La chica danesa

Ene 10 • Ficciones • 6119 Views • No hay comentarios en La chica danesa

 

 

Copenhage, en 1925, Greta y Einar son una pareja de jóvenes pintores. Ella es conocida sobre todo por sus delicados, sugestivos retratos de mujeres. Pero aquella tarde, la modelo no ha venido. Y Greta le pregunta a Einar si por una vez, para que ella pueda terminar la parte de abajo de un cuadro, él se pondría un par de medias de seda, se calzara unos zapatos de tacón, acaso también un vestido que le permitiera acabar de pintar los pliegues de la falda. Einar acepta, y el instante en que la seda del vestido se desliza por su cuerpo supone una revelación, el momento de la sensación más verdadera, como cuando se sumerge en el mar en verano. Peor el océano de esta zambullida, que ya no tendrá vuelta atrás, es un mundo de sueños, el sueño de ser Otro. Y así, acompañado por Greta –porque ambos habitan en el oscuro espacio secreto entre dos personas que constituye un matrimonio–, Einar recorrerá un arduo camino al final del cual se encuentra una mujer llamada Lily Elbe, que fue Einar, y que ahora es una chica danesa.

 

Los libros de David Ebershoff han cosechado múltiples premios. Su novela debut, La chica danesa, está inspirada en la vida de Einar Wegener, el primer hombre que, en 1931, se sometió a una operación para cambiar de sexo. A continuación, presentamos como adelanto editorial el primer capítulo de esta novela.

 

POR DAVID EBERSHOFF

 

Primera parte. Copenhague, 1925

1

            Su mujer fue la primera en saberlo.

–¿Me harías un pequeño favor? –le preguntó Greta desde el dormitorio la primera tarde–. ¿Me echaría una mano un momento?

–Por supuesto –dijo Einar con los ojos fijos en el lienzo–, lo que haga falta.

Era un día frío; una brisa gélida llegaba del Báltico. Estaban en su apartamento de la Casa de las Viudas, y Einar, bajito y que aún no había cumplido los treinta y cinco años, pintaba de memoria. Una escena invernal de Kattegat. El agua negra estaba salpicada de espuma blanca y era cruel, la tumba de cientos de pescadores que volvían a Copenhague con su salado botín. El vecino de abajo era marinero, tenía la cabeza en forma de bala y maldecía a su mujer. Cuando Einar pintaba el rizo gris de cada ola, se lo imaginaba ahogándose mientras su voz aguardientosa seguía llamando puta de puerto a su mujer. Así era como Einar acertaba con la mezcla exacta de colores: lo bastante gris para tragarse a un hombre como aquél, para envolver como una masa de pastel su ronca voz que se hundía.

–En un momento estoy contigo –dijo Greta, que era más joven que su marido y tenía un bello rostro, ancho y chato –, y entonces podemos empezar.

También en esto Einar era distinto de su mujer. Él pintaba la tierra y el mar, pequeños rectángulos iluminados por la luz oblicua de junio o tamizados por el sol monótono de enero. Greta pintaba retratos, con frecuencia, de tamaño natural, de gente importante de aspecto bondadoso, con los labios rosados y el canoso cabello reluciente. El señor I. Glückstadt, el financiero que estaba detrás del Puerto Franco de Copenhague, Cristian Dahlgaard, el peletero proveedor de la Real Casa, Ivar Knudsen, socio de la empresa naviera Burmeister y Wain. Aquel día le hubiera tocado el turno a Anna Fonsmark, mezzo-soprano de la Real Ópera Danesa. Presidentes de consejos de administración y magnates encargaban a Greta sus retratos para colgarlos en sus despachos, encima de un archivador, o en los pasillos de sus oficinas.

Greta apareció en el vano de la puerta.

–¿Seguro que no te importa dejar un momento lo tuyo y echarme una mano? –le preguntó mientras se echaba el pelo hacia atrás–. Si te lo pedí, es porque es importante. Resulta que Anna me ha vuelto a llamar para decirme que no puede venir. ¿Te importaría ponerte su medias? –añadió Greta–. ¿Y sus zapatos?

El sol de abril relucía detrás de Greta y se filtraba a través de las sedosas hebras que le colgaban, lacias, de la mano. Por la ventana, Einar veía la Torre Redonda, semejante a una enorme chimenea de ladrillo, y, sobre ella, el avión del Deutscher Aero-Lloyd, en su regreso diario a Berlín.

