El viaje de Hermes o la última orilla

Jul 25 • destacamos, Ficciones, principales • 3532 Views • No hay comentarios en El viaje de Hermes o la última orilla

POR MARINA PORCELLI

Premio de Cuento Edmundo Valadés 2014.

 

… y si al fin de cuentas bastaba, en realidad, con encontrar de algún modo una especie de alivio —una imagen o una idea, algo, en suma, que cambiara por fin las cosas y de una vez por todas—, lo cierto era que pasarse las últimas veinte horas sin comer y sin dormir, muriéndose literalmente de frío, además, a causa del vidrio entreabierto de la ventanilla, no ayudaba mucho para el caso. Pero si ningún pasajero le había pedido que lo cerrara era porque todo el mundo prefería dejarlo así, y Hermes, ante el desánimo generalizado y la innegable catástrofe de estar como chapoteando en la oscuridad del tren —aliviada apenas por la hilera de luces en el techo bajo—, no tuvo más remedio que aguantarse y dejarse de embromar con el asunto. Arrinconado en el vagón número 17, con los ojos alzados a la noche del desierto de Santiago del Estero—o por lo menos de esta forma se lo había figurado Hermes: una suerte de desierto partido en dos por el tren inexplicablemente inmóvil, con las lomadas monótonas a un costado de su ventanilla, la planicie infinita de los esteros, al otro—, él se esforzaba por disimular el hecho evidente de que su cuerpo no encajaba en el asiento. Ni el suyo, ni, por lo visto, el de su compañero que se hacía llamar Titanio, aunque a semejante inmensidad no le preocupaba dormir cayéndose encima de Hermes, que venía esquivando, desde la Capital Federal, los continuos cabezazos. Imposible, por otra parte, estirar las piernas. Delante, una vieja gorda con aspecto de curandera había colocado su cesto de mimbre entre las rodillas, cosa detenerlo a mano para cebarle un mate a la madre con los chicos sentados detrás de él. Y dado que él, Hermes, no iba a quejarse tampoco por el enjambre de críos, su verdadero problema consistía ahora en convencerse de que era capaz de salir de esta situación. Sin embargo, no pudo evitar sobresaltarse cuando la llama de un fósforo reveló, contra la nada del vidrio, labios blandos de mujer, una pulsera de oro en la mano blanquísima que se fue agitando despacio y después de encender un cigarrillo. Inevitablemente entonces, Hermes contempló a la mujer de vestido azul, apoyada en el antebrazo del asiento de la fila de allá. Piernas desnudas, piel diáfana, podía imaginar los contornos deslizándose bajo el hueco de su mano. Las piernas se cruzaron y se descruzaron enseguida, se pusieron de pie, se alejaron taconeando hacia los baños, y Hermes tuvo la clara sensación de que sus pensamientos se habían vuelto, de algún modo, audibles. Al girarse de nuevo hacia la ventanilla, murmuró “perdón” a su compañero dormido, lo dijo en el momento en que el otro se despabiló de golpe para preguntar:

 

—¿Qué le pasa que mira tanto para afuera? ¿Quiere salir?

 

De un salto, Titanio quedó parado en el pasillo. Estiró los brazos al desperezarse pero como chocaron contra el guarda-equipaje de arriba, los bajó rápidamente para cruzarlos sobre el pecho. Titanio, porque llevaba dos clavos de titanio entre la rótula y el peroné, cuatro clavos, en realidad, dos en cada pierna, y yo, Hermes, por qué me enteré de todo esto. Claro que mientras el tren estaba en Retiro, no bien Hermes oyó aquel tiki-tiki que acompañaba el andar de Titanio, su cara debió delatar asombro o, por lo menos, una vasta interrogación. Sin excusarse, casi molesto incluso, Titanio habló de su apodo y relató su historia quirúrgica, no sin antes pedirle a Hermes por las dudas que lo despertara si dormía al llegar a Tucumán. Cuestión que el otro ya se había puesto de pie y ahora caminaba hacia los baños para detenerse frente al humo del cigarrillo que envolvía a la mujer de vestido azul. Pero así Hermes no resolvió su problema: cómo dormir. Sentado, no podía, ni él, ni nadie, a excepción de que se reclinara. Aunque reclinado, tampoco; primero, por las dimensiones de Titanio; después, por la tangible posibilidad de que su compañero iba a regresar en cualquier momento.

