“El poder necesita que nunca se sepa la verdad” 

Oct 10 • destacamos, principales, Reflexiones • 21944 Views • No hay comentarios en “El poder necesita que nunca se sepa la verdad” 

POR SVETLANA ALEXIEVICH

Traducción de Marta Rebón 

 

La Premio Nobel de Literatura 2015 estuvo en México en marzo de 2003 para dar una conferencia en ruso en el ciclo “Cartas del destierro”, que la Casa Refugio Citlaltépetl organizó en el Palacio de Bellas Artes. Por cortesía de la Coordinación de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, transcribimos esta charla de Svetlana Alexievich con el público mexicano.

 

Mi aspiración a escribir un libro sobre la guerra con mirada de mujer se debe a que pertenezco a una generación a la que le desagradaban las respuestas estériles que nos daban sobre la vida. Estaba claro que esa guerra pomposa era una justificación del sistema y que toda la sangre derramada borraba la verdad sobre su naturaleza. La verdad era totalmente diferente. Recuerdo cómo se gestó mi libro. Una vez fui a un pueblo… En Rusia hay un día en que se conmemora a los difuntos, como aquí en México. Todos acuden al cementerio para recordar a sus muertos. Tratan de hablar con el cielo, con las personas que ya no están. Y advertí algo extraño… Por lo general, en los pueblos rusos y bielorrusos todos se juntan, incluso en el cementerio. Por alguna razón, todos los habitantes de ese pueblo ignoraban a una mujer. Les pregunté por qué. Tardaron en desvelarme la historia. Finalmente me contaron que, durante la guerra, cuando los alemanes se disponían a quemar todo el pueblo, la gente huyó despavorida al bosque. Huyeron con los niños y, por supuesto, sin nada de comida. Se escondieron en el pantano. Aquella mujer, madre de cinco hijos, no tenía nada con qué alimentarlos. La más pequeña no dejaba de llorar. Todos tenían miedo de que por culpa de ella los mataran, que por su llanto descubrieran dónde se escondían. Por la noche oyeron que la pequeña le decía: “Mamá, por favor, no me ahogues. No volveré a pedirte comida”. Cuando se hizo de día, la niña ya no estaba. Esta madre salvó a todo el pueblo, pero ellos después le dieron la espalda. Cuando me lo contaron y vi a esa anciana, me acerqué a ella y la abracé, y las dos nos sentamos junto a sus tumbas. Entendí que en la vida se dan situaciones como esa. A veces no se puede seguir mintiendo… Pero tampoco se pueden escuchar las mentiras. La mentira tiene muchas caras: esas caras pueden ser amables, muy convincentes… Tampoco la verdad es inmutable, tiene muchas caras y, con su nombre, nos llegan muchas cosas. Fue entonces cuando decidí escribir un libro sobre la guerra, sobre lo que contaban las mujeres. Esos primeros relatos me sorprendieron. Su guerra no era en absoluto la guerra de la que hablan los hombres. Cuando los hombres hablan de la guerra sigue intacta la convicción (basta con encender el televisor para oír lo que dicen los hombres) de que la guerra tiene su razón de ser. Pero cuando las mujeres hablan de la guerra hablan sólo de asesinatos. Hablan de… Me acuerdo del relato de una mujer… Durante la guerra las mujeres rusas y bielorrusas no fueron sólo enfermeras y oficiales de comunicaciones, también sirvieron como ametralladoristas, tanquistas y francotiradoras. Es decir, mataban… Esa mujer recordaba que lo más terrible después de un combate es cuando caminas por el campo de batalla. Las personas yacen desparramadas como papas caídas de un cesto. Tal como huían a la carrera, así yacen en el suelo. Te pones a preparar unas gachas, decía ella, preparas un caldero de sopa, y no tienes nadie a quién ofrecérsela: todos están muertos. De doscientas personas sólo dos o tres personas regresan. También me contó que después de la guerra no podía ir a