Pablo Trapero y el secuestro subrogado

Ene 9 • Miradas, Pantallas • 3133 Views • No hay comentarios en Pablo Trapero y el secuestro subrogado

POR JORGE AYALA BLANCO

 

En El clan (Argentina-España, 2014), supervigoroso filme 8 del bonaerense de 43 años iniciador del Nuevo Cine Argentino de principios del milenio Pablo Trapero (del inteligente minimalismo hiperrealista de Mundo grúa 99 y El bonaerense 02, al anárquico neothriller sociológico de Carancho 10 y Elefante blanco 12), con coedición suya y guión concebido al lado de Julián Loyola y Esteban Student basándose en hechos reales, el alevoso patriarca de ascendencia italiana Arquímedes Puccio (Guillermo Fancella el gracioso comediante aquí portentoso de sobriedad) aprovecha su clandestina participación estelar como jefe de secuestradores antisubversivos al servicio de un Comodoro del Ejército gobernante, en el sangriento ’82 de la dictadura argentina, para encabezar un clan familiar que se dedica a efectuar raptos por cuenta propia, al lado de dos ínfimos matarifes, con gran limpieza de ejecución y manteniendo a las berreantes víctimas en la propia casa: un negocio del secuestro subrogado que no duda en eliminar sin piedad a sus víctimas al menor indicio de peligro y que cuenta con la colaboración de la decente esposa docente Epifania (Lili Popovich) y con la desentendida sumisión de las hijas adolescentes Adriana (Antonia Bengoechea) y Silvia (Giselle Motta), y de los viajeros mediohuidos hijos menores Maguila (Gastón Cocchiarale) y Guillermo (Franco Masini), pero ante todo con la inclusión del hijo mayor ídolo de rugby elitista aunque paradójicamente inseguro Alejandro (Peter Lanzani) como contacto con los muy secuestrables vástagos de millonarios, hasta que el Clan entra en crisis cuando el chico se enamora de la linda chava rica Mónica (Stefania Koessl) y, algo irremediable, cuando la situación cambia con la llegada de la democracia en el ’85, el padre queda sin apoyos jerárquicos y es aprehendido brutalmente como un delincuente más, junto con esa envilecida familia por la que intentará sacrificarse en un juicio de escándalo.

 

El secuestro subrogado plantea insidiosos paralelismos literarios y estructurales, pues bajo el apellido ficticio Puccio (pronúnciese Pucho) apenas se oculta un providencial guiño a Mario Puzzo, el creador de El padrino neomaquiavélico de la mítica trilogía de Coppola (72/74/90) sobre los mecanismos y maquinaciones del poder criminal y por ende de cualquier ejercicio del Poder en sí, con sólo defender y sublimar los valores familiares, llevándolos a un alto nivel y extendiéndolos al dominio de la sociedad en su conjunto, igual que ahora lo hace El clan, al establecer también curiosos paralelos con la fábula fílmica del megautoritario Padre Enclaustrador en sus diversas versiones (el telenovelón grisáceo El castillo de la pureza de Ripstein 72, la obra maestra griega Diente de perro/Canino de Lánthimos 09, la incidencia docuficcional de Wolfpack: Lobos de Manhattan de Moselle 15), al tiempo que el drama de continuo alterna metafóricas secuencias en paralelo (ejecución/rudo juego de rugby, golpiza torturadora/cogida en el auto, o así) y reconstruye la totalidad factual como un vaivén de tiempos histórico-ominosos, fundidos y confundidos.

 

El secuestro subrogado procede entonces a una serie de homologaciones malvadas entre las perniciosas actividades torturadoras-extorsionadoras y hasta homicidas del personaje del padre, y las sensibles actividades domésticas de ese mismo unificador familiar, incapaz de mínimos reproches o descomponer la figura, deliciosamente severo al ayudar con sus tareas de aritmética a la hija pequeña, dar amoroso masaje para aliviar las contracturas del cuello de su esposa, barrer permanentemente la calle y afirmar sagradamente furioso que “Nunca hay que poner en riesgo a la familia”, o bien esa insidiosa homologación entre el seudobenefactor discurso de los milicos paternalistas (Galtieri tras la derrota de las Malvinas) y los buenos propósitos de la transición democrática de Alfonsín (homenajeando a Sábato et al.), o bien esa perversa homologación de la violencia en todos los operativos, sean de secuestradores, autorizados o no, de fuerzas represoras o de policías liberadores.

 

El secuestro subrogado narra así, con pie en esos paralelismos y esas homologaciones, brillantemente y con nerviosa eficacia, algo más que una alegoría política: una especie guerra sucia dentro de la guerra sucia, como si intentara burlarse de la idealización europea de aquella hipotética revolución latinoamericana de los 70s pomposamente bautizada como la Revolución dentro de la Revolución, para lograr con febril limpieza destacar los paralelismos y las revelaciones de una alegoría política perfecta, asociando el ejercicio de secuestrar y eliminar con la producción de Historia y de pensamiento negativo: aquel que niega toda armonía en la simulación que se denuncia y desgarra.

 

Y el secuestro subrogado viene a elaborar, colateralmente, por último, la monstruosa vivisección de una inocencia monstruosa, la del pibe Alex que, no obstante y sin quedarle de otra, servía a modo de cebo humano, pero jamás como secuaz y ni siquiera como acompañante a las fechorías de su padre alevoso, al que acabaría odiando y golpeando tan sádica cuan valiente y ambivalentemente dentro la cárcel, en parte a petición suya, durante la formidable secuencia final, que funge a la vez como desembocadura, desfogue y catarsis del atormentado personaje juvenil y de la película misma; una inocencia monstruosa que es algo más, mucho más que un simple caso de complicidad pasiva o de culpa colateral, nunca como la excepción que confirma todas las reglas, sino como una brechtiana fabulación inflexible que sirve para demostrar el abuso en la regla en sí; una inocencia monstruosa que grita destemplada, clama incallable y sostiene todavía su esencial ambigüedad, su “moral de la ambigüedad” (De Beauvoir), con dulcísimo fondo irónico y avasallante de la rockbalada Sunny Afternoon de The Kinks, a la sombra del Poder impune que aún asola a las víctimas de una nueva barbarie.

 

 

*FOTO: La película El clan se basa en la historia de la familia Puccio, dedicada al secuestro al amparo de las actividades antisubversivas del Ejército, y cuya historia conmovió a la sociedad argentina a comienzos de los años 80/Especial.

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