Desnuda como un sándwich de carne

Dic 26 • destacamos, Ficciones, principales • 9022 Views • No hay comentarios en Desnuda como un sándwich de carne

POR LILIANA V. BLUM

 

No andes sola en la calle a estas horas, dijo mi madre cuando vio que yo estaba por salir de casa. Eran casi las diez. Le di un beso volado en la mejilla y esperé a que dibujara una bendición sobre mi frente. Siempre lo hace como si espantara algún bicho imaginario. Yo no creo en dios, pero al igual que ella, no me puedo resistir a las rutinas. Mamá sabía que iba a ver a “mi amante”, como lo llama, y que además iría a pie porque me gusta caminar de noche. Ay mija, no deberías… comenzó sin terminar la frase. A veces creo que se ha rendido en cuanto a mí, pero se aferra a las formas, sólo para poder evadir la culpa cuando las consecuencias de mis actos lleguen al fin. Ella podrá decirme, mirándome a los ojos: Yo te lo dije, Paola, pero tú no quisiste hacer caso.

 

En realidad, mi mamá dice más cuando parece que va a decir algo y luego calla. Yo la miré en silencio y ella se restregó las manos justo como hacen las mujeres sufridas de las telenovelas que tanto la entretienen. Es que es peligroso, siguió. Todo es peligroso, mamá, dije acomodándome el cabello frente al espejo de la entrada. Ella me dedicó una mirada que reconocía su derrota en aquella batalla. Nos comunicamos siguiendo un guión hecho de lugares comunes y de silencios en el momento apropiado.

 

No la culpo: es sólo una madre. Desde el principio de los tiempos, las madres siempre han dicho a sus hijas que la noche es peligrosa: lobos feroces que se disfrazan, ladrones de bolsas, asesinos misóginos. Los cuentos de hadas, la nota roja y las leyendas urbanas son nuestro imaginario colectivo.

 

Pero de un tiempo acá las cosas que le preocupan a mi madre son otras. Los levantones de personas que aparecen días después decapitadas o desmenuzadas en alguna carretera. Los tiroteos con metralletas de balas tan grandes que destapan cráneos como latas de atún, los colgados, las balas perdidas que encuentran sin querer a algún transeúnte.

 

No quise prolongar el momento. Cerré la puerta tras de mí y supe sin ver que mamá estaba en la ventana, con su rostro angustiado que poco a poco iba cubriéndose de las huellas de los gestos que más le gustaba practicar. Estaba tras la cortina, despidiéndome hasta donde sus ojos pudieran alcanzarme, como si su mirada fuera un amuleto de protección de algo. O quizás creía que me vería por última vez. Hay días en que amanece más pesimista que en otros. Deseé de todo corazón que volviera a la cocina, se preparara algo para beber, té, una copa de vino, lo que fuera, y se perdiera en el mundo de la telenovela nocturna para que dejara de pensar en mí.

 

Comencé a caminar: era una noche como cualquier otra en la ciudad. Por la avenida circulaban sólo algunos vehículos y uno que otro camión del transporte público. Escuché en la lejanía las sirenas de las ambulancias y patrullas, y no pude sino pensar en lobos. Lejos, el ruido de disparos, sólo por unos segundos, que me recordaron a una bolsa de palomitas explotando en el horno de microondas. No me inmuté: todo aquello se escuchaba en la distancia. No tardaría en llegar el ejército y todo quedaría en calma por algunos días. Yo, al igual que muchos otros en Tampico, me manejaba por aquella lógica del rayo que no vuelve a caer dos veces en el mismo lugar. De acuerdo con eso, no había momento más seguro en la ciudad que tras una balacera. Pensé que tal vez Pablo me llevaría al cine si le insistía lo suficiente. Miré mi reloj: podríamos alcanzar la última función.