las carnicerías y ver las piezas de carne cortadas, su cuerpo estaba cubierto de eccemas. Después de presenciar aquel mar de sangre en la guerra no toleraba ver nada de color rojo. Y cuando yo escribí ese libro y lo propuse para su publicación, pasaron dos años sin que pudiera ver la luz. Resultó que esa guerra ya no era necesaria en el mundo en el que yo vivía, en el mundo del socialismo beligerante. Porque nosotros fuimos y seguimos siendo un pueblo bélico. Siempre estamos, bien preparándonos para la guerra, bien combatiendo. Las miradas femeninas de mi libro dejaban al descubierto toda esa locura humana que llamamos guerra. Finalmente, el libro vio la luz cuando llegó al poder Gorbachov. Y él incluso utilizó alguna de las expresiones de mi libro en su informe. Lo más importante para mí es que de nuevo estábamos inmersos en una atmósfera de beligerancia. Quería mostrar que nuestra sociedad avanzaba bien a la liberación, bien al desenlace de nuestra utopía. Y resultó que la sociedad estaba preparada para afrontar esta verdad. El libro rebasó todas las expectativas, su tiraje fue de dos millones de ejemplares. Vi las caras de la gente cuando leían este libro y cuánto anhelaban saber cómo era realmente el mundo en el que vivían. Aquel mundo soviético nuestro, a pesar del mar de sangre y las enormes fosas humanas, ya estaba acomodado en nuestro ser. Todas estábamos acomodados a ese mundo: ya nos habíamos resignado, creíamos, fingíamos aceptar las reglas del juego. Es decir, todos nosotros habíamos perdido la libertad. Fue entonces cuando empezaron a hablar personas que trataban de decir cuál era nuestra verdadera historia: en realidad, la victoria en esa guerra terrible nos costó muy cara, veinte millones de personas. La literatura militar y bélica no cuenta la verdad: que en realidad no hicimos sino sobrevivimos. Pero mi libro fue escrito por alguien que era completamente ajeno a ese mundo. Cuando al cabo de diez años yo estaba escribiendo un libro sobre la guerra en Afganistán, con las tropas soviéticas desplegadas allí, yo me desplacé hasta el lugar… Me consideraba una disidente, participaba en el movimiento disidente, pero en realidad todavía creía en el socialismo, en que realmente puede existir, que nuestro socialismo todavía puede tener un rostro humano, y que se puede hablar de ciertos fallos aislados, pero que la idea en conjunto puede triunfar, que se puede alcanzar un espacio nuevo. Al llegar a Afganistán, vi la guerra. Al principio yo ya no tenía fuerzas. Antes había escrito un libro entero sobre la Segunda Guerra Mundial, pero desde la mirada infantil, y ya no me quedaban fuerzas para escribir otro libro sobre la guerra. Es decir, estaba cansada, extenuada en cuerpo y alma. Cada vez que escribo un libro entrevisto a doscientas o trescientas personas. Los principios de mi literatura se basan en que la vida tiene tantas variantes que hay que obtener el texto de cada persona, que una sola mente no está en grado de abarcarlo todo, que hay que hablar con la gente, que cada uno de nosotros tiene su propio texto. Hay quien aporta uno de media página, otro de diez o cinco líneas. Para mí, todos esos relatos se pueden unir gracias a un género particular, la novela de voces. Y el documento origina nuevos modos en el arte. Sin el testimonio humano, sin los esfuerzos de cada uno de nosotros para comprender algo en este mundo, sin los informes individuales de cada uno de nosotros, nuestras dudas, testimonios de los acontecimientos, etc., el cuadro del mundo estaría incompleto. Así que cuando en un libro se integran cien o doscientas voces emerge cierta imagen del acontecimiento en la que ya confías. No tienes ya la sensación de que te están mintiendo, aunque más o menos todos mentimos un poco.

