Centenario de claroscuros

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POR JORGE ISLAS 

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Profesor por oposición de Derecho Constitucional en la UNAM

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Desde que somos país independiente, hemos tenido seis Constituciones, todas como producto de un nuevo pacto político que buscó establecer nuevas reglas del juego. En la mayor parte de las veces, cada Constitución fue consecuencia de una revuelta social. En realidad fueron producto de Revoluciones, con R mayúscula, esto es de movimientos populares armados, violentos que generaron inestabilidad y zozobra antes de fijar las nuevas reglas del poder público.

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De esta manera, el tema Constitucional generó enfrentamientos políticos y militares entre peninsulares e independentistas, monárquicos y republicanos, federalistas y centralistas, conservadores y liberales, científicos (los porfiristas) y revolucionarios, renovadores y jacobinos. Una lucha por el derecho a gobernar por medio de nuevas reglas de acceso y ejercicio del poder.

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Al describir a nuestra primera Constitución, Alexis de Tocqueville expresaba lo siguiente:

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Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi íntegramente la Constitución de los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al mismo tiempo el espíritu que la hace ser una ley viva. Actualmente, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo y del despotismo a la anarquía.”

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Cuando Tocqueville escribió éste párrafo, la Constitución de 1824 tenía 10 años en vigencia. Tiempo suficiente para valorar, los primeros resultados de una ley.

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En el siglo XX, John Turner, autor del libro México Bárbaro, al hablar sobre la Constitución de 1857, decía lo siguiente: “Descubrí que México es un país con una Constitución y leyes escritas tan justas en general y democráticas como las nuestras; pero donde ni la Constitución ni las leyes se cumplen. México es un país sin libertades, sin ninguna de nuestras queridas garantías individuales, sin libertad para conseguir la felicidad.”

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En la visión nacional, tanto Justo Sierra como Emilio Rabasa fueron severos críticos de la Constitución liberal, sobre todo en lo referente a la parte orgánica, a las reglas del poder. En resumen, ambos autores decían que dicha Constitución no ofrecía bases ni estructuras propias para la gobernabilidad. De ahí que desde un principio, la Constitución de 1857 fue omitida en la práctica, al grado incluso, que el propio Juárez y Lerdo de Tejada tuvieron que gobernar, en ocasiones, más con decretos administrativos que con las propias reglas Constitucionales.

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El diseño institucional que ofrecía esta Constitución fue muy cercano al modelo de gobierno de tipo parlamentario. Los tratadistas lo identifican como un gobierno congresional en donde el Poder Legislativo tenía más facultades que el Poder Ejecutivo. El resultado final de implementar una Constitución con figuras y valores que son ajenos a nuestras tradiciones y costumbres políticas e institucionales fue la instauración de una dictadura y después, la Revolución.

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Considero que éste ha sido uno de nuestros grandes males a lo largo de nuestra historia nacional, independientemente de la virtud o defectos de cada Constitución. Un mal diagnóstico para crear nuevas reglas del poder y después la inobservancia de la ley, el poder personal por encima del poder institucional, han sido parte de las características de un sistema que bajo ninguna circunstancia se puede llamar Constitucional. Debemos añadir la enorme tentación que ha tenido nuestra clase política por reformar constantemente la Carta Magna, como si esta acción cambiara la realidad de las cosas. El cambio de ley que no es observado se traduce en demagogia y simulación.

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La Constitución vigente, que hoy cumple cien años de haber sido promulgada, ha tenido casi 700 reformas en donde únicamente se han respetado 22 de los 136 artículos que contenía el texto original (Diego Valadés). Se ha engrosado su contenido tres veces más de lo que aprobaron los Constituyentes de Querétaro. En muchos casos tenemos reglas que deberían de pertenecer a un reglamento administrativo y no a una disposición constitucional.

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Aquí aparece otro de nuestros males constitucionales. El significado mismo de la palabra “constitución”. Para muchos de nuestros legisladores es lo mismo que un reglamento. Para otros es sinónimo de discurso o plataforma política programática que habla de derechos que pueden ser observados a futuro. Algunos otros representantes de la Nación la han confundido con una ley orgánica o, en su defecto, como un programa de acciones de orden administrativo en donde se pueden incorporar políticas públicas asistencialistas más que derechos. Esto explica de alguna forma por qué hay tantas reformas con tantas inconsistencias y extravagancias.

