La constitución intangible
POR JORGE CERDIO
/
Jefe del Departamento Académico de Derecho-ITAM
/
Se suele parafrasear un dicho célebre: que lo único cierto en la vida es la muerte y los impuestos. Lo que pocas veces se dice es el contexto en el que esas palabras fueron escritas: “Nuestra nueva Constitución ahora ha sido establecida y tiene una forma que promete permanencia; pero en este mundo nada se puede decir con certeza, excepto la muerte y los impuestos” (Carta de Benjamín Franklin a Jean-Baptiste Leroy, 13 de noviembre de 1789). ¿A 100 años de su creación, nuestra Constitución tiene forma de permanecer? Algunos pueblos ven a su Constitución con reverencia, la consideran intocable y aquello que se considera de naturaleza tan fundamental se escribe en la constitución para que permanezca ahí por el resto de los tiempos (Frankfurter). El efecto de atarse a un texto constitucional es que orilla a las personas y al gobierno a arreglárselas frente a las circunstancias novedosas que puedan surgir (Jefferson). Propicia el acuerdo político y los acomodos prácticos, orienta la atención política hacia las leyes y otras reglas inferiores a la constitución, que sí pueden cambiar, negociar y mejorar. Esta no ha sido nuestra historia porque la Constitución ha sido reformada en incontables ocasiones. Para nuestro pueblo es una ficción hablar del constituyente originario. No tenemos el lugar común de un grupo de personas que ha probado ser suficientemente sabio por la vigencia de sus palabras plasmadas en el texto original de la Constitución, a pesar de las crisis económicas, las revueltas, la guerra mundial, el disenso cultural o las transformaciones sociales de 1917 a 2017.
/
En descargo de todos los legisladores que han reformado 229 veces la Constitución se podría decir que las instituciones están llamadas a dar respuesta a las necesidades de la hora. La Constitución debe responder a los avances de la tecnología y la ciencia, a los cambios en la población, en los niveles de educación o a los cambios en el entorno global. El México de 1917 no es el mismo México de 2017.
/
Desafortunadamente no es verdad que todas las reformas han sido para mantener al día las ideas originales de los constituyentes de 1917.
/
A cien años de distancia no podemos decir que en el texto actual están escritos los principios más generales que no generan casi ninguna disputa (Otero) en la sociedad o las instituciones más básicas sin las cuales no podríamos concebirnos como país.
/
A cincuenta años de la constitución de 1857, Emilio Rabasa se lamentaba que había sido un proyecto inspirado en preceptos teóricos e ignorante de la conveniencia práctica, una “armadura que no se ajustaba al cuerpo que quería guarnecer”; que cuidaba “la armonía de las partes, de la gallardería de las proporciones” como si se tratase de una obra de arte puro. Fue un proyecto que ignoró las peculiaridades de un México sin vida pública, cívica, democrática; ignoró que se trataba de un país pobre, vasto e inconexo. La constitución fue inoperante, nula, porque esos constituyentes cayeron en el absurdo de “suponer que basta una Constitución para hacer un pueblo”.
/
Conocer las condiciones geográficas, sociales, económicas e idiosincráticas de los destinatarios de la Constitución produce la oportunidad de su cumplimiento, de generar orden, cooperación e influencia real. Este conocimiento requiere un estudio previo, calma y cierta pericia. Rabasa no encontraba en el constituyente de 1857 en “ninguna discusión ni en el espíritu de precepto alguno” ese conocimiento fundamental de las condiciones bajo las que se gobernaría. Del mismo modo no encuentro en los cientos de reformas a nuestra constitución ese estudio del pueblo (y de los hombres del gobierno) a los que van dirigidas. La retórica política no impone un estudio detenido. Desde ese lugar de reacción pronta vemos a nuestra Constitución usada como la panacea para cualquier asunto que sacuda al bienestar general, unido al socorro recurrente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ha funcionado como un paraíso de los movimientos reformistas (J. Marshall Harlan II).
/
No ha habido, entre reforma y reforma, la necesidad de ingenio para adaptarnos al texto irreformable, la preocupación por crear mejores leyes; no ha habido tiempo y calma para esperar el efecto social deseado, la asimilación de las instituciones reales (las personas de carne y hueso que trabajan para el Estado). Nos hemos visto tensados entre el clamor de que lo importante debe estar escrito en la Constitución (¡queremos más constitución!) y la falta de efectividad —o el incumplimiento— de la reforma inmediata anterior (y de la ley vigente). Cuando las instituciones reales están por asimilar el cambio, cuando la sociedad civil espera que sus demandas —¡ahora sí!— se vean cumplidas con la novedad constitucional, una nueva reforma ocurre. Es una espiral que nos deja constantemente sin constituirnos, con el efecto de la pérdida de vista de lo dicho antes, de la constitución pasada, devaluada, que es pasado.
/
Es un mito que, al ver la historia de las reformas, al estudiar sus palabras, entenderemos nuestra Constitución. Todo el tiempo se está volviendo algo nuevo y aquéllos que la critican, los que actúan conforme a ella, así como los que la elogian, contribuyen a formar la constitución del mañana (Beard y Beard). El imperio de la constitución (y del derecho) no está en un territorio, en una competencia, en un procedimiento, está definido por las actitudes (Dworkin). Nuestra actitud hacia la constitución es reformarla frente a cualquier debate social o político, sin mirar si sus destinatarios pueden —financiera, educativa o socialmente— llevarla a cabo o si la ciudadanía es capaz de “tomar participación en la vida pública y en la acción democrática” (Rabasa) para generar las instituciones reales y concretas. Deberíamos detenernos a pensar en estas actitudes y condiciones para concluir: atarnos al mástil de la nave, limitar las reformas a cada cierto año. Evitar el autoengaño de que basta una constitución —incluso la más proporcionada y bella— para hacernos una sociedad mejor, empecemos a imaginar el modo en que lo ya escrito pueda servir para influenciar positivamente la vida de las personas. En los siguientes cien años, evitemos a toda costa, el amor a las reformas que ha vuelto intangible a nuestra Constitución (Rabasa).
/
FOTO: Convocado por el presidente Venustiano Carranza, el Congreso Constituyente sesionó del 1 de diciembre de 1916 al 5 de febrero de 1917, cuando se promulgó la Constitución. En la imagen, reunión del Congreso Constituyente en diciembre de 1916./ Tomada del libro “Vigencia de la Constitución de 1917. LXXX Aniversario”
« El futuro de nuestra Carta Magna Centenario de claroscuros »