La “Cultura del narcotráfico”

Ene 9 • destacamos, principales, Reflexiones • 29567 Views • No hay comentarios en La “Cultura del narcotráfico”

POR DAVID HUERTA

 

Definido en el prólogo como “un grito contenido de rabia”, La violencia en México es un libro de David Huerta publicado a fines de 2015 por la editorial española La Huerta Grande. El volumen, conformado por trece ensayos, pretende concientizar al público español acerca del turbulento período que vive nuestro país. En el prólogo, la investigadora Amelia de Paz afirma: “Cada nación se compone su figura. Sedimentada en estratos profundos, alentada por intereses bastardos (…) la que México ofrece al mundo es una imagen macabra”. “De cómo un territorio inmenso y fabulosamente diverso, poblado por más de cien millones de almas, haya llegado a identificarse con un delirio homicida trata esta obra. Sin aspavientos, sin estridencias, sin efectismos, platándole cara al lugar común y a la mordaza del miedo, el autor nos asoma a los veinte últimos años de la historia de México”.

 

Con autorización del autor, Confabulario reproduce dos fragmentos del capítulo séptimo y de las conclusiones.

 

En México, una de las expresiones más retorcidas o irritadas del multiculturalismo —tanto desde el punto de vista intelectual como en la perspectiva moral— es la consagración del crimen como un tema digno del arte, así sea de esa forma subsidiaria que solemos llamar “arte popular” y que algunos llaman, con un punto de desdén, “entretenimientos populares”.

 

Estamos aquí en medio de un terreno resbaladizo, que puede prestarse a malos entendidos: la gran literatura épica tiene en su centro irradiante un mundo de violencia a menudo intolerable. La “cólera de Aquiles”, cifra y origen de la gran poesía homérica, es el germen de una serie de muertes sangrientas, algunas de una crueldad escalofriante. Allí estamos ante la poesía sublime que se encuentra en el nacimiento mismo de la literatura occidental, en la raíz misma de nuestra cultura; esa poesía es un horizonte seguro en el que se nutren algunos de nuestros valores más profundos. Junto a la violencia monstruosa, el genio homérico nos ha legado escenas de ternura infinita, de humanidad trémula y trágica; dos ejemplos acaso basten: el hijo de Héctor que mira con temor a su padre, imponente antes de la batalla; la escena en la que Príamo besa “las homicidas manos de Aquiles” (J. L. Borges).

 

Pero la consagración de vulgares criminales, secuestradores, ladrones, asesinos y torturadores, vistos como héroes de un público absurda y temerosamente arrobado ante ellos —y ante sus “hazañas”—, es del todo diferente. Así han surgido “novelas del narco” y, sobre todo, los narcocorridos, o “corridos de narcos”. Son estos canciones populares que suelen elogiar los hechos de los asesinos y traficantes de drogas. Acerca de las novelas y cuentos que han tomado como su asunto el narcotráfico mucho podría decirse, sin duda, pues hay entre esos libros algunos de cierto valor —pero los narcocorridos son enteramente otro fenómeno, muy diferente de aquel, literario. Debe tomarse en cuenta el interés mercantil de quienes comercializan y difunden esta música, casi en su totalidad de nulos o pobrísimos valores estrictamente musicales. En este territorio, el grado de tosca manipulación es enorme, teñido de un comercialismo insaciable, que se beneficia de la idealización y estilización del crimen y la ilegalidad.

 

Entre los que defienden el valor “cultural” o “artístico” de los narcocorridos hay quienes argumentan que la conducta de los criminales suele parecerse a la del mítico Robin Hood: robar a los ricos para beneficiar a los pobres, a menudo repartiendo dinero en efectivo, en especial en las “zonas marginadas”, o en los barrios bajos de algunas ciudades medianas o pequeñas. Es posible que en alguna ocasión tal cosa haya sucedido; es dudoso que los criminales lo hicieran por auténtica generosidad y con genuino desprendimiento, pues se sabe que sus decisiones están determinadas por el dinero fácil y la ganancia obtenida con el menor esfuerzo. No son, por ningún lado que se les considere, a la luz de su conducta, altruistas ni caritativos, sino todo lo contrario. El hecho de su supuesta munificencia justificaría o explicaría los homenajes musicales de los corridos que se les dedican, y el “valor artístico” de estos, o su “proyección cultural”. (Es muy posible que el narcotraficante más “homenajeado” de esta manera haya sido el temible Joaquín El Chapo Guzmán).

