Una entidad federativa de verdad

Ene 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 4660 Views • No hay comentarios en Una entidad federativa de verdad

POR EDUARDO HUCHÍN SOSA

 

Hace unos meses me vi envuelto en una polémica de alto voltaje sobre si las dos letras con las que conocemos al Distrito Federal debería escribirse con versalitas, mayúsculas seguidas o mayúsculas y puntos. En algún momento de la discusión alguien comentó que pronto ese no sería un problema del cual preocuparse: la reforma política de la capital estaba en marcha y –cito de memoria– “iba a ser imparable”. Ya no hablaríamos, nos explicó esta persona, de “31 estados y un Distrito Federal” sino de 32 estados, incluyendo la ciudad de México. “¿Ciudad con altas o con bajas?”, preguntó alguien más. “Ya habrá tiempo para discutirlo”, dijo el primero antes de marcharse.

 

Para cuando escribo estas líneas, los congresos locales necesarios para declarar la constitucionalidad de la reforma han dado su aval. El tiempo para las minucias de estilo ya nos alcanzó y los editores han dejado de pedir artículos del tipo “Por qué al DF le conviene (o no) la reforma política” para pedir otros que se titulen “¿Qué pasará con nuestras vidas ahora que la ciudad de México se ha convertido en un estado?”.

 

En cierto sentido llevar a cabo esta reforma ha sido como organizar una boda: los costos han tenido la virtud de ser muy concretos y los beneficios, en cambio, de ser muy hipotéticos. Sus promotores han echado mano de todo tipo de abstracciones para hacer de este cambio algo deseable. “Propiciará una identidad propia”, han dicho y también: “habrá mayores oportunidades de desarrollo, tanto político como social, cultural y económico”, “abrirá la posibilidad de una revisión al esquema federalista y municipal”, “subsanará algunos aspectos políticos que habían quedado rezagados”. Por ahí alguien prometió mayores recursos para la ciudad, pero hasta ahora nadie ha salido a explicar de dónde van a salir esos recursos. La penosa insistencia con la que muchos alcaldes y gobernadores hablan de que el dinero nunca les alcanza hace suponer que la situación no es siquiera ligeramente mejor cuando se vive en una entidad federativa.

 

En pocas palabras: no ha quedado muy claro cómo la reforma política va a beneficiar a los capitalinos, e incluso si va a beneficiar a alguien en concreto. Se entiende que con su nuevo estatus, la ciudad tendrá mayor poder de decisión sobre algunas cuestiones cruciales, pero al mismo tiempo, es evidente que a los habitantes de los estados ese poder de decisión les ha servido para casi nada. Los congresos locales no son, de acuerdo a la evidencia disponible, más eficaces y transparentes que la asamblea legislativa, y los alcaldes y regidores parecen ser los únicos que se la pasan bien en los municipios. Por si fuera poco, de fondo se encuentra la paradójica situación en la que miles de personas abandonan esos estados con constituciones propias y autonomía financiera, para establecerse en una ciudad que por décadas ha carecido de ambas, pero que les ofrece otras oportunidades. Quizá, como ha sugerido Luis Carlos Ugalde, el esquema bajo el que se rigen los estados y las alcaldías en muchas ocasiones es parte del problema más que de la solución.

 

Algunos legisladores han dicho que, a pesar de que la reforma favorece a la ciudad de México, será perjudicial para el resto de las entidades. Este tipo de declaraciones son las más interesantes en el centro del debate. Entre las perlas que han soltado nuestros representantes, Víctor Hermosillo y Celada, de Baja California, dijo que los capitalinos han sido históricamente “los apapachados del sistema” y que si su propósito de año nuevo es ser un estado más deberían empezar por financiar la educación y la salud, cuyos gastos seguirán estando a cargo de la Federación. En respuesta, Armando Ríos Piter le recordó que la capital recauda la mitad de los principales impuestos federales y, en retribución, apenas recibe ocho centavos de cada peso. Dolores Padierna y Alejandro Encinas hablaron entonces de “antichilanguismo”, una suerte de espíritu de los tiempos que habría podido frenar la reforma en los congresos locales. Finalmente, Mario Delgado, en un gesto más apropiado para incitar a una insurrección que para describir un cambio administrativo, afirmó que los capitalinos “dejarían pronto de ser ciudadanos de segunda”. Como en las discusiones de Facebook, todos han alzado la mano para repudiar el trato diferenciado, pero no se han puesto de acuerdo acerca de quién es en realidad el que está recibiendo los privilegios.

 

La controversia parece inscribirse en una patética serie de disputas entre la capital y los estados que van desde quién recibe inmerecidamente más atención y dinero hasta en qué lugar se siente de verdad más frío. El centralismo ha motivado un resentimiento mutuo entre las entidades y el Distrito Federal, quizá sólo comparable a aquel que mantiene cada estado respecto a sus vecinos. Cada que se habla de “provincia” –incluso en un tono de aparente cordialidad como en la frase “cuates de provincia”– se hacen patentes esas tensiones, lo mismo cada que alguien saca a colación el infame mandamiento de “Haz patria”. En abril de 2015 un hashtag titulado #AhoraqueelDFesprovincia ilustraba perfectamente los prejuicios que sostienen esta relación. Para numerosos usuarios de Twitter, la reforma política del DF propiciaría, entre otros cambios sustanciales, que “la Condesa llegue a ser pueblo mágico”, “surja el pasito chilanguense”, “se pueda beber en la calle”, “los objetos piratas de Tepito sean considerados artesanías” y “haya señalamientos de cruce de ganado en cada estación del metro”. Demasiados estereotipos para tan poco espacio.

 

Ese contexto de menosprecio recíproco puede servir para entender la fascinación que despierta el cambio de nombre. A diferencia de otros casos, como aquel que añade a una localidad el apellido de su hijo distinguido o el que restituye una vieja nomenclatura, suprimir el estatus del Distrito Federal ha sido visto como si se tratara de despojar de sus insignias a un anciano prepotente. ¿Qué será de los capitalinos ahora que no sean especiales? Pero no hay que irnos demasiado lejos, las declaraciones de miembros de la clase política, como Jesús Zambrano o Martí Batres, en el sentido de que la ciudad de México ahora podrá tener “la constitución más avanzada del país” no hace sino confirmar el prejuicio: siempre habrá formas de que los capitalinos se sientan diferentes. Incluso si eso significa que algunos estados deban demostrar que son más estados que otros.

 

La última polémica de alto voltaje en la que participé sucedió ayer: “¿Somos ya una entidad federativa de verdad?”, preguntó alguien. El tipo que hace meses nos había sugerido esperar sólo dijo: “Para qué quieres saber eso”.

 

 

*FOTO: Durante la discusión de la reforma política en la que el Distrito Federal se convertirá en el estado 32, con el hashtag #AhoraqueelDFesprovincia la red social Twitter concentró los debates informales entre habitantes capitalinos y de otras ciudades del país. En la imagen, aspecto de la Catedral Metropolitana y la calle Moneda/Especial.

 

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