La más bella película del año
POR JORGE AYALA BLANCO
En Caballo Dinero (Cavalo Dinheiro, Portugal, 2014), delirante filme 7 del monotemático autor total lusitano de 56 años Pedro Costa (La sangre 90, Casa de lava 94), el enteco viejo africano enfermo irrecuperable Ventura (interpretado por un impresionante Ventura sin cualidades ni derecho a apellido alguno) deambula por la desventura y en el olvido hasta de sí mismo entre las proletarias ruinas de un acaso otrora próspero hospital de beneficencia o una atroz prisión-museo-acervo acerbo con pinturas del horror, sus cuartos polvorientos, sus elevadores infestados y sus interminables corredores laberínticos; provecto, moralmente estragado y mentalmente deshecho por la miseria y el recurso-refugio-abuso de la droga, escuchando voces pretéritas (¿del lejano 1975 donde él se cree?) y cohabitando otra más con sus fantasmas interiores y exteriores, como los de un soldado metálico-estatua viviente y una entrañable viudita Vitalina (Vitalina Varela); vulnerado, frágil, trastabillante en todos sentidos y sinsentidos, ya incapaz de discernir espacio, tiempo, acción y lo real subjetivo u objetivo, su imaginación despierta o sus recónditas fantasías espeluznantes, lo efectivamente vivido y la connivencia con difuntos que parecen sólo resucitar para asediarlo, como una culpa inextirpable e inextinguible que aún añora la inasequible fortuna deseada desde la infancia (“Un caballo dinero”), en el purgatorio privado y su recorrido ya sin término.
El círculo purgatorial constituye la cuarta cinta de Costa perteneciente a su aún inconcluso ciclo sobre el menesteroso distrito marginal lisboense de Fontainhas, poblado por parias inmigrantes oesteafricanos de la excolonia insular portuguesa de Cabo Verde, una serie iniciada con Huesos (97) más el eternometraje en sustancia desdramatizado En la habitación de Vanda (00), y proseguida por la no menos extensa Juventud en marcha (06), siempre contando peripecias y plasmando imaginarios de los propios protagonistas más o menos toxicómanos, interpretándose y no a sí mismos, algo distintivo y fundamental e irrenunciable, en la frontera docuficcional, bordeando y bordando líricamente la sordidez por los caminos más insospechados y severos.
El círculo purgatorial se instala a sus anchas y hurga en la turbia turbulenta fotogenia malvada del barrio putrefacto como en un paisaje espiritual, hecho de visiones cotidianas que cortan el ánimo y tintes oníricos que cercenan el alma, pues de ninguno de los dos se podrá salir en ningún instante, porque, si bien de manera diferente pero contigua en el antianecdótico flujo narrativo/no-narrativo, ambos atrapan, sofocan, abochornan, atribulan y angustian como si ese fuera su único fin en la realidad ignorada e innombrable, para hacer abdicar de todo rasgo humano o por lo menos de cualquier esperanza a los personajes, con Ventura a la cabeza pelada, sin cabeza, o de cabeza al pozo sin fondo.
El círculo purgatorial acaricia problemáticamente lo paranoico en su búsqueda insaciable e incólume de una precisión fílmica, en todo análoga a la admirada y reportada en el documental contemplativo ¿Dónde está tu sonrisa escondida? (Costa 01), acerca de los ancianos quisquillosos Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, confesos maestros infatigables del realizador, trabajando al infinito la edición de Sicilia! (99), sobre la cumbre novelística del italiano Elio Vittorini, en el límite de la exactitud, hacia la imposible captura de una necesidad del espíritu inaprensible, persiguiendo el irresoluble misterio de las imágenes como reductos de vida y de significado, elaborando, como hoy el portugués también de culto cinefílico exquisito, el sentido desde adentro, desde su meollo, yendo al encuentro de la potencia de las fuerzas intestinas y los vectores fílmicos desde la prueba y el error (dos fotogramas escuetos más y la mentada toma montada ya dice otra cosa), desde la duda sistemática y la permanente puesta en crisis, para que digan literal y estéticamente lo que ahora deben expresar la fotografía deliberadamente cochambrosa de Leonardo Simoes y del propio realizador, la desterritorializante música original de Os Tubaroes, el oscilante diseño sonoro equipal (de Oliver Blanc, Vasco Pedroso, Hugo Leitao, Eve Correa-Guedes y Branco Neskov) y ante todo la edición de Joao Dias antidivagante y lo que sigue de concisa.
El círculo purgatorial semeja un inclemente descenso al Purgatorio del Dante, ciertamente ordenado/degradado en siete cornisas pecaminosas, al modo de un continuo movimiento musical Agitato intenso, sin cesar reinventado, fatigoso, inagotable en sus significados, donde cobran prioridad imágenes persistentes que hieren y permanecen indeleblemente en la retina, como ese prólogo a base de fotofijas del visionario danés Jacob Ris rindiendo cuentas individualizadas como estigmas acerca de la inmigración masiva hacia EU a principios del siglo pasado, como esos ojos extraviados de Ventura-escoria plantado en pijama perpetuo al centro del portal en tinieblas de su covacha o en medio de catacumbas-fábricas derruidas, como esas tembleques manos escoriadas y esas cicatrices de Ventura que guardan la memoria de la violencia colonial y la infructuosa Revolución siempre interruptus, como esa adulterada presencia adúltera de la idealizada Vitalina llegando tarde al sepelio de su marido permutable con Ventura en el deseo, esos leves movimientos laterales de cámara con dolo excluyente o intentando acosadores seguimientos de su pasividad desplomada, como esa intemperante misiva legada por el antihéroe a un decrépito eco fuera de campo cual desgarradura inopinada.
Y el círculo purgatorial se rehúsa a ser cognoscible o reconocido en el atribulado horror atrabiliario, como de cinta genérica, sublimada o no, pero fehaciente, en efecto terrorífica en su hurgamiento de los purgatorios públicos y personales intransferibles que todavía insiste en ofrecer, cual venganza y vergüenza políticas, el barrio de Fontainhas ya demolido.
*FOTO: Caballo Dinero retoma a Ventura en un estado entre la melancolía y la locura/Especial.
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