Los rostros de la intemperie

Ene 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 9559 Views • No hay comentarios en Los rostros de la intemperie

POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

 

Cuando visita en un asilo de Tepexpan al antiguo ebanista de la familia, la joven narradora de “El inventario”, uno de los relatos incluidos en el libro De noche vienes, repara también en el hombre que ocupa la cama vecina: “un viejecito se tapaba con las cobijas todo equivocado y dejaba tristemente al descubierto sus ijares resecos y enjutos. Una enfermera me explicó enojada: ‘Lo hace a propósito. A diario hace lo mismo. Siempre enseñando su carajadita…’”. Eso, y nada más, es cuanto sabemos del personaje. Un trazo rápido, sí, pero difícil de pasar por alto: el hombre sin rostro permanece en la memoria no sólo por la peculiar actitud de descaro que asume en el abandono de su edad mayor sino porque en ese apunte destaca una noción dramática: el conflicto que propicia su desnudez, el rechazo de la mujer que lo cuida.

 

Su presencia, aunque fugaz, deviene emblemática de dos movimientos esenciales en la obra cuentística de Elena Poniatowska (1932), reunida en el tomo Hojas de papel volando. Por un lado, tenemos la naturalidad con que la voz narrativa consigna las luchas y apremios de existencias dispares usualmente ubicadas fuera de foco, lejos de los acontecimientos más privilegiados por la escritura, esto es, en los márgenes de la historia, la sociedad o la familia. Parecería que no hay ser o cosa que podamos asumir en tanto banal o carente de interés para la fabulación, pues en cualquier esquina de la intemperie es posible hacer resaltar vidas dotadas de dignidad al momento de hallarse envueltas en un principio de fuerzas contrastadas. En las antípodas del solipsismo, es la de Poniatowska una mirada hospitalaria a los visos efímeros pero significativos de la otredad en conflicto.

 

Por otra parte, no se escapa que el anónimo anciano del asilo de Tepexpan muestra en un gesto no sabemos si voluntario los genitales en vez de la cara. Como ocurre en otras franjas de su escritura, Poniatowska en su ficción breve asume una postura de examen ante los modos de la masculinidad persistentes en el México de la segunda mitad del siglo xx. Incluso, yendo más lejos, hay que precisar que esa postura se traduce en un ampliado escrutinio de las relaciones entre los sexos, las generaciones, las clases sociales, siempre con un énfasis que desnuda las apariencias y trasciende el costumbrismo para alcanzar una perspectiva al mismo tiempo fresca e incómoda.

 

El enfoque ante los códigos del orbe masculino es irónico, a ratos filoso y hasta descarnado, pero tampoco exento de ternura o un indicio de empatía. En “Canto quinto”, de De noche vienes, la protagonista es una joven que mantiene un lazo amoroso con un hombre casado. A la par de los instantes de pasión y juego que definen su querencia, a veces de forma nítidamente lírica (“Rodrigo le hacía falta para andar…, para que la tierra no le oliera a niño muerto”), el relato no se ahorra el discernimiento de los rasgos patológicos de su vínculo a través de inclusiones reveladoras de las pautas que destacan, con la previa anuencia comunitaria, como propias de un temperamento sancionadamente viril: “Rodrigo manejaba de prisa, nerviosamente, maldiciendo los embotellamientos, el rostro duro, fijo en los altos, como si el poder de su mirada en el parabrisas pudiera empujar los coches detenidos”. Como en buena parte de sus textos narrativos, la autora se apoya en armas tradicionales: una alternancia de escenas y resúmenes, con diálogos expresivos e imágenes tan vivaces cuanto precisas (“su pobre amor de a tres centavos que zarandeaban por aquí, por allá, que traían de la mano sacudiéndolo por las calles”). El discurso indirecto libre contribuye a dar un perfil dramáticamente sostenido a los personajes. La mayoría de los relatos avanzan con un temple de sencillez técnica, sin colocar más vallas que las requeridas por una noción de trama cuya finalidad está en la exploración de los filones emotivos: difícil negar que estas narraciones, ya sea que procedan de la experiencia familiar o del involucramiento periodístico, conducen a estampas desasosegantes y, más de una vez, conmovedoras, con todo lo resbaladizo o sospechoso que para estos días de cinismo resulta un epíteto así.