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¿Por qué tantas Constituciones? ¿Por qué tantas reformas y resultados tan pobres? Pienso que son diversos los factores que no nos han permitido tener un mejor sistema Constitucional, pero también creo que hemos fallado en principio en el diagnóstico para entender qué reglas y qué figuras se deben introducir al texto fundamental.

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En la actualidad, en el inicio del siglo XXI, tenemos un sistema constitucional formal en donde se requiere gobernar con la ley en la mano antes que por usos y costumbres, como sucedió en el Porfiriato y en los mejores años del sistema del partido hegemónico del siglo XX.

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El pacto de reglas sobre el ejercicio del poder es casi el mismo que planteó Carranza hace cien años, con la diferencia de que ahora tenemos diferentes circunstancias y necesidades.

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El gran reto es hacer gobernable democráticamente a las diversas estructuras de autoridad del Estado Mexicano. Independientemente de las valoraciones que se tengan al respecto, observo al menos los siguientes rubros como de urgente atención para no enfrentar adversidades de funcionalidad institucional ante los posibles escenarios electorales del año 2018.

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En lo referente a las reglas de acceso al poder, las que también son llamadas leyes y disposiciones electorales, hay temas que deben ser valorados dadas las nuevas realidades nacionales. Entre las reformas que son sugeridas, me parece que dos son imprescindibles para fortalecer la representación política y con ello, ofrecer mejores condiciones para la gobernabilidad.

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El modelo de comunicación política previsto para hacer campañas electorales ya nos demostró lo pernicioso que puede ser un sistema que medio informa a través de comerciales de campaña con duración de menos de un minuto. Me refiero al marketing político que presenta a los candidatos como mercancía y no como opciones para deliberar con seriedad los beneficios, o no, de las propuestas que ofrece cada partido o candidato. El spot va a terminar por aniquilar la esencia de una democracia deliberativa.

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El abultado número de partidos no sólo es oneroso para el presupuesto público, sino además incentiva la fragmentación de la representación, creando con ello gobiernos divididos con parlamentos fragmentados. Revisar el umbral del porcentaje mínimo para permanecer como partido político nacional creo que no es mala idea, dado que el voto popular, esto es el poder de la gente, determinaría finalmente qué partido debe ser merecedor para permanecer en las boletas electorales con el apoyo real de simpatizantes y no de un subsidio y un porcentaje ficticio. Hoy el umbral es del 3%, lo que permite tener a 10 partidos políticos nacionales. Un nuevo piso de porcentaje mínimo ayudaría a mantener a los partidos que realmente sean nacionales y no regionales.

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Ante la alta fragmentación de partidos, es probable que el próximo presidente sea electo con el 30% de la votación emitida. Insuficiente para gobernar con la base de legitimidad que requiere un presidente que habrá de enfrentar, muy probablemente, a un Congreso fragmentado y en oposición a quien vaya a ser presidente. La segunda vuelta electoral es indispensable para tener presidentes con amplia base de legitimidad y con el apoyo de una mayoría, sin lastimar a la pluralidad política. Francia nos ha dado un buen ejemplo de cómo puede ser implementada una figura de esta naturaleza, sin lastimar pluralidad ni representatividad.

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En el plano del pacto federal urgen cambios que posibiliten revertir la tendencia de crear un gobierno nacional que concentra y centraliza cada día más poder, con nuevas leyes, facultades y competencias que deberían ser materia de los Estados. Por ello, es necesario un nuevo acuerdo federal que permita establecer de manera explícita la intervención de la Federación en los rubros exclusivos de su competencia y en los que no debe tener participación alguna.

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Nuevas reglas, también, para hacer fiscalizables y responsables a los gobernadores y presidentes municipales de sus excesos. Para ello, es importante contar con un poder judicial independiente en el ámbito local y mejores mecanismos de fiscalización federal y estatal.

