Las tramas del frío 

Dic 26 • destacamos, Ficciones, principales • 3947 Views • No hay comentarios en Las tramas del frío 

POR GABRIEL RODRÍGUEZ LICEAGA

 

Se supone que el juego lo inventamos entre Nelson y yo. Falso. Se me ocurrió a mí y cada vez estoy más seguro de que no se trata de un juego. ¿Qué es? Ni siquiera nos pusimos de acuerdo en cómo llamarlo. Yo secretamente le decía de una forma y él de otra. Eso sí lo acordamos. Con saliva y toda la cosa. Creo que nos sentíamos en una película de amigos.

 

Nomás que Nelson anda muy raro últimamente.

 

Sus cambios empezaron de la nada. También de la nada invitó a otras personas a participar en nuestro juego. Yo me sentí traicionado. Como enterarse de que las piedras fantásticas en la playa no son más que botellas de refresco, o de que el cielo no es terciopelo negro, o de que el mundo no va a acabarse nunca; me di cuenta de que a Nelson ya no le bastaba conmigo. Él decía que a este pueblo le faltaban niños con los huevos bien puestos. Yo guardaba silencio preguntándome qué chingados quería decir con eso.

 

Dos pesos para el cochinito de las peladeces, diría mi jefa, que también se siente en una película de amas de casa perfectas.

 

A ver, el problema de las groserías es que rara vez son puntuales. Un ejemplo: en la escuela se ha puesto de moda preguntar si ya te la jalas. ¿Jalársela? Más bien acariciarse la cabecita y el cuello, ¿no? De arriba hacia abajo y suavemente. Hasta chorrear leche. Estoy seguro de que esa inexactitud ha provocado más de un pájaro herido. Además “jalártela” no es más grosería que “pájaro” o “leche”. En fin, Nelson, mi mejor amigo, dice que me hace falta tener los “huevos” bien puestos.

 

Aunque yo no elegiría esas palabras para definirlo: la primera vez que hicimos lo del juego entendí a qué se refería.

 

En esa ocasión no ganó nadie. Nos quitamos los dos al mismo tiempo, todavía con el tren lejos. Él se cagó en los pantalones. Yo no me burlé. Al contrario. Como si nada. ¿Cómo iba yo a burlarme? Si somos amiguísimos desde la primaria, si siempre le escribo yo sus reportes de español y él se asegura de que cuando me pongo de portero: no valgan trallazos. Ha cambiado mucho, Nelson. Fuma. Escupe. Maldice. Le avienta piedras a los perros amarillos, a las estatuas, a los focos de las casas. Pegó su chicle masticado en mi cabello. Se me hizo muy mala onda pero tampoco le reclamé nada. Me le quedé viendo con ojos de resortera y él no paraba de carcajearse. Tiró la envoltura de otro chicle en el suelo y no me quedé a ver cómo se lo metía a la boca. Me fui al baño y corté el mechón de cabello al puro tanteo con unas tijeras. A la fecha ni mi mamá se ha dado cuenta de que se me asoma un pedazo del coco. No le dije a nadie porque sé guardar un secreto. En cambio Nelson ya le fue a decir a todo mundo sobre nuestro juego. Y por eso, contándome, ya somos cuatro chaquetos (otros dos pesos para el cochinito de las peladeces, van cuatro). Estamos esperando a que llegue él para jugarnos la vida.

 

Dijo que invitaría a alguien más esta semana. A alguien importante.

 

¿Le estoy haciendo mucho de emoción? A ver, explico en qué consiste el juego: lo que hacemos es recargar la cabeza en la vía del tren justo cuando se va acercando a toda velocidad y el último en quitarse para no morir machucado es el que gana. Así de fácil. Es un juego de valentía y yo soy el campeón, prácticamente invicto.

 

La primera vez que lo hicimos mi piel se erizó gachísimo, toda se me puso de gallina. Me alcé rápido y le miré las venas al aire, ¿me explico? Como si pudiera reconocer las calles y avenidas por las que transita el frío, igual a la sangre bicolor en mis muñecas. Ese tipo de viento helado que se te mete entre la ropa, castañea tus dientes y te hace sentir que pierdes unos centímetros de cuerpo. Ese frío. Lo vi correr a mi alrededor aunque seguía siendo invisible. Eso sentí aquella primera vez. Después noté el olor a mierda.

 

Somos cuatro. El ejército de hombres con “los huevos bien puestos” que Nelson está preparando. Está Mariano, que siempre parece enfermo o friolento. A él Nelson le apagó un cigarro en el brazo. Está Tomás, que casi no habla y es medio bizco. A él Nelson le roba el lunch, lo embarra en el meadero y lo vuelve a poner en su mochila. Y está Lucio, el único del salón al que ya le salen pelos en los brazos. A él Nelson le hace tubo en las porterías de la escuela. Yo mismo le he ayudado a cometer esa tortura.

