¿Existe la música clásica infantil?

May 3 • destacamos, Miradas, Música, principales • 3634 Views • No hay comentarios en ¿Existe la música clásica infantil?

 

LUIS PÉREZ SANTOJA

 

Durante el clasicismo y en casi todo el siglo XIX, la “música infantil” o destinada a los niños como tal era casi inexistente. La idea se limitaba a crear música interpretable por niños o principiantes debido a su facilidad técnica y sencillez musical. El propósito era didáctico, para la práctica pianística: no recuerdo ese tipo de obras en el repertorio del violín, la flauta, el clarinete; había, sin duda, ejercicios para su estudio.

 

La Sonata Facile de Mozart, ejemplo temprano y el único del autor, no era para niños, si acaso para estudiantes y, de hecho, no es nada fácil de tocar, sino todo lo contrario. Schumann y Tchaikovsky escribieron, respectivamente, una serie de piezas para ser tocadas por niños y jóvenes: el primero hizo el Álbum para jóvenes, destinado a sus tres hijas; el autor ruso subtituló su serie “piezas sencillas a la manera de Schumann”. Y, en efecto, aunque algunas tienen un carácter asociado con lo infantil (La marcha de los soldados, La nueva muñeca), no son para la audición lúdica de los niños, sino para no hacerle la vida imposible al estudiante.

 

La culminación de esta idea creativa se dio en una gran obra maestra, el monumental Microcosmos de Béla Bartók, piezas para piano de creciente grado de dificultad, que inicia con fáciles ejercicios de estudio, pero los últimos volúmenes son para los pianistas más virtuosos.

 

Hay pocas obras musicales “para niños”, que traten de “hablarles” (¿cantarles?) a su nivel de comprensión para relacionarlos con la música llamada “clásica”. Y están aquellas que desean, sobre todo, informarles o describirles las familias instrumentales de una orquesta. Tres de ellas se han vuelto “clásicas” por su objetivo didáctico y su calidad musical:

 

Pedro y el Lobo, de Serguéi Prokófiev, es un cuento ruso adaptado por el compositor, en el que la orquesta acompaña con música a un narrador y cuyos personajes son identificados por instrumentos específicos: así, mientras Pedro es representado por las cuerdas, la gangosa voz del abuelo es el fagot, el pato es un oboe y el pajarito, ¡sorpresa!, es una flauta. Sobra decir que el resonante bombo y los timbales son los disparos de los cazadores. La obra ha resistido muchas pruebas: grabaciones con famosos actores; una suite orquestal no muy atractiva sin la voz; un reciente corto de animación (coproducido por TV UNAM y otros países) que elimina totalmente la narración, crea un desarrollo visual en su totalidad, pero se pierde la intención didáctica de Prokófiev.

 

La Guía orquestal para los jóvenes es el más logrado proyecto de cuantos tienen el propósito de enseñar los instrumentos. Los dos más grandes compositores ingleses quedan unidos en una obra de Benjamin Britten, quien utiliza un tema de Henry Purcell (Abdelazer), sobre el cual desarrolla una serie de variaciones; dicho tema pasa por cada familia de la orquesta y después, en diversas piezas, cada instrumento es solista de otros. Al final, el tema de Purcell y un tema de Britten alcanzan una sonoridad deslumbrante. Inevitable: el complemento didáctico es un actor que nos guía por los instrumentos.

 

El Carnaval de los animales no es menos ingeniosa, aunque la intención original de Camille Saint-Saëns no fue destinarla a la educación infantil, sino que deseaba hacer una broma en la que describía animales cuyas características eran asumidas por instrumentos o melodías afines y con gran sentido del humor: así la tortuga es el can-can de Offenbach tocado lo más lento posible; el elefante tendrá la voz del contrabajo y el cisne se desliza con la calidez melódica del violonchelo. Algunos de los modelos no son tan animales, pues los propios pianistas reciben el sarcasmo del autor y los “animales de orejas largas” parodian sus típicas escalas de estudio tocadas a una velocidad inalcanzable.

 

Pero, después de estas tres geniales obras, cuya reiteración puede ir gastándolas, ¿qué sigue?

 

Francis Poulenc con un poco efectivo Babar, el elefante de sabor francés; el Piccolo, Sax y compañía (André Popp) de nostálgico recuerdo para muchos melómanos; Tubby la Tuba(G. Kleisinger), que era despreciada por sus colegas debido a su gran tamaño y profundo sonido, enseña las familias orquestales a su nuevo amigo el Sapo; El Oso (Tristan Schulze) decide aprender a tocar varios instrumentos para trabajar en un circo y finalmente regresar a su hábitat original, el bosque. En un contexto diferente, pues se trata de verdaderas óperas para niños (Hansel y Gretel y El niño y los sortilegios no lo son), el inglés Oliver Knussen, con un lenguaje vanguardista de mínimas concesiones, crea dos óperas magistrales, Where the Wild Things Are y Higglety-Piggledy-Pop, que afortunadamente, existen en videos recientes.