 

Quizá las facetas de Poniatowska en el periodismo y la novela han despojado de la mayor atención a su obra cuentística, no muy amplia ciertamente, pues consiste de dos tomos: el ya citado De noche vienes (1979) y Tlapalería (2003), más un par de textos posteriores. No sería justo negar, para la mayoría de estas narraciones, las virtudes de una prosa vívida y elástica, con un magnetismo, afín a los virajes de lo casero, lo coloquial y lo lúdico, que da cabida a los heterogéneos usos que confiere al lenguaje la realidad mexicana, ya se trate de los modos establecidos de la jerga oficiosa con que el estado constriñe los andares íntimos de los ciudadanos —el ejemplo aquí es “De noche vienes”, el último texto incluido en el libro homónimo—, o de los giros que la historia inveterada de nuestra desigualdad ha ofrecido no sólo para el desgarre de la vida cotidiana sino en la misma psique de los individuos: es el lenguaje el instrumento con que se manifiestan, ahondan sus efectos, profundizan su dominio, estaciones tales como la amargura, el desánimo o el duelo por las pérdidas afectivas.

 

Aunque en Hojas de papel volando hay textos en que la prolijidad (“De Gaulle en Minería”) o la cursilería (“Métase, mi Prieta, entre el durmiente y el silbatazo”) se vuelven un lastre, en los textos que reportan una vena semiautobiográfica se hallan los más afortunados ejemplos de contundencia y profundidad. En ellos, la autora deja ver una consciencia técnica dirigida a una premisa: menos centrarse en sólo redondear una historia que en hacer ver los patrones del entorno y vida interior de sus personajes: la familia y los espacios domésticos en un primer término, también la numerosa perspectiva del afuera. Si bien hay cuentos de aire clásico, con una secuencia dócil y una aproximación cronística (“Las lavanderas”, “Las pachecas”), en Hojas de papel volando no es raro hallar relatos abiertos, de una estructura porosa y flexible en que se reúne el ir y venir de pasajes diversos de una vida desde una voluntad de inquisición psicológica. En el ya referido “El inventario”, la narradora sigue el hilo de los recuerdos que los muebles pertenecientes a su familia precipitan un día de mudanza. Superando la sequedad del título, el relato da forma a una construcción dúctil, que descubre la humanidad de los objetos al tiempo que exhibe los nódulos de pensamiento y conducta fijados en los parientes por su comercio cotidiano con ese antiguo inventario. “Una cosa es la vida, otra son los muebles…”, afirma un maestro restaurador, pero el texto lo refuta concluyentemente. La narradora deduce: “no eran muebles vírgenes o primerizos, al contrario, pesaban sobre la conciencia. Todos estaban cubiertos de miradas, de comisuras resbaladizas… y una fuerza animal surgía inconfundible de la madera”. La operación aquí desplegada apunta hacia una visión animista, la de una realidad en que los humanos no son los habitantes excluyentes de los parajes en que la conciencia se declara.

 

Es pertinente por ello hablar de una búsqueda de armonía o, incluso, de fusión entre la mirada individual y la otredad, una manera de hacer ver y, así, apropiarse de los rostros preteridos de quienes viven a la intemperie, en esa exterioridad que empieza más allá de la propia piel de una mujer con dotes de cronista y que abarca los sótanos, las azoteas, los páramos de la calle, los hospitales, los basureros, el arrabal. En “El limbo”, también publicado originalmente en De noche vienes, hay un interés puntilloso por las vicisitudes de los desheredados. El relato cuenta la historia de una chica de familia adinerada en cuya casa una empleada doméstica da a la luz a escondidas. El acercamiento no es maniqueo sino crítico; de hecho, esta escritura se define, y no hay en un gesto así nada panfletario ni hipócrita, por un propósito de cambio social. Del modo en que la protagonista, Mónica, pregunta y busca hasta encontrar “en un rincón, envuelto en periódicos…, un bultito rojo, blando, una materia floja… una cabecita con el pelo muy negro pegado al cráneo”, la autora caracteriza sus relatos, como ocurre con su periodismo, por una voluntad de movimiento e indagación, que la lleva a salir de la burbuja favorecida en que creció (una familia de abolengo, una formación cosmopolita y libresca) para registrar y, de ese modo, incidir en la vida ajena. Así, Mónica se vuelve el motor de la acción en “El limbo” pues lleva al recién nacido a un hospital. Esto supone el aprendizaje de una forma alterna de la feminidad, en que el yo de una joven aprende a mirar desde otro punto, uno señalado por la exigencia moral, a su familia y a la sociedad en que vive.