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Con la pluralidad que tenemos reflejada en todos los niveles de gobierno la tendencia es y será de gobiernos divididos. Veinte años consecutivos de gobiernos enfrentados es tiempo suficiente para que nuestra clase política se convenza de que el actual diseño institucional es disfuncional y restrictivo para generar mejores resultados de gobierno y, en consecuencia, mejores expectativas para nuestro desarrollo nacional. Lo anterior no quiere decir que nuestra pluralidad política representada en el Congreso Federal sea la única causante de nuestros males, como la falta de cooperación, coordinación, corresponsabilidad y buena comunicación que requieren los poderes ejecutivo-legislativo para encontrar soluciones a sus constantes desencuentros institucionales. Al contrario, es y ha sido uno de los elementos más importantes de nuestra transición para establecer un efectivo y, en algunas ocasiones, excesivo contrapeso Constitucional al Poder Ejecutivo Federal.

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El problema de nuestra pluralidad política es que aún no tiene un marco legal con las figuras y mecanismos que le permitan tener, desde la diversidad de opiniones y posiciones, nuevos equilibrios e incentivos para que los poderes Ejecutivo y Legislativo procuren consensuar sus decisiones con base en el diálogo que armoniza y no que confronta y polariza permanentemente el debate parlamentario con el gobierno en turno, dando como resultado bloqueos o chantajes legislativos así como parálisis y baja productividad en la aprobación de leyes imprescindibles para la sociedad. El hecho de tener en cantidad determinadas reformas aprobadas no quiere decir que en calidad y contenido sean los instrumentos que el país requiere. No quiere decir que tenemos un buen ensamble constitucional que impulsa, bajo cualquier circunstancia de pluralidad, buenos gobiernos que se derivan de buenos instrumentos para gobernar.

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Con los pobres resultados que arroja el haber tenido un Congreso adverso al Presidente de la República desde 1997, el reto de hoy para todo el sistema político es cómo hacer funcional la maquinaria de gobierno desde la pluralidad legislativa en donde ningún partido podrá por sí mismo tener la mayoría que se requiere para aprobar cambios legales, no se diga de reformas Constitucionales que necesitan de dos terceras partes de la votación de ambas Cámaras y de la mayoría simple de las legislaturas de los Estados.

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Para resolver los nudos de conflicto que se derivan de los gobiernos divididos, diversos analistas y especialistas han sugerido o bien mantener al sistema presidencial incorporando nuevas figuras y mecanismos que posibiliten una mejor comunicación y cooperación institucional con el Congreso, o en su caso, transitar hacia un sistema de gobierno de tipo parlamentario.

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Con independencia de los diversos temas que deben ser incorporados en futuras reformas para hacer más funcional las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, considero al sistema parlamentario como una extravagancia muy alejada de nuestra realidad que podría crear más problemas que soluciones. No obstante lo anterior, se deberían integrar al menos algunas figuras parlamentarias que generen un mejor control del Congreso con respecto del Poder Ejecutivo. Pienso en la necesaria ratificación por parte del Senado de todos los altos funcionarios de la Federación, y en un contrapeso en favor del Presidente, se debería de agregar la facultad del veto parcial, instrumento indispensable para controlar a una asamblea altamente fragmentada e irresponsable.

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Nuestro actual diseño institucional no favorece la gobernabilidad ni la funcionalidad, ni la productividad ni la eficiencia, ni la prontitud con la que el gobierno federal debe atender y resolver los asuntos de su competencia. Los resultados están a la vista de todos.

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Se requiere de una reforma Constitucional y legal que estimule la cooperación y mejore la comunicación entre los poderes públicos para que otras reformas pendientes sean consideradas con la seriedad y oportunidad debida. Por todo ello, considero que es necesario impulsar en primer término una reforma al poder público que estructure un nuevo arreglo constitucional para el mejor funcionamiento y coordinación que se deben entre sí los poderes del Estado.

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En el centenario de la Constitución de 1917, México puede concretar exitosamente su transición a la democracia con una reforma seria y de fondo al ejercicio del poder público. Es la oportunidad que tenemos para concretar un largo proceso que se ha construido por aproximaciones graduales y sucesivas. La transición ha logrado que como ciudadanos tengamos garantías para nuestra libertad, diversidad y pluralidad política. Queda pendiente la funcionalidad de la maquinaria del gobierno. ¿Debemos esperar otros cien años?

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FOTO:  Constitución de 1917, mural de Jorge González Camarena que se encuentra en el Castillo de Chapultepec./INAH

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