–¡Greta! –dijo Einar–. ¿Qué quieres decir?

Una gota de pintura viscosa le cayó del pincel a la bota. Eduardo IV empezó a ladrar, y su cabeza blanca miraba ya a Einar, ya a Greta.

–Que Anna ha vuelto a llamar para decirme que no puede venir –repitió Greta–, tiene un ensayo extra de Carmen, y me hacen falta dos piernas para terminar el retrato, si no, no lo voy a acabar nunca. Y entonces pensé que con las tuyas a lo mejor me arreglaría.

Greta se le acercó; traía en la otra mano los zapatos, de color amarillo mostaza, con hebillas de peltre. Llevaba su bata de pintar abotonada por delante, con bolsillos de parche, donde guardaba todo lo que no quería que viese Einar.

–Pero es que no puedo ponerme los zapatos de Anna –dijo Einar.

Mientras los miraba, Einar pensó que a lo mejor, después de todo, le entrarían, pues sus pies eran pequeños y arqueados, y tenían los talones redondos y carnosos y los dedos finos, con unos pocos pelitos. Se imaginó el rollo arrugado de las medias resbalando sobre el hueso blanco de sus tobillos. Y sobre el pequeño cojín de su pantorrilla. Y el clic del corchete de una liga. Einar tuvo que cerrar los ojos. Los zapatos eran como los que había visto la semana anterior en el escaparate de los Grandes Almacenes Fonnesbech’s, y los llevaba un maniquí vestido de azul oscuro. Einar y Greta se habían parado para admirar el escaparate, que estaba enmarcado por una gran guirnalda de junquillos. Y Greta dijo:

–Bonito, ¿verdad?

Y, en vista de que él no contestaba, con los ojos, muy abiertos, reflejándose claramente en la luna del escaparate, Greta lo que hizo fue apartarle fuertemente de allí. Tiró de él calle abajo, pasando delante de la tienda de pipas, y le dijo:

–Dime, Einar, ¿te encuentras bien?

El cuarto de estar del apartamento les servía a los dos de estudio. Su techo estaba cruzado por delgadas vigas y abovedado como un esquife puesto boca abajo. La neblina marina había combado ligeramente las buhardas, y el cielo se inclinaba imperceptiblemente hacia el oeste. Por la tarde, cuando el sol daba de lleno en la Casa de las Viudas, se filtraba por las paredes un tenue olor a arenque. En invierno las claraboyas goteaban, y finos regueros de fría lluvia resbalaban por la pintura de la pared. Einar y Greta ponían sus caballetes debajo de las dos claraboyas, cerca de las cajas de pintura al óleo compradas a la casa Salathoff, de Munich, y de los haces de lienzo en blanco. Cuando Einar y Greta no pintaban, lo protegían todo bajo lonas verdes que el vecino marinero de abajo había dejado abandonadas en el descansillo.

–¿Por qué quieres que me ponga sus zapatos? –le preguntó Einar a su esposa.

Se sentó en la silla de asiento de cuerda que había cogido del cobertizo de la granja de su abuela. Eduardo IV se le sentó en el regazo; el perrito temblaba a causa de los gritos que daba abajo el marinero.

–Es por mi cuadro, Einar –dijo Greta. Y añadió –: Yo lo haría por ti.

En el ápice de su mejilla tenía una pequeña, superficial cicatriz de viruela, y se la frotaba suavemente con el dedo, como solía hacer, bien lo sabía Einar, cuando se sentía inquieta.

Greta se inclinó para desanudarle los cordones de las botas. Tenía el pelo largo y de un rubio más danés que el de Einar; solía echárselo para atrás, detrás de las orejas, cuando quería ponerse a hacer algo nuevo. En aquel momento, caía sobre su rostro mientras forcejeaba con los nudos de los cordones de Einar. Greta olía a aceite de naranja, del que su madre le enviaba una vez al año una caja llena de frasquitos pardos cuya etiqueta decía PURO EXTRACTO DE PASADENA. Su madre pensaba que lo usaba para hacer pastas de té, pero, en realidad, lo que hacía era aplicárselo como perfume detrás de las orejas.

Greta se puso a lavarle los pies a Einar en la palangana. Lo hacía con suavidad y eficiencia, y le pasaba con rapidez la esponja entre los dedos. Einar se subió todavía más los pantalones. Sus pantorrillas, pensó de pronto, eran bonitas. Estiró delicadamente el pie derecho, y Eduardo IV se puso a lamer el agua que goteaba del dedo meñique, que tenía forma de martillo y en el que nunca había crecido la uña.