 

Recuerdo que tuve que romper mi silencio cuando a nuestra ciudad –vivo en Bielorrusia, en la ciudad de Minsk– trajeron a nueve pilotos de helicóptero muertos desde Afganistán. La única información que teníamos era lo que decían por televisión… Todos estamos expuestos a ella, sus mensajes se cuelan sin querer en nuestros cerebros. E incluso aunque durante un tiempo opongamos resistencia, después, de todos modos, se apodera de nosotros, si día tras día nos repiten algo. Día tras día, a lo largo de diez años, nos repitieron que nosotros estábamos ayudando a nuestro pueblo hermano afgano, que allí estábamos construyendo colegios, hospitales. No nos decían que allí había muerto un millón de afganos, lo que en realidad hacían allí las tropas soviéticas. Y cuando trajeron a estos nueve pilotos de helicóptero resultó que uno de ellos era mi vecino. No lo conocía personalmente, pero había visto en la calle a ese joven guapo y fuerte… Yo también acudí al cementerio a despedirlo. Por lo general, los enterraban por la noche, a escondidas, para que se enterara cuanta menos gente mejor, pues la guerra se libraba con secretismo. ¿Y qué vi? Vi que los generales y los militares pronunciaban sus discursos, las mujeres lloraban, la gente estaba de pie en silencio, y una niña golpeaba contra el ataúd y decía: “Papá, papá, me pediste que te hiciera unos dibujos bonitos, yo te los hice, y tú prometiste que me escribirías un cuento, ¿dónde estás? ¿Adónde te vas?”. Y entonces a esa niña se la llevaron como si fuera un perrito, la apartaron del ataúd, y la metieron en un coche. En ese momento me juré a mí misma que no iba a participar en ese complot de silencio, no tenía derecho a hacerlo. Porque allí sólo decía la verdad una única persona: esa niña pequeña. Ella era honesta, y todos nosotros, de una manera u otra, participamos en la mentira. Y entonces fui primero a hablar con las mujeres, con las madres, con los hijos de los que fueron a la guerra. Y después me desplacé hasta esa misma guerra. Y al día siguiente literalmente, todo lo que decían en la televisión y todas las ilusiones que aún quedaban en mí saltaron por los aires, hechas añicos. Me invitaron a ir con enfermeras y soldados a un hospital para dar juguetes a los niños afganos. Cuando entramos en aquel hospital, en lugar de las doscientas personas que cabían en ese recinto nos encontramos unas seiscientas. Había un hedor terrible, como es natural. Yo también cogí un juguete y se lo di a una mujer que sostenía en brazos a un niño pequeño. Y de pronto vi que el niño cogía el juguete con los dientes, no con las manos. Le pregunté por qué no lo cogía con las manos. Se habían cumplido ya siete años de guerra, muchos entendían el ruso. Siete años es mucho tiempo… La mujer apartó la manta con la que cubría al niño, y entonces vi que ese niño pequeño y enclenque no tenía ni brazos ni piernas. Ella me dijo: “Esto se lo hicieron tus rusos”. En la vida ocurren estas cosas… Por eso los artistas y los escritores deben salir al mundo, apartarse de la banalidad en la que vivimos. Porque vivimos inmersos en una densa capa de banalidad de la que es muy difícil despojarse, incluso para los artistas. Y esta banalidad lo impregna todo. Incluso el horror se ha vuelto banal. Oímos hablar de la guerra, pero a la mañana siguiente, de todos modos, tomamos café, vamos a conciertos. En cierto modo la banalidad nos protege, pero al mismo tiempo nos vuelve insensibles. Pero a veces sufrimos esas sacudidas… Es como si te arrancaran el alma del lugar donde está escondida… Porque el hombre no está hecho, en principio, para soportar cargas muy pesadas. Nos defendemos de todo lo que nos supera. De la infelicidad, de las desgracias. Por una parte, es comprensible; por otra, si sucumbimos a ello, el mundo se vuelve un lugar más terrible. Y entonces entendí cómo tenía que ser ese libro sobre la guerra. Ese libro tenía que tratar sobre lo que yo había oído decir a esos chicos. Aquellos chicos soviéticos mataban porque querían sobrevivir… Afganistán fue la primera grieta profunda que se abrió en ese enorme imperio de utopía. Y regresé de esa guerra en un avión cuya mitad estaba llena de militares que volvían del frente, heridos, y la otra, de ataúdes de zinc. Y esa cercanía obligaba a pensar en la vida. Y entendí allí, en el avión, que yo volvía convertida en