 

Así como la protagonista se revuelve ante la idea de pertenecer al mundo de frivolidad y racismo de su familia (“Qué fácil es comer, pensó, qué fácil cuando, a ocho cuadras apenas, hay un moridero de niños”), tampoco podría formar parte del ámbito de la pobreza, pues aceptará a esas otras mujeres vulneradas por el abuso y la injusticia siempre y cuando ellas acepten el desafío de buscar salir de la marginación. Su encuentro con la apatía y el sufrimiento le cuestiona su lugar en el mundo: tanto los prejuicios de su familia como sus posibilidades de desafiarlos en el marco de los hechos la ponen en guardia ante el riesgo de caer en la complacencia de quien se cree moralmente superior sólo por tener los primeros meneos de una conciencia de activista. No es irrelevante que el registro de la situación adversa de las mujeres vaya de la mano de una percepción afilada de las desigualdades sociales. Este ángulo, en que Poniatowska coincide con sus antecesoras Elena Garro y Rosario Castellanos, se ve en otros relatos de De noche vienes, como “Love Story” y “La casita de sololoi”, o en “Chocolate”, de Tlapalería, que reivindican un tratamiento complejo de los nexos entre clase social y género en el México del último medio siglo, un país modernizado en el discurso oficial pero aún reciamente machista y racista en los usos diarios.

 

Por lo anterior, no sería correcto omitir que la ficción breve de Poniatowska ofrece también incursiones a una esfera intimista, no por ello menos desafiantes. “El rayo verde”, incluido en De noche vienes, parte de una anécdota de infancia —cuando la madre decía a la narradora que estuviese pendiente, al atardecer frente a la playa, para ver el rayo verde, la clave de la felicidad futura— y la deshilvana con velocidad hasta la edad madura, cuando la niña se ha vuelto una abuela joven y la vida le permite distendidas caminatas en la orilla del mar. Ya no la instiga sólo esa vieja búsqueda del rayo verde, sino la vocación introspectiva que la confronta con los sucesos pretéritos, y en este departamento los vínculos con los hombres salen prontamente: “muy pronto me di cuenta de que por cada mujer sobre la tierra hay un hombre dándole una orden”. Por su parte, “El corazón de la alcachofa”, de Tlapalería, señala el hábito familiar de comer alcachofas como un referente para enmarcar la historia de los padres y el devenir propio de la protagonista: “La finalidad de mis pesquisas es llegar al sitio de donde partieron de niña mis esperanzas, el corazón de la alcachofa que voy cercando lentamente a vuelta y vuelta”. La veta reflexiva se desenvuelve con una prosa de cariz espontáneo, de elocuente naturalidad, que coloca en el centro de la ficción una conciencia sobre las maneras en que lo nimio y lo rutinario a que se expone una mujer en la infancia, con la familia primigenia, se hallan detrás de los ímpetus más estrictamente personales que en la juventud y edad adulta se descubren en relación con los otros, como sucede en la pasión amorosa. En “El corazón de la alcachofa”, el pasado no termina de lanzar su influjo sobre el presente; narrar, pues, implica no sólo soltar una historia sino echar luz en las pulsiones del mundo interior, en un vínculo perpetuamente contradictorio con la otredad. Son páginas como la de este, un cuento perfecto en su sobriedad y lucidez, las que sostendrán a Poniatowska —una vez que el juicio de su obra, ciertamente desigual, deje de lado la saturación de su imagen mediática y las descalificaciones falocéntricas a su persona— en la nómina de los mayores exponentes de la ficción breve en las letras mexicanas.

 

 

*FOTO: La escritora Elena Poniatowska comenzó su carrera periodística en 1953. Es autora de los libros de cuento Lilus Kikus, De noche vienes y Tlapalería, entre otros/ Alejandra Leyva/EL UNIVERSAL.

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