–¿Guardarás el secreto de esto, Greta? –susurró Einar–. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

Se sentía asustado y, al mismo tiempo, excitado, y el corazón le latía con tanta fuerza que parecía ir a salírsele del pecho.

–¿A quién podría decírselo?

–Pues a Anna, por ejemplo.

–Anna no tiene por qué saberlo –dijo Greta.

Anna, pensó Einar, era cantante de ópera, y estaba acostumbrada a ver hombres vestido con ropa de mujer. Y a mujeres con ropa de hombres. Travestirse era el truco más antiguo de la creación. Y, en el escenario de la ópera, carecía por completo de importancia, sólo servía para crear confusión. Una confusión que siempre acababa resolviéndose en el último acto.

–Nadie tiene que saber nada de esto –dijo Greta, y Einar, que se sentía iluminado por las candilejas, comenzó a tranquilizarse y a subirse la media pantorrilla arriba.

–Te la estás poniendo al revés –le dijo Greta al tiempo que enderezaba la costura–, y tira despacio.

La segunda media se rasgó.

–¿Tienes otra? –preguntó Einar.

El rostro de Greta mostró perplejidad, como si acabase de darse cuenta de algo; luego se levantó y fue a uno de los cajones del armario ropero de fresno. Este armario tenía un espejo oval en la puerta y tres cajones con tiradores de latón en la parte inferior; Greta cerraba con una pequeña llave el cajón superior.

–Estas son más gruesas –dijo Greta, al darle un nuevo par.

Cuidadosamente plegadas en un cuadrado, las medidas le parecieron a Einar un pedazo de carne: un pedazo de la piel de Greta, atezada después de pasar unas vacaciones en Menton.

–Por favor, ten cuidado –le dijo ella– me las pensaba poner mañana.

La raya que dividía en dos la cabellera de Greta mostraba una tirita de carne blanca plateada, y Einar no pudo menos que preguntarse qué pensamientos bullirían debajo de aquella piel. Con los ojos oblicuos y la boca contraída, Greta parecía concentrada en algo, pero Einar se sentía incapaz de preguntarle en qué; se sentía como maniatado y como si tuviese la boca cubierta con un viejo trapo sucio de pintura. Y se preguntó en silencio qué estaría pensando su mujer, con una expresión de resentimiento en su rostro pálido y suave, muy parecido a la piel de un melocotón blanco.

–¡Qué guapo eres! –le había dicho Greta años antes, el primer día que estuvieron a solas.

Greta debió darse cuenta de su desazón, porque le acarició las mejillas y le dijo:

–No es nada, hombre. – Y añadió –: ¿Cuándo dejarás de preguntarte por lo que piensan los demás?

A Einar le encantaba que Greta le dijera esas cosas, que agitara enfáticamente las manos en el aire y le asegurara que lo que ella opinaba era lo que opinaba el resto del mundo. Ésta le parecía la más norteamericana de sus características, además de su afición a las joyas.

–Me alegro de que no tengas mucho pelo en las piernas –le dijo Greta como si lo advirtiera por primera vez.

Estaba mezclando sus colores para pintar el óleo en pequeños cuencos de porcelana de Knabstrup. Greta había terminado la mitad superior del cuerpo de Anna, que, tras años de consumirse salmón con mantequilla fundida, estaba recubierto por una ligera capa de grasa. A Einar le impresionaba la forma en que Greta había pintado las manos de Anna sosteniendo un ramillete de azucenas. Los dedos estaban cuidadosamente reproducidos, los nudillos fruncidos, las uñas de color carne, pero opacas. Las azucenas, de un bonito blanco lunar, estaban manchadas de herrumbroso polen. Greta era una pintora mediocre, pero Einar no se lo había dicho nunca. En cambio, la alababa siempre que podía, quizás en exceso. Y la ayudaba en todo lo que le era posible, y trataba de enseñarle técnicas que le parecía que no conocía, especialmente sobre luz y perspectiva. Si Greta conseguía dar con el tema apropiado, Einar no tenía la menor duda de que acabaría convirtiéndose en una buena pintora. Al otro lado de la ventana, una nube se apartó, y la luz del sol cayó de lleno sobre el retrato a medio terminar de Anna.