una persona completamente libre. Que tenía que escribir un libro sobre la guerra que hiciera sentir náuseas al lector por lo que es un conflicto armado. Que no sirviera para justificar nada. Y escribí ese libro. Y a pesar de la oposición de los comunistas –en ese tiempo aún eran fuertes–, a pesar de la oposición de los generales, el libro vio la luz. Fue en tiempos de Gorbachov. Y nosotros pensábamos y creíamos de verdad que el tiempo estaba cambiando, que nosotros estábamos cambiando, y que todo eso pasaría muy rápido. El libro se publicó, tuvo mucho éxito, aún hoy se lee… Como saben, en la periferia del imperio sigue habiendo guerra y, como antes, mueren soldados rusos. Al cabo de dos años me sometieron a juicio. Y, para mi sorpresa, en el tribunal vi a aquellos que me habían pedido que contara la verdad, que lo contara todo. Me acuerdo en particular de una madre. Me llevaron a su casa, un piso diminuto en el que había un féretro. Y esa mujer, enajenada, golpeaba con los nudillos el ataúd y decía: “¿Estás ahí, hijito mío? ¿Estás ahí? El ataúd es tan pequeño, y tú eras tan grande…”. Le dijeron quién era yo. La mujer me abrazó y me dijo: “Escribe, escribe toda la verdad. Me quitaron a mi único hijo, no tengo ninguno más, y no entiendo por qué fue a morir a una tierra extraña”. Pues bien, al cabo de dos años veo a esa mujer en el tribunal, acusándome a mí y a mi libro. Le pregunté: “¿Qué hace usted aquí? A fin de cuentas, yo escribí lo que usted me contó e hice lo que me pidió”. Ella me respondió: “Quería contarte mi verdad, que tú lloraras conmigo, y tú tenías que escribir que mi hijo era un héroe. De lo contrario, ¿qué sentido tiene que él muriera?”. Entonces no hay sentido. Cuando se habla de ostracismo, siempre hay un conflicto con el poder, un conflicto con el gobierno. Por supuesto, el conflicto con el poder es la sempiterna historia del escritor ruso y bielorruso. Siempre se halla en conflicto con el poder, porque el poder necesita que nunca se sepa la verdad. Y creo que es así en todas partes, no sólo en un país, pero en Rusia, con su terrible historia, es aún más así. Pero me da la sensación de que el conflicto con el poder no es lo más terrible, incluso para mí, que vivo en Bielorrusia, donde sigue vigente todavía hoy una dictadura. Una dictadura provincial, terrible… La gente desaparece y es encarcelada. Lo más terrible y doloroso para mí, como escritora, es estar en conflicto con la conciencia de masas. La gente vive engañada y creyendo en mitos, es imposible destronar esos mitos sin causar dolor. A quien lo hace le profesan todo su odio. Porque para vivir sin mitos hay que ser una persona libre y, para ello, hace falta valor. Las personas de las que escribo son personas pequeñas, sencillas, no siempre poseen este valor. Tampoco lo tienen siempre los intelectuales. En nuestro país no tenemos ni siquiera esa experiencia de libertad. El hombre siempre vive aplastado por el ideal, es como si le hubiesen quitado para siempre el derecho a decidir de modo independiente ciertas cuestiones. Y él hubiese entregado su alma al Estado, su alma al ideal. Es decir, no es él mismo quien responde a estas preguntas. Y, para mí, esa mujer fue como una metáfora, como una personificación… Yo tenía que decir la verdad, escribir la verdad, destruir los mitos y, aun así, amar a esa mujer, amar a ese hombre sencillo, engañado e infeliz, semejante a un niño. Incluso cuando votan a un dictador, cuando sienten afecto por un dictador que les niega la libertad. Y cuando se les niega la libertad también a esas personas que predican la libertad. Porque hoy en nuestro mundo hay tanto odio que si también los escritores se permitieran sentir odio éste sería un mundo terrible… El espacio postsoviético ya no se sostendría. No se puede hacer más que contraponer el amor. Pienso que la única arma válida hoy son estas palabras de amor… En 1991 se prohibió el Partido Comunista y surgió un país totalmente diferente. Y nos encauzamos en una vía diferente, distinta. Pasamos del socialismo al capitalismo. Y eso es difícil de explicar. No había habido nada parecido, no teníamos experiencia. Se podrán imaginar que esto es lo que esperaba todo el mundo. En realidad, todo fue más complicado. Pertenezco a ese tipo de intelectuales que contribuimos a derribar el muro del Kremlin, éramos románticos.

