarme; que ya no puedo más; que son demasiadas las humillaciones: las recibidas y las inferidas; que hace mucho no aguanto más el dolor, ni el suyo ni el mío; que punto, que este bolero ya se acabó, que a chingar a su madre todo; que estoy podrido por dentro…; que me odio y me desprecio tanto y más que a ella”.
En el repertorio de las pasiones no sólo se hallan las inducidas por las personas. Están, claro, los gustos por la música y las drogas, aunque una y otras tienen sus apariciones escenográficas en un tablado erigido por la novedad y el riesgo. Es, más bien, el hechizo revolucionario, no el de la Cuba de Castro sino el de la Nicaragua sandinista, vista con un apego ambivalente: “Se conocía la historia de su siglo. Tenía una gran desconfianza de las revoluciones. Tenía una esperanza inmensa en las revoluciones”, se informa sobre el protagonista de “Nicaragua” (No todos los hombres son románticos), un mexicano que viene apenas dejando atrás la juventud y viaja al sur para restituirse un sentido de identificación y compromiso, ahora con la lucha popular del país centroamericano. Esta geografía emocional reaparece en “Una pura y dura”, de la cuarta y más reciente colección de relatos de Manjarrez, Anoche dormí en la montaña (2013). La vehemencia con la que el protagonista de “Nicaragua” defendía su adhesión a la tarea sandinista da paso ahora a la visión melancólica: Darío, el protagonista de “Una pura y dura”, conoce a una joven de familia pobre y altos ideales en quien parecen alojarse las ansias, posibilidades y carencias de la revolución. Edna no es, con todo, una alegoría. El texto despliega con muy buen oído y plasticidad las conversaciones y andanzas de la mutua seducción sin que —he aquí un curioso signo de la transición de la juventud a la adultez— haya paso nunca al encuentro de los cuerpos. ¿A qué se debe sino a que los entrecruzamientos de la pasión política y la pasión personal son equívocos, es decir, a que los cuerpos y las ideas se hallan, ellos sí, más alejados de lo deseable? Incluso me atrevería a delatar en la visión narrativa de Manjarrez una intuición escéptica: que, por más libertad y gozo que haya conocido su generación, por encima de las mutaciones amorosas de la Historia con mayúscula, es la realidad misma la que parece negar la fusión integral de los individuos. Fugaces y falibles, ambiguos y recelosos han sido y siguen siendo los nexos que un ser humano alcanza a establecer con otro y con su comunidad.
Es el reciente libro de ficción breve de Manjarrez no sólo el más maduro sino también el más representativo de su pluralidad de correrías vivenciales y sentimentales. Una de sus más envidiables piezas tiene un título greenawayano: “La mujer, el amante, el marido y el hermano”. El autor regresa a esa juventud londinense que ya ha mostrado en varios personajes de tomos anteriores. Valerie, la mujer del título, es una chica impetuosa y vulnerable, entrañable y vital, ejemplar vigoroso de un catálogo de mujeres siempre vistas, en la estela de Ovidio, con empatía y sin la menor intención de atenuarles ni mucho menos traicionarles su contradictoria complejidad. El vínculo de Valerie con el narrador es libre y risueño, aunque su vida no está exenta de miedo y violencia. La construcción es sintomática del universo propio de este autor: toma la forma de un testimonio o evocación que el narrador va aprestando con apuntes y especulaciones, en un intento por darle al ayer una consistencia que será, con todo, insuficiente: “Mi intención en la vida era escribir libros y ella, que seguramente había leído una buena (o mala) novela, quería que fuésemos como personajes imaginarios el uno para el otro: personajes como ella, con olor, con sabor, con voz, con una piel inolvidable, con ojos grisáceos, como ciertos guijarros de río. Con unas ganas de vivir que ni siquiera intentaré adjetivar”.
La tercera novela de Manjarrez, El otro amor de su vida (1999), tiene como protagonista a una mujer deshinibida, culta, libre: Concha. Ella reaparece en Anoche dormí en la montaña, en seis relatos concatenados que la presentan de viaje por la tierra del peyote, durante la celebración de la semana santa. Esta sección, que da título a la obra, recupera al personaje en una estación introspectiva: Concha observa, reflexiona, recuerda, imagina. Como antropóloga, está habituada a visitar parajes aislados y rozarse con seres de otras culturas. Por un lado, tiene la mirada pendiente de los rituales; el registro es puntual, no sin un dejo de extrañamiento. Por otro, Concha no puede evitar ver hacia dentro de sí. Una carta de Gregorio, su ex, la hace recapitular, con ánimo a menudo jocoso, episodios de su viejo lazo. La aglomeración de estímulos venidos del pasado y del presente, así como las zozobras por su futuro, la coloca en un recinto extremo de la percepción: “Quizá ella nunca ha estado así de cerca y así de lejos de la gente, los demás seres humanos. Su cuerpo se halla hipersensible, pero un tanto distante. No se trata tan sólo de la ironía propia de su carácter, o la distancia mesurada de su profesión de antropóloga, ni la cautela de la mujer allí donde los hombres son dominantes. Es algo más profundo, como si el presente, al ser tan intenso, trastocara muchas de las nociones de lo real”. No creo que termine con este viaje de Concha la travesía de Manjarrez por los dominios del amor en el último medio siglo. Eso sí, ha ofrecido con los seis textos del apartado “Anoche dormí en la montaña” un revelador alto en “el camino de los sentimientos” (por tomar el título de su tomo de ensayos): trasluce aquí cómo su obra no trata sólo de las metamorfosis epocales del amor sino de todas esas provincias del ser que el amor toca, confronta y trastoca, empezando por las bodas y los infiernos que viven el corazón y el cuerpo hasta las propias nociones de lo que consideramos real. Una vez más, como lo ha hecho en páginas anteriores, algunas más potentes y perdurables que otras, como es el propio de cualquier trayectoria literaria, Manjarrez refrenda que una vocación de la escritura artística es esa: ver y asediar con profusa fijeza el presente, la materia de lo inmediato, hasta alcanzar la fusión de todos los tiempos ahí donde los cuerpos sólo la siguen entreviendo como una aspiración.
*FOTO: Héctor Manjarrez recibió los premios Xavier Villaurrutia en 1983, José Fuentes de Mares en 1998 y el Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada en 2008/Adrián Hernández/El Universal.