 

Al avanzar, los olores de la calle iban mutando: orines que emanaban de las paredes, intermitentes como el olor a comida frita que salía de alguna casa. Lo único constante era el hedor de los mangos en proceso de putrefacción que se levantaba de las banquetas. Una nube de mosquitas fruteras se dispersó momentáneamente para evitarme y luego volverse a posar sobre la fruta, como buitres. Hacía calor. En el puerto, la presencia del sol parece no tener que ver con la temperatura: siempre hace calor. Es como si viviéramos arriba de un volcán activo. Levanté los hombros y aspiré profundamente sólo para sentirme viva. Estaba contenta. Le llamé a Pablo para decirle que iba camino al departamento. ¿No podía escaparse un rato para estar conmigo? Él vive con su esposa en una casa grande y bonita en una colonia “bien”. Así lo diría mi madre. Tampoco es que el departamento sea una “casa chica” a donde lleva “cierto tipo de mujeres”. Ésa es también una frase materna, una que siempre dirige hacia otras mujeres con desdén: por eso se le atora tanto que su propia hija se haya convertido en una. Ese departamento estaba antes de mi entrada en escena y seguro estará cuando yo sea historia. No soy de las que se hacen ilusiones de que el amante deje a la mujer e hijos. Es más: no me apetece ocupar el lugar de la esposa. Pensé en mi madre: las esposas tienen que encargarse no sólo de las comidas, la ropa limpia y planchada, y de mantenerse atractivas: también tienen que preocuparse perpetuamente por los devenires venéreos de sus cónyuges y los de sus hijas también. Demasiada presión. ¿A qué horas viven?

 

Pablo me contestó que él pasaba por mí, que no saliera sola. A mi madre le daría gusto oír aquello. Dijo que iría a recogerme en cuanto pudiera. No es que le preocupe mi seguridad, lo sé. Él es así, siempre llevando la contraria. Si alguien dice que el calor está insoportable, Pablo alegará que en realidad el clima está bastante agradable. Opera en el principio de la contrariedad a cualquier costo. Creo que más que un hábito, es un instinto. Pero conmigo cede. Es como esas bugambilias frondosas y desparpajadas que se rinden ante los alambres, los clavos de la pared y la poda constante, para dejar de ser arbustos y asumirse como enredadera. Sabes que a mi mamá no le gusta verte por su casa, le dije antes de colgar. No le quedaría más que alcanzarme en el “nido de amor”.

 

Me detuve en la esquina para cruzar. Fue allí que lo vi mirándome tras una cerca de malla metálica, los dedos entreverados en los alambres y los ojos fijos en mis pechos. Cada vez que un hombre me ve así me pregunto si ellos pueden percibir algo más, algo que yo misma paso por alto, como los perros que pueden escuchar frecuencias inaudibles para los humanos. Giré la cabeza en su dirección para que supiera que yo sabía que me observaba. Era un chico moreno, delgado, tatuado en los brazos desnudos. No quise encasillarlo en ningún estereotipo, pero no dejaba de mirarme con malicia: una sonrisa privada, un aire de superioridad que me punzaba la piel. Tuve miedo, pero no me permití demostrarlo. No era posible que una mirada fija pudiera tener ese efecto en mí, una mujer adulta y, en teoría, capaz de cuidarse a sí misma.

 

El tipo parecía un violador, así tal cual como vendría su foto en la enciclopedia bajo la palabra “violador”: la encarnación del lugar común de los abusadores de mujeres. Atendí a mis instintos: enderecé la espalda, apreté todos mis músculos y crucé la calle con rapidez para alejarme de él. Él brincó la malla y cayó en la banqueta con un ruido seco: paf. Algo dentro de mí se constriñó. No es un chico, es un hombre. Los hombres son capaces de hacer mucho daño. Seguí caminando, pero podía sentirlo a unos cuantos metros tras de mí, haciendo una especie de eco con sus pasos. Su sombra se solapaba con la mía y quise poner distancia. Mis piernas comenzaron a tensarse a medida que yo intentaba ir más rápido, pero él era más alto que yo y cada zancada suya lo ponía más cerca de mí. Me quité el sudor de la cara y apreté mi celular dentro del bolsillo del pantalón: aceleré mis pasos casi hasta el punto de trotar. Mi corazón latía de prisa y me costaba mucho respirar.

 

¿A dónde tan sola, güerita?