 

Nos imaginábamos, con bastante ingenuidad, que sólo había que prohibir la variante existente del partido comunista, decir toda la verdad sobre nuestra historia y, tal como decíamos a nuestra manera ampulosa, derribar el muro del Kremlin para ser libres. Sería otro país. En realidad, en 1991, cuando Yeltsin publicó el decreto sobre la prohibición del Partido Comunista y éste se disolvió, la mayor parte de la población se sintió confusa. Recuerdo que una gran conmoción para nosotros, los intelectuales, es que pensábamos que sería una fiesta para el pueblo, y, en cambio, fue una fiesta sólo para nosotros, los intelectuales. El pueblo estaba desorientado. De pronto, se había despertado en un país desconocido. No sabía cómo vivir en él. La gente compraba tres o cuatro periódicos… Estaban atónitos, porque en cada periódico se encontraban una interpretación diferente de los acontecimientos, y nuestro pueblo estaba acostumbrado a que hubiera una única verdad. Ahora, uno mismo tenía que decidir, elegir. En lugar de libertad, la mayoría percibía una agresión. Y, claro, estábamos perplejos: comprendimos que nuestro romanticismo conducía a una violencia. Que habíamos tenido en mente no a la gente real, de carne y hueso, tal y como es, sino una idea imaginaria de la gente. Las ideas que venerábamos eran ajenas a la realidad. Y resultó claro que, con Gorbachov a la cabeza, un grupo de intelectuales había llevado a cabo una revolución y que para construir una sociedad civil libre había que construir todo un pueblo. Tenía que hacerlo toda la sociedad. Pero no había personas libres, no teníamos ese ‘material de construcción’. Y, ¿saben? Creo que esta es la respuesta a lo que a menudo oigo en todas partes: “¿Por qué están estancados? ¿Por qué no progresan?”. Sin duda, es porque crear hombres libres no es algo que se haga de un día para otro. Traer la libertad, desde luego, no es como importar chocolate suizo o papel finlandés, y no se puede tampoco rehacer una economía leyendo un puñado de manuales occidentales. Incluso aquellos occidentales que quisieron brindarnos su ayuda también sufrieron una derrota, porque no se puede viajar en el metro de Moscú con el mapa de Nueva York. Todo eran nuevas preguntas para las que no teníamos respuesta. Perdimos el tiempo, perdimos la confianza en la gente, y en ese tiempo desvalijaron el país, el pueblo se empobreció. Y ahora, de nuevo como después de 1991, se ha producido una nueva oleada de suicidios que dura años… Seguramente a ello contribuyen múltiples factores. A lo largo de la historia de Rusia, el ruso siempre ha vivido en pos de una idea superior. Y sin esa idea elevada, metafísica, le invade el hastío. Recuerdo que cuando escribía uno de mis libros y estaba entrevistando a personas, conocí a un hombre en un