Una vida en los cocos

Oct 10 • Ficciones • 2799 Views • No hay comentarios en Una vida en los cocos

POR WILSON ALVES BEZERRA

Traducción de Alma Miranda

 

Un día a María se le ocurrió la idea de una tarea varia y humana: para garantizar la supervivencia, la más inmediata y atávica, pues si bien carecía de pan también le faltaba rumbo, decidió biografiar en vida la grandeza de su marido. Pero como grandeza no había y tenía poco que contar, no le restaba nada más que, caviló, inmolarlo: ofrecerlo vivo al biografiarlo —imperfecto y mágico— era la solución.

 

Se entregó a su tarea con ardor y técnica. Y si la cuestión que más la incomodaba era que allí las vidas no avanzaban por carecer de gracia e interés, se le figuró que la única posibilidad sería tomar los horizontes inexistentes o vacíos y llenarlos con ingenio.

 

Pero carecía de una técnica depurada e innovadora con la que se salvaran esas vidas, atávicas e inmediatas, y se pudiera fijar en los venideros tiempos de aquel poblado pequeño, oriundo del imperio, la grandeza ausente de su marido Carlos. Primero meditó en algo del marido; después en algo qué contar y, finalmente, en el escenario, el poblado parco de historia y gracia: casi desistió. Dado el vacío existencial de su esposo, los escasos materiales para biografiarlo y además las callejuelas mediocres por las cuales éste se movía de las ocho a las seis para cumplir su turno, María por poco desistió otra vez.

 

Hasta que se le ocurrió que lo único peculiar del pueblo —así lo decía el himno de la precaria ciudad—, el único orgullo local, que ni siquiera lo era tanto, eran los cocos. De las palmeras plantadas en el tiempo del imperio, marcando caminos toscos que se pretendían grandiosos, allí le tocó al pueblo tener cocoteros, que en nada encajaban con el ideal regio, pues no eran muy grandes y no dejaban rastro de pompa y majestad, más bien estaban medio inclinadas y sólo daban cocos.

 

Como la historia se hace de astucias, el peor martirio del pueblo se metamorfoseó en su mayor orgullo, a la manera de un símbolo patrio —pues eran casi patria aquellas chozas tímidas. Y así fueron el cómo, el qué y el dónde que María escogió para lanzarse con pasión a su furor hagiográfico.

 

Contar la vida del esposo con cocos le pareció la única solución a las particularidades del instante histórico. Como no había datos que recoger, recogía cocos, y como historia para contar tampoco, alineaba cocos, todo eso en el centro de la ciudad, con un furor casi místico, pues su ojos se turbaban, y esos rasgos particulares de su aspecto un día podrían ser interpretados como presagio de santidad, pensó.

 

La tarea era acompañada con curiosidad y miedo por la atónita comunidad. A unos les pareció trabajo de hechicería, y tuvieron miedo; a otros les pareció el presagio de algo —que no entendieron— y, por no entenderlo, tuvieron miedo. El hecho es que se había creado una rutina, entonces día con día iban a visitar la biografía de Carlos.

 

Y era muy simple el trabajo de María, y también por eso tan innovador. Añadir cada día un coco, como forma sencilla de decir que aquella vida aún se contaba y se seguiría contando, y dar nueva forma y rostro a la existencia que no dejaba de contarse, grandiosa y vasta por el patio inmenso del centro. A los niños aquello les sorprendió de tal modo que era como si les hubieran capturado la risa y a cambio hubieran adquirido una facultad de espera y respeto para ver figurar en el camino de la vida el nuevo coco. Ganó también en importancia el propio Carlos, que de empleado mediocre se volvió blanco del interés popular.

 

Así continuó María en su tarea vasta y varia: a cada nuevo día del marido, ponía un nuevo coco, y era siempre un coco tan parecido al otro, como si fueran cocos seleccionados, y no la mera tarea del azar, que a los presentes la vida de Carlos impresionaba por su simetría. Era una suerte de modelo que ahí, frente a toda la ciudad, se creaba, o hasta un santo y un mártir, modernísimo, por vivo.

 

Hasta que, sin presagio mediante, un día, a mitad de la madrugada, ocurrió. Alguna rata con cuchillo, quién sabe por qué, tomó uno de los frutos del mosaico y procedió a un corte longitudinal completo. El coco violado amaneció verde, pero seco, entrañas a la vista. Fue cuando el destino de Carlos, de María y del poblado experimentó de los cambios los vientos.

 

Porque era como si de repente el ejemplo del trabajo y de los días hubiera sido destituido de su movimiento primero, como si una alteración de esas del destino, que nunca se sabe adónde llevará, se hubiera dado sin más. Si altar, había sido mancillado; si escrituras, profanadas; si otra cosa cualquiera, incomprendida. Pero lo que más claro parecía, o vendría a parecerle después a los que se dedicaran a aquello, era que un coco así ultrajado y abierto como objeto de tan profanas formas era causa de sentimientos contradictorios, y aquellos que después de tantos y tantos días se habían acostumbrado a la simetría y a la acumulación, se deparaban entonces con aquella indecencia, como si aquello fuera una virgen desnuda ofreciéndose en el altar.

 

El pueblo perdió el sosiego. La tarea de María había rendido fruto.

 

 

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.

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