La plataforma que Greta usaba para sus modelos era un baúl laqueado comprado a la lavandera cantonesa que pasaba en días alternos a entregar y recoger la colada, la cual no anunciaba su llegada con un grito desde la calle, sino con el estridente tintineo de unas campanillas de oro que llevaba sujetas a los dedos.

En pie sobre el baúl, Einar comenzaba a sentirse mareado y caluroso. Se miró las espinillas: la suavidad de la seda sólo era interrumpida por algún que otro pelo, que le traspasaba como el leve bozo de un melocotón. Los zapatos amarillos parecían demasiado delicados para sostenerle, pero sus pies naturalmente arqueados no notaban ninguna molestia, era como si estuviese estirando un músculo apenas usado. Algo comenzó a agitarse en la cabeza de Einar, y se puso a pensar en una zorra cazando a un ratón de campo: el rojo hocico de la zorra buscaba al ratón entre los surcos de un campo de legumbres.

–Estate quieto –le dijo Greta.

Einar miró por la ventana y vio la cúpula del Teatro Real, donde había pintado a veces decorados para la compañía de ópera. En aquel momento, Anna estaba allí ensayando Carmen, con los suaves brazos retadoramente levantados ante el lienzo, pintado por él, que representaba la plaza de toros de Sevilla. A veces, cuando Einar estaba en el teatro, la voz de Anna resonaba en la sala despertando ecos broncíneos. Esto le hacía temblar de tal manera que el pincel manchaba el lienzo y tenía que frotarse los ojos con el revés de la mano. La voz de Anna no era bella: a veces le salía desigual y apagada, y era evidente que estaba un poco gastada; había en ella algo masculino y femenino al mismo tiempo. Sin embargo, vibraba más que la mayor parte de las voces danesas, que, con frecuencia, eran finas y blancas, demasiado bonitas para infundir escalofríos. La voz de Anna tenía el calor del sur; a Einar le calentaba como si saliese de una garganta enrojecida por carbones ardientes. Einar se bajaba entonces de la escalera donde pintaba los decorados y se iba a las bambalinas del teatro, desde donde podía observar a Anna, envuelta en su blanca túnica de lana abriendo la boca para ensayar bajo la batuta del director, Dyvik. Anna se inclinaba hacia adelante al cantar, y siempre decía que era porque la fuerza de la gravedad musical le tiraba de la barbilla para tirarla al foso de la orquesta.

–Es una especie de delgada cadena de plata firmemente atada al extremo de la batuta del director y aquí. –Y al decir esto apuntaba con el dedo índice de su mano derecha a una pequeña peca, poco mayor que una miga de pan, que sobresalía de su barbilla–. Sin esa cadenita, me parece que no sabría qué hacer. Ni siquiera sé si podría ser como soy.

Cuando Greta pintaba, se echaba el pelo para atrás y se lo sujetaba con una peineta de carey; entonces su cara le parecía más grande a Einar, era como si la viese a través de un cuenco lleno de agua. Greta era, posiblemente, la mujer más alta que había conocido, tan alta que podía mirar por encima de los medios visillos que la gente colgaba en la parte inferior de las ventanas de los pisos bajos que daban a la calle. A su lado Einar se sentí pequeño, como si fuese su hijo; le miraba a los ojos desde la altura de su barbilla y tenía que alzar la mano para coger la suya. La bata que usaba Greta para pintar había tenido que ser hecha a medida por una modista que vivía a la vuelta de la esquina y que llevaba su canoso pelo recogido en un moño; al tomarle las medidas, dijo sentirse muy sorprendida, casi incrédula, de que una mujer tan alta y tan robusta no fuese danesa.

Greta pintaba con una concentración flexible que Einar admiraba. Sabía animar con precisión el relucir de un ojo izquierdo y contestar inmediatamente si alguien llamaba a la puerta, coger la leche que le traían de la lechería Busk y volver, sin más, a pintar el mismo relucir en el ojo derecho de su cuadro. Mientras pintaba cantaba canciones que llamaba «de fuego de campamento». Y se ponía a contarle a la persona que estaba retratando historias de su niñez en California, cuando los pavos reales hacían sus nido en los naranjales de su padre; a sus modelos femeninos les cantaba –Einar lo oyó desde el descansillo, un día que volvía antes de lo esperado al apartamento– detalles de su vida íntima, como que Einar y ella hacían el amor cada vez con menos frecuencia:

–Notó que eso le preocupa –dijo, y Einar se la imaginó metiéndose el pelo detrás de las orejas al decirlo–, y por eso nunca le hago ningún reproche.