 

—Usted, córrase.

 

El mate servido, a pocos centímetros de su nariz, traía la mano de la curandera, la manga extendida de la blusa y una consiguiente mirada de fastidio. Hermes revoloteó los ojos y los refugió arriba, en el gancho del que colgaba una ristra de gorriones ensartados por un alambre circular. Minutos antes de que el tren se detuviera, la vieja había apretado los dientes y sacado los animales del cesto, después, colgó los cuerpos tibios, en los que podía sentirse, por su aleteo epiléptico, la resistencia desesperada de lo que aún permanece vivo. Para ahuyentar la desgracia, le había dicho gravemente, y ahora Hermes pensó que le molestaba que la gente se pusiera detrás de él, le hacía acordar que tenía nuca. Porque ya el brazo de la madre se había estirado por encima de su hombro y el mate, así recibido, desapareció. Aunque en realidad esta molestia resultó más bien tenue, dado que el problema no estaba en la actitud de la madre que, amamantando al menor de los varones, había perdido el dominio de la situación. Ni tampoco en la colmena de chicos—una colmena de alaridos y llantos a consecuencia del hambre, del cansancio vernáculo del viaje, del mero aburrimiento—, que se le había trepado por las piernas y palmeado las mejillas. No, porque incluso no fue tan grave, se consolaba pensando Hermes, cuando la nena le pidió que la llevara al baño y, una vez en el baño, sujetándose el botón de los pantalones con gesto candorosamente natural, le dijo: “¿Me bajás?” Suficiente, decidió Hermes devolviendo la chica, lo que él tenía que resolver, y de modo urgente, era su propio problema del hambre. Razón por la que se había dirigido al vagón comedor, había soportado codazos, empujones y quejas, y al final, había recibido la noticia de que sólo quedaba un poco de agua caliente. Y así, ahora, la sensación repetida de hambre y mareo y una especie de vértigo provocaban que las cosas se grabaran en su cerebro con el matiz de una alucinación.

 

—Esto va cada vez mejor, usted quédese donde está.

 

Titanio le hablaba junto a la oreja. Antes, por supuesto, Hermes había oído aquel tiki-tiki del otro que ya se sentaba. Fue entonces cuando él hizo un gesto. Sin dejar de mirarlo —los ojos fijos en la cara de Hermes era lo verdaderamente inquietante—, Titanio movió los dedos y, con mucha lentitud, destapó las manos que encerraban la pulsera. No dijo nada. No dejó de mirarlo. Sólo le mostraba esa pulsera de oro que resaltaba en la oscuridad, obligando a que él girara la cara. Para qué, pensó Hermes, pero ya Titanio había ido cerrando las manos sin siquiera moverse. Únicamente la línea gruesa de su perfil quedó sobre el vidrio, un perfil abrupto, aunque también sereno, tieso hacia delante.

 

—¿Se da cuenta? —le había dicho antes de irse de nuevo, al tiempo que Hermes, escandalizado, se arrinconaba aún más contra la ventanilla—, claro que usted se da cuenta.

