Juan Gabriel, los mil rostros del pop

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POR JOSÉ HOMERO

@josehomero

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La muerte de Juan Gabriel ha implicado salir del clóset para un país prisionero de sus prejuicios. Y no me refiero a la entronización del artista como icono de las contradicciones culturales y paradojas de nuestra sexualidad, gusto y clase social sino de cómo con su muerte hemos aceptado, con absoluta rendición, el carácter único de Alberto Aguilera Valadéz, su nombre real. La tarde de ese domingo aciago 28 de agosto, convertido ya en efeméride instantánea, las redes ardían. O mejor dicho: la nación –no sólo la República, también esa otra nación simbólica allende las fronteras– zozobraba en un inusitado llanto colectivo que unía a figuras de la alta cultura con políticos; a los intérpretes de viejo y nuevo cuño del ídolo –la nómina es larga; la omito– con figuras mediáticas y del espectáculo. Para no mencionar a los dolientes más sinceros: el pueblo llano. Las aristas de Internet son los puntos donde ahora se celebran los velorios. Tuits y estados de facebook han sustituido las coronas y ofrendas florales. Este reconocimiento unánime fue el corolario para de una vez y para siempre instaurar a Juan Gabriel como el último ídolo de México.

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Todo cabe en la devoción de Juan Gabriel sabiéndolo interpretar. Si su muerte elevó su efigie a los altares de la patria asumiéndolo pedagogo sentimental de al menos cinco generaciones de mexicanos, es hora también de reconocer la valía del músico. En la mayoría de los artículos y homenajes campea una especie de salvoconducto con el gusto propio, como si admitir que uno escucha a Gabriel por sus canciones y no por su connotación, nos demeritara. Imposible ciertamente aislar al músico del personaje, a la obra del símbolo. En un ídolo la producción propiamente artística y la dimensión simbólica se impulsan mutuamente hasta convertirse en una suerte de reliquia, primero de una generación, poco después de una nación y al final de una época, pero ello no implica soslayar la obra y pergeñar chorigresiones para aceptar que sí, que uno gusta de Juan Gabriel y no sólo a la hora de la madrugada en que el refinamiento se deshace más pronto que el nudo de la corbata o el esmerado maquillaje.

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Nada mejor que aprovechar el duelo para coronar a Gabriel como músico sin par. El recelo cultista nos ha impedido escuchar la riqueza de su acervo, cumbre y monumento de una tradición y de una manera de entender el mundo moderno desde los márgenes. Propongo, para el estudio de su legado, reconocer tres estadios en el cuerpo de su producción. Aclaro que por supuesto son ínsulas, conjuntos aislados, sino ciclos temporales, cuyos rasgos de estilo se imbrican por momentos.

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La primera época corresponde al pop e incluye desde las primeras composiciones que inciden en la llamada nueva ola –ese puchero de rock lento, balada, canción francesa y canción napolitana que asolaba las radios mexicanas de comienzos de los setenta– hasta sus incursiones mayestáticas en el sinfonismo ligero o en las incursiones por territorios de la americana y el rock.       La segunda, que se entrevera con la primera, es la faceta del compositor de rancheras. Con ella dio inicio su popularidad más allá de México. La tercer época, la más reconocible y en la que descuella su genio, es la que llamaré criolla, por su combinación y reelaboración de elementos musicales occidentales y propios de la música regional mexicana. Nuestro gran neobarroco es Juan Gabriel. La música de mariachi se hibrida con el pop sinfónico, los ritmos bailables, polka o disco, con los sones de la tierra, el soul con el funk. En esta época Gabriel propone incluso su propia “cuaternidad” al estilo de Heidegger: “La música viene del cielo/la canción viene del hombre/la alegría nace del pueblo/y mariachi tiene por nombre” (“El principio”).[1] En ese mandato debemos reconocer no sólo un acriollamiento sino un verdadero acto de antropofagia. Por motivos de espacio me enfocaré al primer periodo.

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De Juan Gabriel como icono pop

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Gabriel dejó huella en la música pop desde sus inicios. En discos como los intitulados El alma joven –tres colecciones aparecidas en 1971, 1972 y 1973–, en Siempre en mi mente y En esta primavera (me refiero a los discos homónimos de las canciones), destacan desde acentos de la canción italiana en “Tres claveles y un rosal” –que anticipa ya la necrofilia como tema dilecto de esta poética– hasta fraseos con reminiscencias de Freddie Mercury, incluso en la interpretación al piano en “Nada ni nadie”.