 

El mito de esos Robin Hood se ha mantenido y fortalecido en el México de estas décadas recientes, en especial en el norte del país, región en la cual el narcotráfico comenzó a prosperar hasta convertirse en un fenómeno incontenible y destructivo.

 

La opinión positiva acerca de los narcotraficantes como una especie de filántropos rústicos y heroicos tiene una relación directa e intensa con cultos que han surgido en el México moderno y están vinculados estrecha y orgánicamente con la violencia criminal: el culto de la Santa Muerte y el de Jesús Malverde, excrecencias pseudorreligiosas o religiosas de esa ilegalidad mitificada. Poco hay que decir sobre la primera: existe una escasa iconografía (la Santa Muerte es un esqueleto erguido, vestido con túnica, con un halo alrededor del cráneo), junto a la cual abundan los tatuajes, muchas veces indicadores de que quienes los llevan en la piel han estado en la cárcel. En cuanto a Jesús Malverde, es un bandolero mítico —de más que dudosa existencia histórica— que prosperó a principios del siglo xx en el norte mexicano.

 

En muchas regiones del país se venera a la Santa Muerte y a Jesús Malverde en templos y santuarios construidos ex profeso y tolerados con alguna incomodidad —o con cínica indiferencia— por las autoridades civiles, que no encuentran razones para ocuparse de ellos en ningún sentido; tolerados también —hay que añadir— por las “autoridades” eclesiásticas (las comillas indican que el estado mexicano es laico, aconfesional), que tampoco saben qué actitud asumir, aunque las afecta en alguna forma, sin duda, debido a la apropiación de gestos y atavíos litúrgicos en el ejercicio de esos cultos y en su despliegue devocional.

 

Sería posible rastrear el origen del culto de la Santa Muerte en el panteón prehispánico, específicamente mexica o azteca, pero lo cierto es que ha prosperado sobre todo en los tiempos modernos y que en los años de la guerra contra el narcotráfico ha alcanzado un auge insólito. En Colombia ocurrió algo semejante durante la época siniestra del reinado de Pablo Escobar, años conocidos en ese país como “el Sicariato”: el culto a la “Virgen de los sicarios” y las ceremonias de “bendición de las balas” llevadas a cabo por los jóvenes que actuaban a las órdenes de los jefes criminales. Sobre ello se puede leer la novela de Fernando Vallejo —también adaptada para el cine bajo la dirección de Barbet Schroeder—: La Virgen de los sicarios.

 

Tanto el culto de Malverde cuanto las deformes liturgias de la Santa Muerte contienen en potencia un ingrediente sacrificial, que los vuelve peligrosos y amenazantes para la entera sociedad mexicana. No sería difícil discernir esa visión del sacrificio en los asesinatos de jóvenes mexicanas en Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, en el norte de México: parte de esas muertes violentas debería ser explicada por la tortuosa “religiosidad” de los asesinos de esas muchachas trabajadoras —integrantes de las fábricas de maquila, muchas de ellas— que las ofrecería como víctimas propiciatorias de tales desviaciones irracionales con disfraz de cultos religiosos.

 

Esa irracionalidad es al mismo tiempo el lugar de gestación y la consecuencia de hechos criminales: está en el punto de partida de conductas homicidas, ilegales y aterrorizadoras; a su vez, desencadena en el seno de la sociedad reacciones que nada tienen que ver con la lógica o la ética, por ejemplo, la admiración por los “corridos de narcos”, sus compositores, sus intérpretes y, sobre todo, sus protagonistas. Es el fruto deforme de esa irracionalidad en su vertiente mexicana, y de ahí han surgido estos subproductos de la cultura popular. Examinados con un mínimo detenimiento, no tienen el menor valor; como música, como poemas, como narraciones, son poco menos que nada.

 

Una carta publicada en el diario La Jornada el 20 de mayo de 2015, firmada por Pablo Torres Parés, educador musical, revela, acaso sin exageraciones, los alcances de estos fenómenos:

 

Un año viví en la frontera norte, en el estado de Chihuahua. Ahí pude constatar con desesperación que el repertorio musical de los niños, casi en su totalidad, estaba conformado por «corridos de narcos». Los niños no tenían otro referente sensible que pudiera darles una visión afectiva diferente a lo que viven día a día, a la violencia cotidiana, a la carencia. Ellos han crecido sintiendo que el mejor camino es volverse un exitoso narcotraficante y, aunque sea por unos años, «vivir como rey».

