Shin’ya Tsukamoto o el putridero militarista

May 13 • Miradas, Pantallas • 3784 Views • No hay comentarios en Shin’ya Tsukamoto o el putridero militarista

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Esta cinta de Shin’ya Tsukamoto aborda la historia de un grupo de soldados japoneses que ante la inminente derrota de su ejército durante la Segunda Guerra Mundial, intenta sobrevivir adentrándose en territorio filipino, lo que da lugar a una historia con un fuerte discurso antibélico

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POR JORGE AYALA BLANCO

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En Nobi. Disparos al amanecer (Nobi, Japón, 2014), trepidante filme 10 del director-fotógrafo-editor-actor y mundialmente famoso pionero nipón del más acre cine distópico cyberpunk de 54 años Shin’ya Tsukamoto (Tetsuo: el hombre de acero 88, Ballet de balas 98), con guión suyo basado en la feroz novela autobiográfica homónima de Shôhei Ooka que hace más de medio siglo había inspirado una obra maestra antibélica de Kon Ichikawa (Fuego en la llanura 59), el lamentable soldado tuberculoso japonés Tamura (Tsukamoto mismo) es enviado con mínimas provisiones por su General a una enorme cabaña distante improvisada en hospital cuyo médico en jefe lo rechaza y lo regresa una y varias veces a su deshecho regimiento durante la derrota nipona en Filipinas, sin posibilidad de retirada hacia ninguna parte, hasta que el infeliz recibe la orden de suicidarse, la desobedece cuando presencia el estallido del nosocomio-morgue bajo el bombardeo estadounidense, vaga incansable por mero instinto entre ruinas por bosques y llanuras en amplios círculos, se alimenta de tubérculos y raíces, se topa siempre con los mismos soldados parias tan hambrientos como él, se deja conducir por el humo de algunos fuegos entre los restos del pudridero militarista, se dirige en vano a la ciudad de Palompon, acribilla por error en el refugio derruido de cierta iglesia católica a una mujer filipina a quien providencialmente le hereda una bolsa con sal indispensable para subsistir, se integra a un diezmado pelotón errabundo, al que se aferra como clavo ardiente aunque ninguna necesidad tenga de serle fiel ni atarse a ningún oficial abusivo, pero se desprenderá de ese contingente para integrarse a un despavorido grupo de tres soldados dementes que devoran carne seca de mono, que codician la sal del aterrado Tamura y que acabarán traicionándose, engañándose y matándose entre ellos para proveerse de más carne de mono, en realidad humana, y a los que logrará sobrevivir el héroe sólo en apariencia pasivo, para ser tomado como prisionero de guerra y, apenas repuesto, ponerse a teclear las memorias de su descenso a los infiernos.

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El putridero militarista se plantea en cuanto a estilo en las antípodas exactas del estoico prurito de sobriedad con que el clásico de Ichikawa acompañaba al devorar físico-mental de la degradación humana que culminaría en el canibalismo (ese inequívoco signo de lo atroz), pues aquí en Tsukamoto todo es efectismo brutal y fantasía óptica vagamente surrealista, altas dosis de disolvencias y sobreimpresiones igualmente eternas, brillosos colorines artificiales, cortes sobre la agitación de la violencia con cámara en mano a otra cámara en mano aún más inasible por la mirada, jump-cuts para acosar a los personajes desde su aparición misma, brutalidad maniática de gore y splash horror que ya a muy pocos pueden intimidar, impresionantes regueros de cadáveres negreando en la penumbra o blancuzcos, caminos selváticos y llanuras infestados de zombis aún con apocalípticos residuos de vida, un vómito sanguinario y sanguinolento de extremidades mutiladas volando por los aires ensangrentados, cabezas reventando de súbito entre risotadas histéricas, flash-backs en colores rutilantes, callejones visualmente sin salida en medio de la maleza y demás estallidos en llamas de una cámara pulsátil, pulsional, dolosa y dolorosamente orgásmica.

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El putridero militarista se propone teórica, filosóficamente por encima de toda fácil retórica antimilitarista, así como de cualquier complacencia con la podredumbre o con la carroña, ya que aquí el calvario individual escapa a cualquier denotación o connotación en “defensa de la vida y la cultura” donde “se funda el conocimiento” (escribía el llorado Sergio González Rodríguez en un agudo texto sobre la muerte), ya que el calvario propio al interior de la guerra no concede la inmortalidad, ni provoca éxtasis alguno bienhechor, ni promueve ese “sentimiento de compasión por la humanidad sufriente” que refería Maurice Blanchot en El instante de la muerte, pues para Tsukamoto la muerte no es un instante, sino un proceso doloroso, interminable, radicalmente corporal, un mero hecho prolongado en sí, más allá de conjeturas en torno al heroísmo, la inevitabilidad de la justicia siempre inalcanzable o la injusticia inasible, ambas indeslindables en esas circunstancias objetivas y subjetivas.

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El putridero militarista va renunciando de manera regresiva a cualquier asomo de humanidad, a medida que ensarta en lo específico expresivo temas tan universales o insólitos como el atesoramiento de papas partidas al infinito para intercambiarse o no por cigarrillos, la anhelante búsqueda obsesiva y contagiosa del fuego primordial para simple cocimiento nutricio, los retortijones de la osamenta convulsa por haber ingerido alimentos crudos, la sangre depositada en una fotogénica salina refulgente, la envidiable granada a punto de explotar en una mano, los reencuentros fatalmente reincidentes con los mismos dementes, la itinerante soledad en el espanto, los excesos de una irreconocible pesadilla, las luces cegadoras que acabarán de exterminar al ejército, el onirismo rampante de unas florecillas rememoradas cual juguetes sonrientes del irónico destino cruel, o el voluntario ofrecimiento del cuerpo propio como futuro manjar suculento, al término de una “pastoral envenenada” (Oscar Möller) que ha devenido en magna meditación sobre La condición humana (Kobayashi 59-61) en versión de microsaga-ensayo desatada.

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Y el putridero militarista consuma y consagra su terrible belleza como un acto límite de autofagia, con un trozo de piel arrancada de la espalda, de ese combatiente antiheroico que respiraba desde un inicio su propio hedor a predestinación destructora y hundiéndose cada vez más, en suma, dentro de su temporada en un chillón averno budista que clama añorante por el silencio, sin conseguirlo, en el salvajismo de ese inextinguible estado de putrefacción vistosa.

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FOTO: Cuenta con las actuaciones de Lily Franky, Natsuya Nakamura, Yuko Nakamura y Dean Newcombie/ESPECIAL

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