Imaginar la destrucción 

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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ

 

La mañana del 7 de julio de 2005, un grupo de extremistas religiosos detonó cuatro explosivos en distintos puntos del sistema de transporte público de Londres. Horas después, los portales de noticias locales reportaron la existencia de un damnificado que no aparecería en la lista de decesos ni en la de desaparecidos: Incendiary, novela escrita por el escritor británico Chris Cleave salía de circulación el mismo día de su lanzamiento. Bastaba leer las primeras líneas de esta novela para entender la reacción de los libreros londinenses: “Dear Osama”, primera frase de esta novela, abría la narración en voz de una mujer a través de un extenso reclamo epistolar dirigido al líder Al Qaeda por la muerte de su esposo e hijo por un atentado en el Estadio del Arsenal.

 

Del mismo modo que Incendiary, la novela contemporánea ha seguido diferentes rutas para narrar el terror extremista, desde las que elaboran un calculado thriller geopolítico, las que han explorado los conflictos existenciales de los militantes religiosos o los que recuperan las voces de las víctimas. Los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 –que cambiaron la percepción sobre la seguridad internacional en occidente– han sido abordados en la obra de autores norteamericanos y europeos.

 

Cuatro años después del 11-S, el escritor británico Salman Rushdie declaró en una entrevista que “el terrorismo era el tema de nuestro tiempo”. Con una década de experiencia como prófugo a partir de la sentencia de muerte que le impuso el ayatola Jomeini por su novela Los versos satánicos, el escritor de origen indio publicó en 2005 Shalimar, el payaso, en la que toma el pulso de la herencia colonial y sus consecuencias en la geopolítica de Medio Oriente. Esta historia parte del asesinato del ex embajador de Estados Unidos en India a manos de su chofer, integrante de un grupo extremista de Cachemira y que además busca vengar un resentimiento pasional con el diplomático.

 

Pero esta obra de Rushdie no es el único intento por interpretar el mundo después del 11-S. En su novela Sábado (2005), Ian McEwan asume que las consecuencias de ese atentado incluyen un cambio en la forma de vida de los ciudadanos de los países aliados a Estados Unidos. La seguridad y las diferencias de clase social son algunos de los pantanos a los que el médico Henry Perowne debe enfrentarse con un nuevo chip de paranoia y seguridad extrema que los atentados terroristas han incrustado en la mentalidad de los habitantes de primer mundo.

 

Al igual que en La hoguera de las vanidades, de Tom Wolf, el reputado doctor Perowne vive su propia película de prosperidad londinense hasta que el 15 de febrero de 2003 descubre que su fantasía citadina está condicionada por otras realidades. Para evitar una manifestación global antibélica que ese día tenía tomadas las calles de Londres, el personaje de McEwan, a bordo de su lujoso auto, toma una ruta que lo lleva descubrir una ciudad ajena a su burbuja de prosperidad y que se materializa al ser desvalijado por tres mal vivientes que horas después toman su casa por asalto. La fecha elegida por el autor no es fortuita, pues corresponde a una de las jornadas más agitadas en las protestas por la inminente invasión del ejército de Estados Unidos en Irak.

 

En un artículo publicado en The Guardian un día después del atentado a las Torres Gemelas, McEwan anticipaba los abismos existenciales a los que se enfrentarían los personajes de su novela Sábado: “Nuestro estilo de vida, centralizado y dependiente de la tecnología, nos ha hecho frágiles. Parece que repentinamente nuestra civilización, nuestro estilo de vida, son fáciles de arruinar cuando existen suficientes recursos y crueles intenciones. Ningún sistema de misiles es capaz de protegernos”. Se esfumaba la fantasía.

 

En Falling man (2007), otra de las novelas que reconfiguran nuestra existencia global posterior al 11-S, Don DeLillo retoma una de las imágenes más mediáticas de este atentado para crear una historia circular: la caída libre de una persona que se encontraba en la Torre Norte del World Trade Center quien prefirió arrojarse antes de morir por el incendio que siguió al ataque.

 

Keith Neudecker, protagonista de esta novela, logra escapar de la Torre Norte del WTC para descubrir que el mundo en que había vivido hasta entonces no corresponde a la nueva realidad eclipsada por las cenizas y las ruinas. Una de las primeras decisiones que toma Keith frente a este nuevo escenario es regresar con su ex mujer luego de dos años de ruptura. Aún cuando intentan volver a la “normalidad”, su relación con el espacio público se mueve a partir de las nuevas coordenadas surgidas del trauma post 11-S. Una de las dinámicas que exhiben esta nueva cotidianidad son los juegos creados por el hijo de Keith con dos de sus amigos y que consiste en vigilar el espacio aéreo desde su jardín para detectar aviones sospechosos. Algunos académicos han interpretado que esta novela, junto con Sábado, de McEwan son un reflejo en claves narrativas del concepto de “glocalización”.