 

Tal vez la más deslumbrante de tales obras sea El compositor ha muerto, una inteligente sátira de las historias policiacas en el contexto de una orquesta. Un detective investiga a cada sección de la orquesta en busca de sus motivos para asesinar al compositor; las ingeniosas coartadas de cada instrumento, que hacen recaer la culpa en el director y su batuta pues en cada concierto tocan a un compositor muerto, los oportunos ejemplos musicales que se escuchan, tanto del autor de esta obra, Nathaniel Stookey, como de los grandes clásicos, hacen de ella un logro creativo, tal vez más adecuada para melómanos adultos.

 

Sin embargo, lo más adecuado sería que los niños tuvieran un contacto natural y cotidiano con la música clásica, sin presiones ni obligaciones. No usaría la típica frase de “contrarrestar el efecto nocivo de la música popular que invade el espacio sonoro…” Pero, considerando el carácter tan pobre de la música mercadotécnica en estos tiempos, el utópico principio estaría en el cambio del gusto general para que en programas de TV y radio, en películas y dibujos animados, se escuchara nuevamente la música clásica. ¿Por qué no, si en las caricaturas de nuestra infancia Tom perseguía a Jerry al ritmo de “la rapsodia” de Liszt y Donald y Bugs Bunny eran acompañados por Tchaikovsky?

 

Bastaría con que los niños tuvieran más contacto con melodías sencillas, ritmos acentuados o sonoridades espectaculares, como decimos, las más “pegajosas”, que sí las hay. Recuerdo una orquesta que mandaba a las escuelas cuartetos de cuerdas —cuyo impacto podemos adivinar: un ansiolítico relajante encapsulado en sonatas y cuartetos.

 

Por supuesto, el contacto tiene que darse en el auto, en casa, en la radio y TV y, sin duda, en los conciertos. No hay que pensar sólo en los de cuatro o cinco años; puede resultar más difícil; pero a los diez es más factible.

 

También hay que eludir conciertos densos y proyectos discográficos fallidos. No faltará un asesor. Recuerdo aquella edición de óperas para niños que se atrevió a hacer una famosa casa discográfica, tomadas de los archivos sonoros de siempre —un simple cambio de portada y ventas ventajosas— y sin explicación adecuada. ¿Cómo le diríamos a los niños que Violeta es una mujer rechazada por la sociedad debido a que “vende caro su amor” y que Brunilda es castigada por su papá a raíz de que ayuda a su hermanastro Siegmund, a su vez enamorado de su hermana Sieglinde, para que mate al esposo de ésta —y el hijo de ambos, Siegfried, cantará en la siguiente ópera de la serie? Todo a su tiempo.

 

Nuestras propias orquestas sinfónicas, sin preocuparse tanto de la estadística de asistencia, podríancontribuir más a que los niños se enfrenten al verdadero fenómeno musical, ver a los músicos y al director. Por el contrario, en los frecuentes conciertos dedicados a los niños, vemos desfilar por el proscenio personajes múltiples, bailarines, duendes, lobos feroces (disfraces, claro) y múltiples objetos de escenografía y utilería. Un narrador atrapa la atención con ese tono, estereotipado, siempre infantiloide, que parte de que los niños no entenderían si se les habla de forma “natural”; es decir, todo acapara la atención por encima de la orquesta que, inevitablemente, tendrá que estar al fondo del escenario y, casi siempre, en penumbras. Es como estar en un evento teatral que distrae a los niños para que no se aburran y que casi olviden que están en un concierto, que a eso fueron y que, aunque a veces el tema es la música… ¿la música? ¡Ah! Bien, gracias.

 

Actualmente, es posible que sólo una orquesta presente los conciertos como tal, en los que el director explica él mismo la música que “habla” por sí sola. Esa podría ser suficiente trampa para que los niños queden atrapados, para que se acostumbren a ella y sepan que existe. Lo demás será efecto y logro del tiempo.

 

*Fotografía: Niños y Jóvenes Cantores de la Escuela Nacional de Música, que participan en el concierto El Niño y la Música, con la Orquesta Filarmónica de la UNAM, ayer 3 y hoy 4 de mayo, en la Sala Nezahualcóyotl / Cortesía de la Dirección General de Música de la UNAM.

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