–Se te están cayendo –le dijo Greta señalándole las medias con el pincel– tienes que subírtelas.

–¿Crees que es realmente necesario?

El marinero que vivía abajo dio un portazo, y ya no se oyó más que la risita irónica de su mujer.

–Anda, Einar –dijo Greta–, haz el favor de estarte quieto.

La sonrisa desapareció de su rostro. Eduardo IV se fue al trote al dormitorio y se puso a escarbar en las sábanas. Luego se oyó su suspiro de niño bien alimentado. Era un perro viejo, de la finca de Jutlandia, nacido en una tubera; su madre y el resto del camada habían muerto ahogados en la turba.

El apartamento estaba en el ático de una casa que el gobierno había edificado el siglo anterior para viudas de pescadores. Tenía ventanas que daban al norte, al sur y al oeste y, a diferencia de las casas de vecinos de Conpenhague, daba a Einar y a Greta suficiente espacio y luz para pintar. Habían estado a punto de instalarse en una casa adozada de Christianshavn, al otro lado del Puerto Interior, una zona donde había empresas de importación, plantas envasadoras de cemento, prostitución, bares y juego, y en la que se establecían numerosos artistas. Greta decía que podía vivir en cualquier parte, por barriobajero que fuera el ambiente, pero Einar, que había dormido bajo un tejado de barda durante los primeros quince años de su vida, se opuso a la idea, y fue él quien dio con la Casa de las Viudas.

La fachada estaba pintada de rojo y la casa se hallaba situada a una manzana de distancia del canal del Puerto Nuevo. Las buhardas sobresalían del empinado tejado, cubierto de musgo, y las claraboyas se abrían en lo más alto. Los demás edificios del barrio estaban enjalbegados, con puertas de ocho tableros cuarterones de color de alga marina.

Al otro lado del descansillo vivía un médico apellidado Møller, que recibía en plena noche llamadas urgentes de mujeres que estaban a punto de dar a luz. Pero, por lo menos, pasaban pocos coches por la calle, que no tenía salida, que daba al Puerto Interior, y era lo bastante silenciosa para que se pudiese oír en ella el eco del gritito de una chica tímida.

–Tengo que volver a mi trabajo –acabó por decir Einar, cansado de estar de pie con los zapatos de Anna, cuyas hebillas de peltre le apretaban mucho.

–¿Quiere eso decir que no te vas a probar su vestido?

Cuando le oyó decir «vestido», Einar sintió que el estómago se le llenaba de calor, al tiempo que un grumo de vergüenza le subía por el pecho.

–No –respondió–, no creo.

–¿Ni siquiera unos minutos? –preguntó Greta–. Es que tengo que pintar el dobladillo contra las rodillas.

Greta estaba sentada en la silla de asiento de cuerda, junto a él, y le acariciaba las pantorrillas a través de la seda. Su mano era hipnótica, su contacto le estaba diciendo que cerrase los ojos. Lo único que oía Einar era el roce de sus uñas sobre la seda.

De pronto, Greta se detuvo.

–No, perdona –le dijo–, no debí pedírtelo.

Einar se dio cuenta de que la puerta del armario ropero de fresno estaba abierta y en su interior colgaba el vestido de Anna. Era blanco, con tiras de lentejuelas en el dobladillo rodillero y los puños. El vestido se mecía con la corriente de una ventana mal encajada. Tenía algo –el relucir mate de la seda, el fijo encaje del escote, los corchetes de los puños, abiertos como boquitas– que enfundía a Einar deseos de tocarlo.

–¿Te gusta? –le preguntó Greta.

Einar pensó contestar que no, pero eso habría sido mentir. El vestido le gustaba, y tenía la sensación de que la carne se le tensaba debajo de la piel.

–Pues, anda, póntelo aunque sólo sea unos minutos.

Greta fue a por el vestido y se lo puso a la altura del pecho a Einar.

–Greta, ¿y si…?

–Anda, quítate la camisa.

–¿Y si…?

–Cierra los ojos y calla.

Y eso es lo que hizo Einar.