 

Las tras rutas narrativas del terror

Fuera de la literatura en habla inglesa, las historias que abordan el fenómeno del terrorismo toman rutas distintas que van desde la demanda de independencia política al fanatismo religioso (no islamista).

 

Existen otros casos en los que el discurso de los grupos extremistas se apoya principalmente en ideas netamente separatistas, como sucede en el País Vasco. Aquí, la evolución del conflicto –que nació en respuesta a la dictadura de Franco sin virar significativamente sus métodos con la llegada de la democracia– crea una nebulosa ideológica donde la única constante es la polarización política. Aquí es donde el narrador vasco Bernardo Atxaga ha explorado con mayor hondura y sentido crítico el problema que desde hace más de medio siglo vive esta región cantábrica.

 

Tal como haría John Updike en su propia tesitura con Terrorista (2006), en la novela Esos cielos (1996), Atxaga decidió llevar este conflicto al terreno existencial de su protagonista, una joven recién liberada de una cárcel tras cumplir una condena por terrorismo. En el camino de regreso a Bilbao, su ciudad de origen, el autobús en el que viaja se convierte en el único espacio de convivencia con el resto de los personajes que la conducen al propio descubrimiento de su persona y de su futuro mientras que los paisajes que ella observa por las ventanas la remiten a su pasado como militante de un grupo independentista de extrema izquierda.

 

Esta no fue la primera novela de Atxaga en la que repasa su propia condición como heredero de la lengua y cultura vasca y como simpatizante de izquierdas. Dos años antes, con la novela El hombre solo ya había abordado las dificultades de un militante político de extrema izquierda en condiciones de clandestinaje.

 

Otro caso similar al ocurrido hace diez años con la novela del inglés Chris Cleave es el de Michel Houellebecq. La publicación de su novela Sumisión, que explota la posibilidad de que un creyente musulmán llegue a la presidencia de Francia, se dio en las mismas fechas en las que un grupo de extremistas islámicos cometieron un atentado en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo. Sin rehuir a los cánones de su propia obra narrativa, Houellebecq desnudó la hipocresía en la que se sostienen los sistemas sociopolíticos occidentales.

 

Quien finalmente ha abordado las consecuencias del terrorismo desde la visión de los protagonistas de los atentados es Haruki Murakami. Con herramientas del periodismo narrativo, el autor de Tokio blues hizo 60 entrevistas a lo largo de 1996 en la que recogió las voces de decenas de sobrevivientes y familiares de víctimas del atentado con gas sarín que el grupo religioso Aum Shinrikyo cometió en marzo de 1995 en el metro de Tokio. Los resultados de estas entrevistas dieron forma a Underground, obra de no-ficción que inicialmente generó desagrado en un sector de la crítica japonesa por dar voz a algunos de los militantes de este grupo religioso.

 

Todos los autores expuestos líneas arriba han intentado, desde sus visiones como novelistas, evadir el perfil sesgado de aquello que las potencias occidentales llaman “terrorista” y “terrorismo” para buscar sus propias interpretaciones desde la ficción. No resulta fácil pescar una definición clara, sobre todo cuando los vocablos se utilizan con frecuencia en la propaganda de bandos beligerantes para descalificarse mutuamente, aspecto que ha sido señalado de manera teórica por Edward Said (La cuestión palestina, 1978), Noam Chomsky (La cultura del terrorismo, 2003) y Jean Baudrillard (“El espíritu del terrorismo”, Le Monde, 3/XI/2003), entre otros.

 

Sería injusto omitir el hecho de que las obras mencionadas corresponden a las delimitaciones hechas por el crítico literario Terry Eagleton, quien asegura que lo que hoy llamamos terrorismo es una invención de la modernidad y que su existencia depende del enfrentamiento constante con el Estado democrático moderno (Terror santo, 2005).

 

Para alejarse del vicio de la corrección del discurso geopolítico, estos autores prefieren el vicio de la narración estrepitosa, aunque duela. Así como Dostoievski sintonizó parte de su obra con el temperamento y los arranques de los petarderos que montados en la ola revolucionaria del siglo XIX amenazaron el orden zarista –les llamaron terroristas–, ellos entienden el fenómeno a partir del testimonio de las víctimas e incluso de los protagonistas de la destrucción… y aun así lo saben insuficiente.

 

*FOTO: Los atentados del 15 de noviembre en la ciudad de París generaron también una ola de manifestaciones en contra del prejuicio y la intolerancia religiosa/Reuters.

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