Dos de ¿ópera?

Oct 10 • Miradas, Música • 2838 Views • No hay comentarios en Dos de ¿ópera?

POR IVÁN MARTÍNEZ

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de ópera? Empecemos por decir de qué no. Y no es lo que se escuchó en días anteriores en la Ciudad de México, primero con la producción con que Ramón Vargas cerró su ciclo como director de la Ópera de Bellas Artes, con la ópera Viva la mamma, de Donizetti, presentada durante septiembre en el Palacio de Bellas Artes, y luego con el concierto que ofreció el tenor Juan Diego Flórez el miércoles 6 en el Auditorio Nacional.

 

Lo del peruano es muy fácil de explicar. Quienes asistimos al concierto con que, acompañado por la Orquesta Sinfónica de Minería, abrió el festival Viva Perú 2015, fuimos a escuchar una selección de fragmentos -operísticos primero y populares después- en la voz del que quizá sea el tenor más refinado de la actualidad (no el mejor, lo que sería difícil de concluir aun para quienes defendemos filias y fobias), pero también uno de los menos histriónicos. Y aunque éste tuviera las dotes teatrales en concierto de, por decir, una Damrau o una Netrebko, o las capacidades naturales de comunicación escénica de un Camarena o un Villazón, tampoco hubiéramos estado, como dicen algunos, ante una representación operística. No “fuimos a la ópera”, sino a un recital de un cantante de ópera.

 

Lo que escuchamos los afortunados de estar esa noche en el Auditorio fue una gala, más que por la forma en que se nombró el recital, por la excelsitud de los recursos técnicos y artísticos de los que, como se dice en el argot popular, “hizo gala” este cantante.

 

Ya el crítico José Noé Mercado ha mencionado lo robustecido que está ahora su registro central, mientras que yo acotaré que ello sin perder el brillo de su aplaudido registro agudo ni el color de sus graves, mejor definidos en el repertorio popular; más allá de eso, que influye en la selección de su repertorio en los teatros y en el gusto, o no, de los operómanos, lo más importante en su caso es la técnica y la elocuencia de su canto: pulcro, refinado, elegante, como el de ningún otro cantante. Lo distingue el buen gusto y, la mayoría de las veces, algo de distancia emocional.

 

Flórez dedicó la primera parte a fragmentos de La Cenicienta (Rossini), que hizo con mesura y sutilezas poco brillantes para el público general, de Lucia de Lammermoor (Donizetti), con un poco más de arrojo, de Fausto (Gounod) y de Werther (Massenet), lo más logrado entre su “nuevo” repertorio, utilizando al máximo sus capacidades vocal-dramáticos, y de La bella Helena (Offenbach). Para la segunda, acudió a una selección de canción napolitana para luego entrar en el repertorio popular y folklórico del Perú con La (imprescindible) flor de la canela de Chabuca Granda y una muy elaborada orquestación de la primitiva Ojos azules de Miguel Ángel Hurtado, y de México, ofreciendo con una exquisitez de antología la Malagueña de Pedro Galindo, con reconocimiento al elaborado arreglo “anónimo”, y el muy esperado México lindo de Chucho Monge, al que ahora, en voz de una autoridad del bel canto, se le pudieron escuchar largos fraseos con una voz amplia que redefiniría este clásico del repertorio popular nacional.

 

Incisos orquestales fueron ejecutados con la batuta de Sebastian Rolli de manera correcta, a veces de manera más bien insípida (la obertura de La Favorita de Donizetti), a veces de manera gloriosa y virtuosa (la obertura de Carmen de Bizet) y otras, con demasiado descuido (El alcatraz de Abelardo Vásquez). En general como acompañamiento fue correcta la actuación de esta orquesta, sin destacar suficientemente.

 

El tenor regresó en varias ocasiones al escenario para ofrecer un bien armado popurrí cubano casi dedicado a Celia Cruz (Mucho corazón, Piel canela, Guantanamera y El yerberito moderno) y la infalible Granada de Lara, para culminar al lado del extraordinario Mariachi Gama 1000 un popurrí ranchero a plenitud (Para todo el año, Volver, Cielito lindo, El charro mexicano) y nuevamente con la orquesta de Minería, la trillada “La donna è mobile” del Rigoletto de Verdi.

 

Poco hay que decir, sin embargo, de la función a la que asistí de la despedida de Ramón Vargas al frente de la ópera nacional: peor no pudo ser y quien esto escribe no soportó el nivel amateur de cuantos participaron en ella. Esperé a la cavatina del barítono Armando Mora como la Mamma, “Lazzarune, scauzacane”, para literalmente, salir huyendo del Teatro. Perdonará el lector que no entre en la discusión que ya han hecho algunos colegas sobre la vulgaridad en la que cae la puesta de Antonio Castro; antes que ello, es intolerable para este reseñista la incapacidad del protagónico para cantar un solo motivo con voz suficiente, cantar ya no correctamente, sino todas sus notas y articular un fraseo con el mínimo de entendimiento.

 

Para ese momento, ya había escuchado también a todos los secundarios y al coro: ninguno en tiempo, ninguno con volumen fuera de los sobreagudos; siempre gritados. La orquesta, dirigida por Iván López Reynoso, de igual forma estuvo llena de pifias, desafinaciones y errónea coordinación para tocar juntos desde el primer acorde de la obertura.

 

La ópera es antes que nada voz y potencia. Este churro, el balbuceo vocal, la desfachatez musical, no lo es.

 

 

 

*FOTO: El tenor peruano Juan Diego Flórez se presentó el 6 de octubre en el Auditorio Nacional con un repertorio que incluyó temas de Rossini, Donizetti, Massenet y temas populares como Piel canela, Guantanamera y Cielito lindo/Carlos Mejía/El Universal.

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