 

Allí estaban las palabras que nunca quise escuchar de un extraño por la noche. El tono era coqueto y arcaico, casi cómico, como de Cantinflas en una de sus películas. No me sentí Caperucita Roja, sino Caperucita Estúpida por no hacer caso a los consejos maternos ni aceptar la protección del amante; en un segundo me vinieron a la mente las notas de los últimos días en los periódicos. Mi garganta ardió cuando tragué mis lágrimas. Siempre pensé que en un momento de peligro sabría qué hacer y haría justamente eso, lo correcto, lo procedente, lo necesario para salir ilesa. Pero ante sus palabras, todo mi ser pareció congelarse. Tal vez le adjudiqué demasiada importancia a las palabras, tanto que la realidad dependía de ellas. Si uno decía las cosas, aquello que uno decía se volvería verdad. Por eso yo pensaba que el amor nacía de las palabras: uno las enunciaba las veces necesarias, las nombraba todos los días, y las aventaba al otro, a su tierra húmeda, como semillas, y el amor brotaba irremediable del corazón, y permanecía intacto mientras las palabras siguieran fluyendo, como agua. Ese hombre había sugerido acompañarme y ahora estaba a mi lado. ¿Cómo hacer para que se desdijera?

 

Él se emparejó conmigo y se ajustó a mi paso que se hizo más lento: ya no tenía sentido tratar de huir, y yo necesitaba recuperar el aire. Lo miré de cerca: parecía joven, de unos veintitantos quizás. Era muy alto y de su camiseta sin mangas asomaban unos brazos morenos y musculosos. Desde lejos había notado que tenía tatuajes, pero ahora veía que eran dragones, calaveras, cuchillos y cicatrices falsas que salían por debajo de la ropa y trepaban por su cuello hasta llegar a un cráneo rapado. Me volví a él intentando leer sus intenciones, pero lo que vi fue un rostro con lentes oscuros, una sonrisa asimétrica y socarrona. No era feo en realidad: me recordó a uno de esos raperos norteamericanos que siempre están en problemas con la ley y tienen a las mujeres más guapas tendidas a sus pies. A veces golpeadas, pero incapaces de dejarlos. Había algo en su manera de caminar, como si tuviera ya medida la violencia del mundo y la suya propia: estaba en control.

 

Voy a mi casa con mi esposo, le dije sin mirarlo, tal vez esperando que el invocar un estado civil pudiera protegerme de algún modo.

 

No tienes cara de casada. Se rió.

 

Vi que en su cuello y en la cara tenía varios lunares oscuros, abultados, como garrapatas bien alimentadas. Pensé en Pablo allá en su casa, con su esposa y sus hijos, tratando de sacarse una excusa de la manga para salir a esa hora y verse conmigo. Su mujer estaría cocinando, con ese cuerpo lonjudo y su pésimo maquillaje, y lo miraría incrédula. Supongo que no siempre fue fea; no la culpo por eso. Él me ha contado que su vida sexual está muerta: ella no le perdona a su cuerpo los defectos de la edad y por lo mismo, ha decidido jubilarse de la monserga del sexo. Igual, ella no debería culparme por ser el amor de su marido: él me necesita. A veces me sorprende saber cuánto me ama. No es sólo que yo sea quince años más joven, bonita y siempre dispuesta a todo. Hay miles de chicas así y él es un hombre bien parecido que podría tener a la que fuera. Pero me pertenece a mí. Quizá sea algo especial que tengo o bien, algo que me hace falta, y por eso les gusto tanto a los hombres. Junto a Pablo me siento fuerte, capaz de todo, como un dios todopoderoso que sostiene un puñado de gente en la mano y que podría aplastarlos si quisiera. Pero ahora él no está aquí.

 

Llegamos hasta un hospital. Un doctor joven se quitó la bata apresuradamente antes de cruzar la calle. De un tiempo acá los narcos levantan doctores afuera de los centros de salud para obligarlos a curar a sus heridos. Mala suerte para los que usan batas blancas y no pueden coser heridas o sacar balas. El médico pasó apresurado junto a mí y al hombre que me seguía, pero no dio señales de habernos visto. Al poco se perdió en la oscuridad y el mal alumbrado de la calle.

 

Yo podría haber pedido ayuda, pero no lo hice. El doctor habría corrido solamente. Que cada quien se rasque con sus propias uñas. De alguna manera, la humillación de ser rechazada en mi necesidad era algo con lo que no podría lidiar en ese momento. Saqué mi celular y apreté el botón para llamar al último número marcado. Pero mi seguidor fue más rápido y lo arrebató de mis manos. Alcancé a escuchar la voz de Pablo diciendo mi nombre un par de veces, en tono inquisitivo, antes de que el aparato se estrellara contra el pavimento. No iba a robarme entonces: mi celular era nuevo, un regalo de Pablo, y podría haberse vendido muy bien. Había tenido todo el tiempo del mundo para quitarme la bolsa e huir, y no lo había hecho. Una culebra de sudor frío bajó por mi columna vertebral. Estaba viviendo una pesadilla, pero no habría forma de despertarme y correr al cuarto de mis padres en busca de refugio y consuelo.