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Asombra la temprana diversidad musical y estilística y una complejidad en los arreglos extraña a sus contemporáneos. El alma joven III (1973) asienta su primer hito. Composiciones como “Esta rosa roja”, “En esta primavera”, “Tres claveles y un rosal” o “Nada ni nadie” convierten al álbum en referencial. Para regocijo de los intérpretes de imaginarios, camp y kitsch se refocilan en canciones donde las florituras instrumentales se corresponden con las floraciones líricas, metonimias para la entrega erótica. Varias de esas piezas, con su cancionismo entre los tonos dominantes propios del ritmo festivo y los tonos menores melancólicos de las piezas tristes, entrañan los mejores momentos del pop mexicano. La colaboración con el famoso director de orquesta francés Paul Mauriat y el pianista Jean Paul, la convirtió en una obra única.

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Con Siempre en mi mente (1978) comienza el segundo momento del periodo pop, continúa en Espectacular (1978) y Me gusta bailar contigo (1980), prosigue con sus obras maestras, Recuerdos (1980) y Recuerdos II (1984) y concluye en Pensamientos (1986). La polifonía se aprecia en la variedad estilística: doo wop, melodías amorosas de los años cincuenta, pero también apropiaciones del jazz, fraseos del blues, climas de americana, redovas, polkas, guiños al hilbilly y a los compases del rock’n roll –como el gran homenaje al Noa Noa–; todo ello enmarcado en una atmósfera de soul –o mejor aún, de northern soul– y un en ocasiones frenético rhytm and blues. Aquí surgen muchas de las canciones que habrían devenir emblemáticas de Gabriel: “Siempre en mi mente” –que entraña el germen del shoegazing y cierto carácter recitativo estilo pop de cámara–; “Mis ojos tristes”; “Buenos días, señor sol”, una canción que evoca los acordes festivos de The Beatles en “Can’t buy me love”, primera manifestación de ese culto solar que nunca abandonó nuestro dionisiaco chamán, como lo prueba la con/versión de “Have you ever seen the rain” de Fogerty en “Gracias al sol”. Gabriel es un poeta elemental, no sólo por su diccionario sino sobre todo por su adoración de la naturaleza. Entre el sol y la flor, brotan sus himnos.

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Por las limitaciones propias del periodismo me concentraré en los álbumes intitulados Recuerdos. No puedo omitir sin embargo a Espectacular. Fruto insólito de la tradición pop más reconocible u occidentalizada; apropiación camp del sinfonismo ligero combinando las melodías festivas con revestimientos orquestales retro; antropofagia musical en su apogeo.

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Obra única en Hispanoamérica, Recuerdos debió haber sido un solo disco. Secreto álbum conceptual donde Gabriel abandona su cancionero de las estaciones del amor para remontar los cauces del río de la memoria y mediante el reflejo en sus aguas encontrar el rostro verdadero. Breviario sentimental, autorretrato de una singularidad, manifiesto que convierte “el amor que no se atreve a decir su nombre” a “yo no nací para amar”, el primer disco es el más logrado, con su relato de iniciación que incluye la confesión melancólica, “Yo no nací para amar”. Late aquí un fraseo semejante a los que afamaron a David Bowie y se convertirían en sello del pop de cámara. Riqueza de un disco que en rigor es nuestro producto más presentable de americana –ese sello que engloba sin matizar los varios géneros y subgéneros del rock estadounidense. Ahí están la declaración de principios que es polka hilbilly “La frontera”; el homenaje al rock cantinero, “El Noa Noa”, casi una pieza de honky tonk; “Nunca lo sabré, nunca lo sabrás”, cuyos compases evocan las melodías de los años cincuenta; el fraseo de la guitarra acentuando el aire campirano en “He venido a pedirte perdón”; el blues lento de “Lástima es mi mujer”.