 

No sé cómo le diga Mariano o Tomás o Lucio al juego. Es la regla. Cada quien le nombra a su gusto y comentar ese nombre con los demás es trampa y castigo chispa.

 

Callados, los cuatro permanecemos alertas. Viéndonos sin vernos. Las vías nos ignoran desde allá abajo. Me gusta creer que son infinitas. O que van a dar a un cementerio de trenes en el mar. Son las once cuarenta y algo. Nelson no debe tardar en llegar. Dijo ayer que el de este fin de semana sería el “Acomoda-huevos” más importante de todos.

 

Me requete emputó que nos rebelara el nombre que él le puso al juego (van seis pesos).

 

Pienso en Nelson. Chaparro, pecoso, con cara de gato negro, poseedor de tres perros, dos bicis, cuatro hermanos y una boina que fue de su abuelo. Nos conocimos abajo de una piñata. Hace mucho tiempo, antes de las erecciones.

 

Hablando del diablo, Lucio pregunta que si ya nos la jalamos. Yo prefiero no corregirlo. Caramba, tan fácil que es buscar las groserías en el diccionario. Tomás cambia de tema. Si pudiéramos elegir un súper poder, ¿cuál sería? ¿provocarle a las personas hipo o provocarles estornudos? Esa es su pregunta. Fingimos que estamos pensando en qué responder.

 

¡Aparece Nelson a la distancia!

 

A su lado viene el nuevo integrante del ejército. Se aproximan los dos a paso veloz. No me da tiempo de contar los pestañeos antes de tenerlos ya enfrente de mí. ¡Es una chica! Nelson trajo a una vieja. Nadie comenta nada. Él nos saluda con un movimiento de cabeza, sin hacer distinciones. Ella nos mira como se observa a un perro atropellado. Trae puesta la vieja boina, usa frenos en los dientes, también es pecosa y también parece gato, pero blanco. Sus gestos son toscos, pareciera que tiene la piel pegada con resistol a la calaca. Seguimos en silencio, un silencio sabor a crucifijo; mismo que Nelson rompe bajando violentamente a Mariano por los chescos. La niña observa todo sin impresionarse. Nelson se cansa de Lucio y justo cuando está por hacerme una dormilona suena el tren a lo lejos.

 

Instintivamente nos recostamos los cinco con la cabeza apoyada en las vías. Capaz creemos que estamos en una película del viejo oeste.

 

A mi derecha: Nelson, a mi izquierda: la niña. Siento que puedo escuchar su corazón. Aguardamos pacientes. Nelson silba una canción pero no ubico en ese momento a qué caricatura corresponde. El temblor de la vía le da pellizcos a nuestras nucas. Nelson me toma de la mano apretándola fuerte y comienza a tronarme los dedos uno por uno, con violencia. Primero el chiquito. No grito, no me quejo, no retiro la mano. Gruñe la locomotora aproximándose. La mujer se muerde el labio. Hay un momento en que parece que el tren está hecho de ecos. Se aproxima y yo aprieto los ojos imaginando su fumarola. Imagino también que los chóferes son siempre distintos. Nunca se han frenado, aunque siempre tocan el “pito” mas o menos a la distancia en que está ahora. Tengo perfectamente calculado hasta qué momento es valeroso quedarse recostado. Campeón invicto. Nelson me aprieta la mano, lastimándome. Vuelvo la mirada hacia el otro lado. Ella me observa a mí, sus ojos enormes y su boca retorcida. Los otros niños dejan de existir. Yo secretamente les llamo Mariana, Tomasa y Lucía. En ese momento eso no me da risa, ni me parece ya gracioso. La chica no pestañea. Me mira, ¡exacto!, como a un animal atropellado en la banqueta. Las piedras del mar son cascos, la noche no es terciopelo, hoy termina el mundo. Aprieto los ojos y los dientes y pienso en mi madre. El tren se aproxima, cerca, muy cerca y con prisa. Si alguien grita ya no se distingue. Siento un bulto crecer entre mis piernas. ¿Esto será tener los huevos bien puestos? Ella se levanta de golpe, veo su silueta tapando a las nubes. Qué linda es, me hubiera gustado conocer su nombre. El tren grita que nos quitemos. Pienso en los putos ocho pesos que acumulé por decir groserías, los imagino monedas aplanadas en la caliente vía del ferrocarril. Los tres chiquillos ya se levantaron. No necesito revisar, simplemente lo sé. Nelson suelta mi mano, la abandona enrojecida y adormilada. Si yo tuviera el poder de provocarle estornudos a la gente, lo haría ahora mismo para impedirle a Nelson quitarse a tiempo, que quede su cabeza hecha un insecto pisoteado. El tren me sopla en la cara. No me quito aún. Todas las calles y avenidas, rutas y tramas por las que el frío transita van a dar lenta y brutalmente hacia mí.

 

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.

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