 

Pero Hermes no se daba cuenta de nada. Podía dar fe, eso sí, del dolor agrietado que le generaba el frío embistiendo por la ventanilla entreabierta; que, hacia los pies, le recorría el cuerpo como si lo reclamara, y al que se sumó velozmente el cimbronazo del hambre, un desvanecimiento y un gesto desmayado hacia la vieja. Hermes cerró los ojos. Abrió uno, el izquierdo. La curandera ajustó el nudo del pañuelo que le cubría la frente, estiró el brazo con el mate y lo mantuvo de este modo, dando un soplido fuerte y reprochando que él ocupaba lugar en el espacio. Los ojos repentinamente agigantados de los gorriones muertos, los chicos de atrás respirándole en la nuca, el brazo de la madre sobre su hombro, y los senos blandos de esa madre, blandos y oscuros y heridos entre los labios del hijo menor, una boca quemada por el sol aquella tarde en el mar cuando Hermes era chico, su madre pidiéndole que se acercara, enseñándole a nadar a la fuerza, y él queriendo llegar hasta esa boca con tanto sol, pero alcanzarla de una vez por todas para sentir las manos súbitas de su padre, que lo hunden, lo ahogan, sin que Hermes pueda gritar o moverse, entonces fue el miedo y el miedo, perdón, pensó Hermes, yo no quería, aunque es mejor así, Carmen, dejá que el chico se ahogue y vas a ver cómo aprende… Hermes abrió el otro ojo: entonces, decidido por fin, se dispuso a cerrar la ventanilla del tren.

 

—¿Qué está por hacer? ¿Qué está por hacer?

 

Ruidosamente, arrastrando a la mujer de vestido azul, Titanio venía corriendo desde el fondo del pasillo. Alcanzó a Hermes en el momento justo y, con el mismo impulso, cacheteó la cadera de la mujer que, acomodándose el desorden del pelo, rió de inmediato y se alejó hacia su asiento. Hermes lo desafió con los ojos: y cerró la ventanilla. Titanio la abrió. Él la cerró. El otro la abrió. Hermes quiso volverla a cerrar.

 

—Momentito —dijo Titanio. Pausadamente, había poyado cada uno de los cinco dedos sobre el pecho de Hermes para detener el próximo movimiento—, y sepa que no lo golpeo porque lo respeto. —Ahora hablaba presionando la mano entera sobre la camisa de él—. Ya hemos recibido varias quejas contra usted, ¿por qué se asombra tanto de mis rodillas? ¿Por qué mira de ese modo las piernas de la señorita? Contésteme seriamente: ¿le parece bien?

 

Con la calma establecida que le daba a Titanio el hecho de estar parado mientras Hermes permanecía en su asiento, continuó enseguida sin esperar respuesta:

 

—Voy a decirle lo que a usted le está pasando ahora. Usted quiere salir. Eso quiere. Salir. Pues hágalo, hágalo nomás, pero sepa que actúa con su más estricta y absoluta responsabilidad.

 

Ni sorprendido ni agradecido, sino más bien, como si las palabras de Titanio hubieran levantado el tabique que dividía las aguas, y que señalaban, sin duda, que ya el asunto era irreversible, Hermes se puso de pie. No era una liberación. No era la plenitud del alivio, tampoco. Era exactamente lo mismo que entender para siempre que estaba solo. Entonces hizo presión con los pies, enderezó el torso lo máximo que pudo, estiró una pierna y luego la otra, la cabeza quedó rígida y altísima, algo ladeada por la altura del techo.

 

—¡Oh-oh!

 

Sincronizadamente, la madre y el panal de chicos, la curandera parca y la mujer de vestido azul, Titanio y hasta los gorriones ensartados realizaron un marcado vaivén hacia adelante y atrás. Hermes fue observando a cada uno hasta que el balanceo general se detuvo. Después, muy despacio, cruzó el vagón en silencio. Y bajó. La planicie infinita de los esteros se desplegaba ondulante frente a él. Enseguida, sin embargo, sintió dos golpes rápidos en la espalda. Alguien desde el tren —que acabó por apagar las luces, levantar escaleras y bloquear las puertas—, le había revoleado su valija y el bolso de mano. Pero él no hizo caso. Estaba solo, y solo, también, supo que debía internarse hasta el final de esta zona sin nombre, floja de humedad y de murmullos, como un anfiteatro invisible de sonidos, como el desierto de animales que buscan, con ojos profanos, la inocencia antigua de la noche.

 

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.

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