Un muchacho aventurero

Nov 26 • Conexiones, destacamos, principales • 3395 Views • No hay comentarios en Un muchacho aventurero

Viajes a las playas y a la frontera norte

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POR HUBERTO BATIS

 

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La última entrega de mis memorias, en la que conté episodios de mi infancia y mi familia, tuvo mucho éxito. Recibí comentarios de amigos, conocidos y desconocidos. Descubrí que hay mucho interés por conocer detalles de mi infancia, de un muchacho aventurero, como todos los muchachos. Algunas de esas aventuras de infancia también las viví en la playa. Cuando éramos niños, íbamos a las playas de Colima, Jalisco y Nayarit con mi papá, que se metía a nadar muy profundo porque era muy buen nadador de alberca y de aguas profundas. Mi mamá se quedaba en casa porque no le gustaba ir por el calor y los moscos.

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Yo me llevaba libros para leer bajo la sombra de las palmeras o de las enramadas debajo de las sombrillas. Recuerdo que mi papá tomaba siestas muy largas en las que mi hermano Jenaro y yo aprovechábamos para hacer cosas peligrosas como pescar con fisga, un arpón hecho de carrizo con el que disparas unas flechas que te vendían los muchachos del pueblo. Agarrabas tu carrizo, tensabas la cuerda y por en medio del cañón salía disparada la flecha. Llevábamos los pescados a la cocina del hotel y ahí nos los preparaban. Decíamos a mi papá que los pescados nos los habían regalado unos muchachos deportistas. También nos metíamos a nadar con snorkel y nos sumergíamos a cazar peces y cangrejos con nuestros arpones.

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Luego nos echábamos novias de vacaciones, novias de nuestra edad, de 10 o 12 años. Eran noviazgos que sólo duraban el tiempo que pasábamos en la playa. Después, en la ciudad, les llamábamos por teléfono, quedábamos de verlas y ya no era lo mismo que en la playa: las bellezas en bikini ya no resultaban tan guapas como cuando usaban monokini y “sinkini”, que era el que algunas vestían cuando se metían al agua: se quitaban todo. No faltaba la ola que te quitara el calzón o que alguna muchacha perdiera una parte del bikini. Ahí tenías que ir a buscarlo. A veces lo encontrabas en la playa. Otras veces las olas traían paseando el calzón.

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Cuando mi papá dormía la siesta en el cuarto del hotel dejaba su dinero escondido en la cajuela del coche para protegerlo de los ladrones, pero ese escondite era una delicia para mi hermano y mía porque abríamos la cajuela y sacábamos uno que otro billetito para comprarnos cocos y golosinas.

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Aunque él no lo supo mi hermano y yo nos arriesgamos mucho en esos viajes. En una ocasión nos metimos a nadar a un pequeño lago (lleno de erizos, incluso algún tiburón), al que se llegaba caminando por la playa con el cambio de la marea. Una vez también mi hermano se cayó al mar. Una ola altísima lo elevó y antes de estrellarlo contra las rocas –que eran como de lava, rasposas– se agarró del tronco de un árbol que estaba atorado. Cada que llegaba la ola lo cubría, quería arrancarlo del tronco y él tenía que esperar la ola para agarrarse y después respirar. Estuvimos ahí dándole vueltas hasta que alguien llegó con una cuerda, la lanzó para amarrarla en el tronco. El otro extremo lo fijamos a un árbol. Mi hermano se colgó de la cuerda con las manos y los pies y se vino colgando como chango hasta donde estábamos nosotros. Se salvó, pero se raspó el pecho. Siempre andaba con la playera puesta y mi papá le decía: “Quítate la playera para que te dé el sol”. Pero si se la quitaba hubiera descubierto los raspones.

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Viajes mayores

Mi amistad con Vicente Alverde González, el Poeta del Alba, me llevó a conocer a su cuñado: Manuel Orozco Uruchurtu, casado con Pilar Alverde. Con él podíamos estar en un restaurante y podía decir: “Estos están muy lentos. Vámonos a Acapulco o a Nueva Orleans. Allá te sirven más rápido y mejor”. Nos invitaba a cuatro o cinco y nos íbamos a cenar mariscos y todavía regresábamos a México. O ya estando en Nueva Orleans nos íbamos a San Antonio, donde uno quedaba atontado de tantas cosas, entre ellas los posters de películas famosas, con retratos de Marilyn de cuerpo entero, o de Brigitte Bardot. Luego llegaron las italianas a acabar con las francesas. De mis aventuras con las gringas aprendí su palabra preferida en actos de amor: gently, que significa “gentilmente, con cuidado, con ternura”.

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Ya después tuve oportunidad de viajar al norte por otros motivos. A Tijuana me tocó ir cuando trabajaba en el Banco de México. La revista Banxico me mandó a reportear en las sucursales, entre ellas la de esa ciudad fronteriza. En Tijuana vi el paso de las ballenas en su camino al sur de California. Ahí también probé la langosta, que te sirven de la manera más extraña posible: con tortillas de harina grandes y frijoles enteros encima. Aquí sería de lo más exótico. Del otro lado de la frontera disfruté de los steaks, filetes de carne gruesa que no te dan aquí, ni aunque lo pidas. Ahí también me tocó dar conferencias del periódico unomásuno en Ciudad Juárez.

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Pero tampoco nos olvidemos del sur, que es tan maravilloso como el norte. Sobre todo en cosas de comer: en Campeche, en Mérida. En una ocasión me fui manejando a Cancún. Salimos a las 12 del día y sólo parábamos para ir a comer o ir al baño. Iba con mis hijas adolescentes y con Mercedes Benet. Ella le dijo a sus padres: “Me voy a Cancún con unos amigos”. Su papá le respondió: “Mejor di que irás con un amigo y te creeremos más”.      Llegamos por ella y salió su padre dispuesto a reclamarme qué venía a hacer con su hija. Pero toda su ira se despejó cuando vio a mis dos hijas en el asiento de atrás del Javelin blanco recién comprado. “Hola, niñas preciosas. ¿Ya se van de paseo?”, les dijo. Ellas respondieron: “Sí, vamos a ir al mar”. “¡Ah! ¡Qué bien! Que se diviertan”, dijo el papá de Mercedes. En eso salió su hija y se despidió de su papá, que le dijo alguna palabra en catalán que por el tono significaba alguna advertencia o un consejo. Llegó un momento en que mis hijas eran de la edad de mis novias, así que se hacían amigas y me manipulaban entre todas.

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Ahora me doy cuenta que después de cinco hijos y 10 años de convivencia con Mercedes nunca aprendí una palabra en catalán. En sus reuniones los extranjeros hablan en su idioma. Aunque el señor Benet había llegado a México en 1910, la madre de Mercedes era una catalana de Nueva York, de donde el suegro la había traído. Así que hablaban tanto en inglés como en catalán. Si no hablan su idioma en su casa, en la mesa, ¿cuándo lo van a hablar?

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Actualmente llevo 30 años casado con una mexicana que recién había cumplido 30 años: Jacinta Patricia González Rodríguez, economista de profesión.

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