pueblo cerca de Pskov, que me dijo: “Mire, cuando había comunismo eso nos hacía en cierto modo especiales. Ahora, en lugar de ese ideal, nos dicen que compremos un Mercedes. Pero a mí no me interesa tener un Mercedes…” Uno puede reírse ante esta respuesta, pero encierra una gran verdad… Y todos los discursos sobre una nueva Rusia, sobre una Rusia nueva y grande, han acabado, como saben, con una guerra en Chechenia. Es una guerra interminable, que nunca se acaba… Quisiera hablar ahora de cómo son hoy los artistas, los escritores… Tengo la impresión de que hemos perdido la conexión con la gente, quizá porque no llevamos hasta el final nuestro cometido. Estamos igual de confundidos que ellos. Creo que, en virtud de nuestra profesión, no nos lo podemos permitir. A pesar de las dudas, a pesar de los errores, tenemos que buscar nuevas respuestas. Todas nuestras respuestas, igual de viejas que los bombarderos americanos, no saben decir cómo se debe construir el mundo del mañana. Y ha resultado que nosotros, los intelectuales, también vivimos en la cultura de las barricadas. También añadiré algo al respecto de Bielorrusia, donde vivo. Hace cinco o seis años, iban a las manifestaciones entre 100,000 y 200,000 personas. Ahora sólo salen a la calle dos o tres mil. En nuestra sociedad falta gente con voluntad de cambiar las cosas. Quizá porque después de la utopía las personas, a las que les han exprimido hasta la última gota de energía, quedan, en cierto modo, corrompidas. Parecía, cuando se estableció la dictadura de Lukashenko, que no aguantaría en pie más de dos o tres años, porque la vida empeoraba de día en día. Pero cuanto peor se vivía más fuerte se volvía el poder y menos personas salían a las calles. Y se hizo claro que las barricadas son una forma anticuada de lucha. Que hay que buscar nuevas vías para oponer resistencia. Por ejemplo, cuando hablo con los jóvenes, les digo que toda nuestra esperanza está depositada en ellos, en las nuevas generaciones que están por venir. Y les pido que no se conviertan en revolucionarios profesionales, que estudien lenguas, que viajen, que reflexionen, que aprendan un oficio o adquieran una profesión. Porque llegarán nuevos tiempos y otra vez nos faltarán profesionales. Sólo tendremos revolucionarios profesionales. Por ejemplo, en Bielorrusia no se luchó por la libertad. Éramos un pequeño país y a lo largo de su historia los bielorrusos vivieron unos cien años bajo el yugo de los lituanos, luego de los polacos, después cerca de tres siglos sometidos a los rusos. No se luchó para recuperar la libertad y, como resultado del desmoronamiento del imperio, se la encontraron como si se tratara de un regalo. ¿Y qué hicimos con la libertad? No supimos manejarla. No teníamos políticos ni economistas profesionales.

 