 

El periódico le puso el siguiente encabezado a esa carta: «Niños que matan, víctimas de las políticas educativas». El título se desprende de estas preguntas de Torres Parés:

 

¿Será posible que esta realidad no la hayan conocido las autoridades educativas de México? ¿Serán tan inocentes? ¿Cuántos son los niños que hoy viven situaciones similares? Esas autoridades que durante los últimos cuarenta años se han esmerado por no dejar un solo espacio de arte y belleza en las escuelas de educación básica, que han promovido el paradigma de «inglés y computación» como el gran remedio educativo para el futuro de México, que han impuesto la competencia por sobre el humanismo y han denostado a los maestros.

 

En el documental Narco Cultura (2013), del cineasta y fotógrafo de guerra Shaul Schwarz, una niña mexicana del norte responde a la pregunta «¿Qué quieres ser cuando seas grande?», con estas cuatro palabras: «novia de un narco». La escritora Gabriela Damián comenta de modo sucinto: «Tantas derrotas al mismo tiempo en una frase».

 

El examen, así fuere sucinto, de los enormes problemas de la educación en México rebasa, con mucho, los alcances o el marco de este ensayo, desde luego. Pero las preocupaciones que se desprenden de la experiencia del educador musical Pablo Torres Parés en el norte chihuahuense de México no parecen mal encaminadas. Quizás en un futuro ahora inimaginable los mexicanos ya no sientan el menor interés por esos «corridos de narcos», escuchen otra clase de música y apenas alcancen a entender lo que ocurrió en el país en las décadas del cambio de un siglo al otro y del segundo al tercer milenio.

 

*

Las conclusiones de este libro deben ser necesariamente provisionales. La situación en México es fluida, como suele decirse: los cambios ocurren rápidamente y las noticias tristes e indignantes se acumulan.

 

La información más confiable es difícil de obtener. Un solo dato da idea de esa inestabilidad informativa: el gobierno afirma que los muertos por la “guerra contra las drogas” son alrededor de 30,000; en cambio las organizaciones civiles declaran que son alrededor de 150,000. La diferencia no es una mera discrepancia sin sentido, fruto del oposicionismo de las organizaciones no gubernamentales: revela un divorcio profundo entre los órganos de gobierno y la sociedad.

 

La glorificación del fugitivo Joaquín Guzmán produce desaliento: según pesquisas serias, ocho de cada diez asesinatos ocurridos en México en lo que va del siglo xxi tienen alguna relación con ese criminal; se sabe con certeza que él mismo ha participado —jalando el gatillo o dando órdenes— en trescientos asesinatos.

 

Carlos Monsiváis (1938-2010) fue uno de los críticos sociales más agudos de los tiempos modernos mexicanos. Al comentar el estremecedor libro de Sergio González Rodríguez Huesos en el desierto, acerca de los feminicidios en Ciudad Juárez, Monsiváis escribió lo siguiente:

 

Una sociedad inmovilizada ante la matanza, que no reconoce como suyas a las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, es también en definitiva la gran víctima propiciatoria. Concentrar la energía judicial, política, social, ética de la nación y sus instituciones en el esclarecimiento de este fenómeno es asunto de justicia y de reconstrucción social. Uno de los grandes apoyos de la violencia es la protesta ocasional, rutinaria, que no espera consecuencias. Esto, como lo demuestra Huesos en el desierto, ya no puede ni debe suceder.

 

Solamente «la sociedad que se organiza», expresión feliz y esperanzadora de Monsiváis, podrá detener, atenuar o, en último término, comenzar a transformar la violencia en México en el atroz recuerdo de un pasado que no deberá repetirse.

 

Mientras eso no suceda, libros como este pueden tener, por desgracia, algún sentido.

 

 

 

 

 

*FOTO: En el documental Narco Cultura (2013), del cineasta y fotógrafo de guerra Shaul Schwarz, aparece el grupo Buknas de Culiacán, intérpretes del llamado movimiento alterado, que hace apología del crimen organizado/Fotograma del documental Narco Cultura (2013), de Shaul Schwarz.

 

 

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