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Gabriel tuvo astucia literaria. Compone sus discos como un auténtico cancionero en el sentido que Cesare Pavese confería al término. “La frontera”, polka emblemática de un norte que no es sur y de un sur que perdió el norte, da inicio al primer disco. Gabriel urdió esas obras con aguja cinematográfica, por eso en el segundo Recuerdos (1984) la primer pieza es “Juárez es el no 1”. La semejanza en la composición unitaria resuena en los ritmos; en este caso, una pieza rockabilly. Si en el primer disco la unidad estilística correspondía al género americana, en el segundo se decanta hacia la canción y hacia el pop de los grandes compositores de los sesenta, como Burt Bacharach, sin eludir la creciente atracción por el soul. “Meche”, una de las canciones más bellas y sutiles de esta obra, evoca en sus falsetes a ese pop de cámara con apliques barrocos de The Walker Brothers. Dentro de esa tradición puede incluirse a “Eternamente agradecido”, “¡Que no diera yo!”, con sus climas de rock suave de las postrimerías de los años cincuenta. Aquí también se percibe ese interés por apropiarse a través de la asimilación de los ritmos de las orquestas de los cincuenta y sesenta, que lo llevaron a colaborar con Paul Mauriat, a grabar Espectacular con la Sinfónica de Londres y a su gran trabajo con Chuck Anderson, verdadero Georges Martin de estos volúmenes. Esa devoción podría incluso corroborarse con su último disco, Vestido de etiqueta (2016), recorrido por las estaciones de su producción con una relectura sinfónica.

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En nuestro afán por mexicanizar a Gabriel hemos sido sordos al gran aprendizaje del músico de Juárez de los ritmos de los últimos cincuenta y los primeros sesenta. Acaso la explicación de por qué Gabriel se decantó por el rock y tierras aledañas deba buscarse en que el álbum es una obra de raíces, no sólo biográficas sino también musicales. Con esos ritmos se formó el adolescente.

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Imposible no detenerse en “Querida”, la obra maestra de Gabriel –con “Amor eterno”, aunque la rockola de Gabriel podría albergar cien éxitos, todos reconocibles. Los acordes de piano a ritmo lento y un arreglo sutil de cuerdas y metales contrastan con el reclamo y urgencia de una voz al borde del desgarre, como en homenaje tácito a “Oh, Darling” de The Beatles. El solo de guitarra a su vez es puro rock sureño. En sus interpretaciones en vivo, Gabriel paulatinamente fue cambiando el revestimiento, desde el guiño a su inscripción dentro del rock (el riff con guitarra distorsionada en el primer concierto en Bellas Artes) hasta los arreglos sinfónicos de las más recientes interpretaciones en vivo.

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Los siguientes periodos darían a Gabriel fama más allá de las fronteras convirtiéndolo en el creador de un nuevo género: el mariachi pop y en un cultor de los sones mexicanos. En esta faceta Gabriel es inigualable. Sin embargo he preferido atender a un periodo por lo común poco atendido y en el cual Gabriel deja también un legado que sólo los puristas del rock, ese género mestizo, son incapaces de reconocer. Acoto empero que en un acto de estricta justicia poética serían los propios músicos de rock de la siguiente generación, no los contemporáneos de Gabriel ni los críticos, quienes contribuirían a la reevaluación y rescate de este cancionero. De La Maldita Vecindad a Los Planetas, de Jaguares a Seeker who are lovers, de Maná a Andrés Calamaro, la impronta de Gabriel en el pop paulatinamente comenzó a reconocerse.

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Sirvan estos apuntes para dar inicio al estudio de las virtudes del músico Juan Gabriel y para de una vez salir del clóset de nuestros prejuicios culturales con respecto a una obra que exige su revalorización.

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[1] Cuaternidad es la traducción que se ofrece a “geviert”, concepto de Martin Heidegger que se refiere a la unidad del mundo entre los divinos y los mortales, la tierra y el cielo. En rigor Heidegger implica cómo habitamos, cómo construimos el mundo. Adviértase que en la canción citada Dios se revela a Gabriel –tanta resonancia cristiana marea–, quien acepta un mensaje cuyo sentido es la unión de la humanidad por la música. En la obra de Gabriel, la música es la gran unidad en correspondencia con el amor.

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FOTO: “La muerte de Juan Gabriel elevó su efigie a los altares de la patria asumiéndolo pedagogo sentimental de al menos cinco generaciones de mexicanos”. En la imagen, un mural del compositor en una calle de Ciudad Juarez, Chihuahua. / Reuters

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