Incluso con los ojos cerrados, en pie y sin camisa ante su mujer, Einar se sentía ridículo. Se sentía como si le hubiesen cogido haciendo algo que hubiese prometido no hacer, no algo como cometer adulterio, sino, más bien, la reanudación de alguna mala costumbre que hubiese jurado abandonar; por ejemplo, beber aguardiente en los bares de los canales de Christianshvn, o comer empanadillas en la cama, o hacer solitarios con una baraja de cartas pornográficas que había comprado una tarde en la que se sentía solo.

–Y quítate los pantalones también –dijo Greta alargándole el vestido con la mano y apartando cortésmente la mirada.

La ventana del dormitorio estaba abierta, y el fuerte aire marino que olía a pescado le estaba poniendo a Einar la carne de gallina.

Einar se puso rápidamente el vestido por la cabeza y se ajustó lo mejor que pudo la pechera. Le sudaban los sobacos y la espalda. El calor le hacía cerrar los ojos y volver a los días de su niñez, cuando lo que le colgaba entre las piernas era tan pequeño e inútil como un rabanito.

Greta se limitó a decir:

–Muy bien.

Luego cogió el pincel y lo aplicó al lienzo. Sus ojos azules se estrecharon, como si estuviese mirando algo que tuviese en la punta de la nariz.

Einar, de pie sobre el baúl lacado, iluminado por la luz del sol cuando no lo ocultaban las nubes y envuelto por aquella atmósfera que olía a pescado, se sentía débil, desmadejado. El vestido le iba holgado por todas partes, excepto en las mangas, y lo embargaba una suave sensación de calor, como si acabara de zambullirse en un mar meridional en pleno verano. La zorra estaba cazando al ratón, y en su cabeza resonaba una voz lejana: era el gritito de una niñita asustada.

Se le hacía difícil a Einar tener los ojos abiertos, seguir mirando los movimientos sinuosos, como de pez, de Greta, cuya mano recorría veloz el lienzo para luego apartarse de él rápidamente, mientras sus brazaletes de plata se agitaban como insecto. Se le hizo difícil seguir pensando en Anna cantando en el Teatro Real de Copenhague con la cabeza inclinada hacia la batuta del director. Einar sólo conseguía concentrar su atención en la seda que le cubría la piel como una venda. Sí, así le había parecido la primera vez: la seda tan fina y móvil, que casi se diría gasa, una gasa empapada de bálsamo que le caía delicadamente sobre una piel enferma y la curaba. Incluso el apuro de estar en pie ante su mujer comenzó a dejar de preocuparle, porque la veía absorta en su pintura con una intensidad totalmente ajena a ella. Einar empezaba a sumirse en un vago mundo de sueños en el que el vestido de Anna podía pertenecer a cualquiera, incluso a él.

Y justo cuando sus párpados empezaban a pesarle y el estudio empezaba a oscurecerse, justo en el momento en que Einar suspiraba y bajaba los hombros, se oyó, sonora, la voz de Anna:

–¡Vaya, mira a Einar!

Einar abrió los ojos. Greta y Anna le señalaban con el dedo; tenía los rostros radiantes y sus labios se abrían en amplias sonrisas. Eduardo IV empezó a ladrar delante de su amo. Y Einar Wegener se sintió paralizado.

Greta cogió el ramillete de azucenas que llevaba Anna, regalo de uno de sus admiradores, y se lo puso a Einar en las manos. Con la cabeza levantada como la de un pequeño trompeta tocando un solo, Eduardo IV se puso a dar vueltas alrededor de Einar con aire protector. Mientras las dos mujeres seguían riéndose, los ojos de Einar se hundían más y más en sus cuencas y se llenaban de lágrimas. Le ofendía su risa, y también el perfume de las azucenas, cuyos herrumbrosos pistilos dejaban polvorientas huellas en la pechera de su vestido, en el indiscreto bulto que notaba entre las piernas, en las medias, en sus manos abiertas y húmedas.

–¡Eres un putón! –rugió tiernamente el marinero en el piso de abajo–. ¡Un putón bellísimo!

El silencio que siguió a estas palabras indicaba un beso de perdón. Entonces Greta y Anna rompieron a reír más fuerte todavía, y, justo en el momento en que Einar iba a decirles que hiciesen el favor de irse del estudio, aunque sólo fuera para que pudiese cambiarse de ropa en paz, Greta dijo, con un tono de voz meloso, cauto, nada habitual en ella:

–Podríamos llamarte Lili.

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