 

La calle estaba sola por demás y pensé en las cuadras que faltaban para llegar al departamento. ¿Cinco, seis? El tipo se detuvo también y escuché su respiración: podía sentir su mirada sobre mí. Creo que disfrutaba con mi angustia, con mi terror. Pensé en los sueños en los que necesito correr y mis piernas se quedan paralizadas. Me acordé que mi abuela decía que las mujeres que usan ropa sexy están buscando sonsacar a los hombres y deben atenerse a las consecuencias. Es que ellos no pueden evitarlo. Yo me arreglé para Pablo, que adora mi cuerpo y que dice que su mujer se ha descuidado mucho. Juro que no era mi intención provocar a este hombre, ni a nadie. Yo no me lo busqué. Yo no fui pasiva. Lo juro, de verdad; al contrario, intenté huir.

 

En cierto momento en que pensé que el hombre no lo esperaba, comencé a correr en dirección al lugar donde Pablo me estaría esperando preocupado porque no podía localizarme ya por teléfono. Corrí tan rápido como mis pulmones y músculos permitieron. No sé cuántas cuadras fueron: no tenía pensamientos, sólo sensaciones. Pero él arrancó tras de mí: yo era la cebra más lenta de la manada y él un león que se tomaba su tiempo para perseguirme. No tuvo problemas para alcanzarme. Me tumbó y mi cara golpeó el pavimento al mismo tiempo que mi torso.

 

Cuando desperté, él estaba moviéndose arriba de mí, empujando mi cuerpo contra el suelo. El dolor me recorría de punta a punta. Sentí piedras encajándose en mi espalda: abrí los brazos en cruz y toqué tierra y malezas. A pesar de la oscuridad pude darme cuenta de que me había llevado a un terreno baldío. Cargué los puños de tierra e intenté lanzársela a la cara, como vi alguna vez en una serie de televisión, pero él fue más rápido y me golpeó la cara. Mis manos se abrieron y se posaron en mi rostro: sentí la sangre resbalar caliente por las mejillas, mis palmas pegajosas de sangre y polvo.

 

Vi que yo estaba completamente desnuda y él tenía los pantalones abajo. Me sentí diminuta, me sentí nada: él puso una de sus manos enormes alrededor de mi cuello y con la otra sujetó las mías contra el suelo. Grité y en seguida sus dedos apretaron con fuerza mi garganta. No tuvo que decirme nada: me callé, cerré los ojos y me quedé percibiendo sus movimientos frenéticos, cómo entraba y salía de mi cuerpo lastimándome cada vez. Estaba reducida. Apenas estaba presente en la escena. Aquella mala suerte, aquella maldad, aquella indefención mía, me volvieron nada.

 

Yo no había conocido hasta ese día el poder que se ejerce tan puramente a través de la fuerza, así de brutal que no necesita de las palabras. Como aquella primera vez que mi mamá me llevó al mar. Yo, nacida entre la tierra y el desierto, no tenía idea del terror y de la fascinación que el océano provoca, hasta ese día en que lo sentí lamiéndome los pies. Dicen que ahogarse es doloroso: aquel hombre me estaba ahogando y quise morir pronto, que eso acabara ya, como fuera, pero que no siguiera.

 

De pronto, él dio un gemido apenas audible, como si violarme no hubiera sido la gran cosa, y se detuvo. Se despegó de mí y subió sus pantalones. Mientras se los abrochaba, sonreía para sí mismo. ¿Lo hacía todos los días?

 

Miré aquella sonrisa idiota: comprobé que todos los hombres la tienen después de eyacular, no importa si es por amor o por rutina o por la fuerza. Si tuviera un cuchillo cortaría su cuerpo como si fuera un melón y le sacaría rebanadas. Partirlo y probarlo y hacerle mucho daño. Pero se fue sin dedicarme ni una mirada más y se perdió en la oscuridad.

 

Yo me quedé tendida allí, desnuda como un sándwich de carne que alguien ya no quiso.

 

 

*ILUSTRACIÓN: EKO.

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