Y el poder se reconfiguró enseguida en una dictadura. Nuestro actual presidente fue exdirector de un koljós (granja colectiva). Todo su ideario se reduce a tomar el poder y retenerlo. Y, por supuesto, seguimos dependiendo de Rusia. Considero que el cometido del escritor hoy en día consiste en crear un espacio para el individuo. Un individuo que oponga resistencia, que no permita que le maltrate ni un poder pequeño ni uno grande. Pero sólo tenemos —también nosotros, los intelectuales— experiencia de lucha. Estamos ante una manera de pensar nueva y completamente diferente para nosotros. Requiere trabajar a conciencia y con paso lento durante varias décadas. No tenemos que convertirnos en revolucionarios ni en guías espirituales. Hay que hablar más con la gente sobre el coraje necesario para vivir, decirles que tenemos que reconciliarnos con el pasado, señalar dónde está el bien y dónde el mal. En nuestra conciencia hoy todo está embrollado. En el caso de Bielorrusia, es un país doblemente trágico: por una parte, hay una dictadura; por otra, el 25% del territorio está contaminado por el accidente nuclear de Chernóbil y no se puede habitar. Lo sorprendente es que la nación bielorrusa, mi nación, no tiene ni una central nuclear. Es como si la hubieran arrojado a un futuro, es decir, a una nueva realidad muchas veces tratada por el arte y que llamamos apocalipsis. Podrán imaginarse cómo es una zona muerta. Tuvieron que evacuar a la gente. Los animales fueron dejados a su suerte. Cuando la gente partió, tuvo que abandonar a sus animales, que habían domesticado: perros, gatos, caballos, vacas… Luego entraron los soldados a las aldeas, o destacamentos especiales de cazadores, para abatir a estos animales. Después estos pueblos fueron sepultados. Si uno visita esos lugares donde antes había pueblos sólo encuentra tres cementerios. Casas tapiadas, un camposanto humano, fosas para animales… Te asalta la sensación de estar en otro planeta… La naturaleza sigue su curso: en los manzanos cuelgan frutos, al igual que en los perales, y en los ríos hay peces, la hierba crece… Pero son nuevas fisonomías de la muerte. Todas esas cosas te pueden matar. No puedes quedarte en esa tierra. Permanecer mucho tiempo allí es peligroso. No puedes cocinar y comer ese pescado. Es una nueva muerte… El hombre, en tanto que sistema biológico, no puede nutrirse de ello. Y ese peligro no se ve. No puedes tocarlo con las manos, la radiación es invisible. No puedes oírla ni verla. Y nada de lo que ha pasado a lo largo de la historia puede ayudarte, nada en todo el archivo de la humanidad. Porque no hay palabras para nombrarlo… No hay palabras para designar esos nuevos sentimientos que te embargan cuando tienes miedo del agua y de la tierra, cuando a lo largo de varias decenas de kilómetros la capa superior está resquebrajada y la tierra se repliega sobre sí misma. Es decir, son sensaciones del todo diferentes. Creo que muchos de nuestros intelectuales culpan a nuestro pueblo por callar, por no pasar a la acción. Y tengo la impresión de que nuestra conciencia está muy traumatizada.

 

Porque no hay fuerzas humanas para sobrevivir a estas dos catástrofes que acontecieron a la vez: por una parte, el desmoronamiento del país de la utopía; por otra, el accidente de Chernóbil. Considero que el escritor, por supuesto, siempre está condenado a la soledad, pues tiene que encontrar en soledad palabras para explicar lo que ocurre. A veces, claro, le invade la impotencia de las palabras. Puede parecer que las palabras no son capaces de mucho, que hoy en día son impotentes. Pero creo que si no se buscan esas nuevas palabras, el mundo será más temible… Cuando puse el punto final de mi libro sobre Chernóbil, pensé que tenía que seguir escribiendo. Entendí que debía centrar mi atención de nuevo en el individuo. Ese mismo individuo soviético cuyo país había desaparecido. La era soviética se esfumó, la historia soviética se evaporó. Vivimos entre escombros, debemos revisarlo todo de nuevo… Hay que aguzar el oído a lo que dicen las personas. Escuchar otra vez de dónde sacan valor para vivir. Y, en general, es preciso amar… Es lo único que puede salvarte en cualquier parte. Incluso en el exilio… Creo que vivimos unos tiempos en que se necesita mucha valentía, porque el mundo es cada vez más imprevisible e inestable. Hoy en día uno no puede sentirse en ninguna parte libre de peligro. Solemos olvidar que el mundo está lleno de arsenales nucleares. Y que cuando explotó Chernóbil, al cabo de cuatro días, las nubes radioactivas ya se cernían sobre África y China.

 

 

*FOTO: La Academia Sueca resaltó la obra de Alexievich como un “monumento al sufrimiento y al valor”. En la imagen, la cronista bielorrusa durante su visita a México en 2003/Archvio EL UNIVERSAL.

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