Cronista del dolor de todos
POR VICENTE ALFONSO
Autor de Huesos de San Lorenzo (Tusquets, 2015); @vicente_alfonso
El 26 de mayo de 2008, los empleados del bosque Venustiano Carranza, en Torreón, reportaron que había desaparecido la placa de una escultura conocida como “El Hortelano”. La figura, un campesino oriental forjado en trescientos kilos de bronce, había sido instalada menos de un año antes en desagravio a la comunidad china por el asesinato de trescientos inmigrantes ocurrido en 1911. El día en que la escultura fue colocada, el alcalde de la ciudad expresó una disculpa protocolaria y solicitó al pueblo chino que la aceptara para que “unidos en abrazo fraterno, visionemos un futuro de progreso y bienestar entre nuestros pueblos”. Fue un símbolo fallido: al hurto de la placa siguieron dos intentos de robarse la escultura completa. Hacían falta cinco personas para cargarla, pero la situación económica era tan grave que para la raza era difícil resistirse a tanto bronce. El asunto cobró mayores dimensiones cuando se informó que “El Hortelano” quedaría bajo resguardo sin aclarar dónde, pues en su sitio quedó sólo un vandalizado pedestal de concreto. Por esas fechas las autoridades habían sustituido otras esculturas robadas por versiones idénticas de yeso o fibra de vidrio, pero eso no ocurrió con la escultura del desagravio. Así, además de evidenciar la crisis local, la fugaz estancia de “El Hortelano” atiza la compleja relación entre una joven ciudad y la comunidad china que habita en ella. Relación saturada de silencios, prejuicios y versiones contradictorias.
Con 303 páginas y catorce capítulos, La casa del dolor ajeno (Penguin Random-House, 2015), de Julián Herbert, contribuye a echar luz, más allá de las fronteras regionales, sobre ese vergonzoso pasaje de nuestra historia. Aun hoy, el terrible episodio es un tabú que incomoda a varios segmentos de la sociedad lagunera: empresarios, políticos, algunos intelectuales.
Ganador del Premio Jaén de Novela y del Premio de Novela Elena Poniatowska por su novela Canción de tumba, Herbert es un acapulqueño avecindado en Saltillo desde hace décadas. Es poeta, narrador, promotor cultural y rockero.
Entre el 13 y el 15 de mayo de 1911, la mitad de la colonia cantonesa en La Laguna fue masacrada por tropas revolucionarias y ciudadanos de Torreón. Más que reconstruir la matanza, el propósito del libro es ahondar en las razones que desembocaron en la mayor matanza de chinos en América y en el silencio que rodeó los hechos. Contraponiendo versiones, Herbert muestra y demuestra que, más que una acción espontánea, se trató del momento más abyecto de una campaña de sinofobia alimentada desde diferentes ámbitos de poder. Así, conviene leer este libro como una historia oscura de Torreón, como una crónica de las consecuencias de los experimentos del positivismo porfirista y, porqué no, como un tutorial para narrar historias que llevan más de un siglo buscando quién las cuente.
“Siempre es más fácil destruir la memoria que restaurarla”, dice el autor en la página 132 de este libro que, con el subtítulo Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna, confirma el auge de un género relegado en las últimas décadas. Un género que toma herramientas del ensayo, la narrativa, la historia y el reportaje. Un género que, dado su carácter camaleónico, conviene identificar por sus propósitos más que por sus herramientas. Porque frente al lugar común que etiqueta al buen periodismo como veraz y objetivo, la crónica se opone como un ejercicio abiertamente subjetivo.
Me explico: sabemos que la realidad ocurre al menos dos veces: en el mundo de los hechos y en el de los testigos. Como en el más célebre cuento de Akutagawa, los hechos ocurren de manera distinta según quién los reconstruya. Así pues, la verdad con la que pueden trabajar los cronistas es una verdad limitada, personal. Aquí reside uno de los grandes aciertos de La casa del dolor ajeno: en que consigna todas las fuentes: autorizadas, desautorizadas e incidentales. Está allí el testimonio del cronista oficial de la ciudad, Sergio Antonio Corona, autor de libros esenciales para comprender la naturaleza de la región, y también aparece la versión de Manuel Terán Lira, cronista aficionado a quien Herbert describe como un rockstar en retiro que compensa imprecisión con simpatía. Suena el testimonio de Carlos Castañón, politólogo destacado por su capacidad para hurgar en zonas oscuras de la historia regional, y también las rolas de los Chicos de Barrio, profetas locales de la cumbia. Deambulan los fantasmas de Daniel Sada y Francisco Amparán, y en capítulos aparte, haciendo la función de coro griego, escuchamos las opiniones de los taxistas en torno a la masacre. Son las pesquisas de quien recuerda que en los rumores hay tanto valor como en las historias oficiales.
El testigo esencial, no obstante, es el autor, quien se incluye como el personaje-narrador que va de un lado a otro recopilando testimonios: “Torreón es una novia acelerada, una mujer que fuma piedra mientras coge de perrito hasta desollarse las rodillas”, leemos en la página 62. En ese sentido, Herbert aclara desde dónde se aproxima: su versión es la de quien hurga en el traspatio del vecino. No es un extraño, pero no puede negar que hay sesgo en su condición de saltillense, dada la rivalidad histórica entre los habitantes de Torreón y los de la capital del estado. Por eso se define como “alguien capaz de amar a La Laguna a contraluz de una gotita de veneno”.
Se necesita más que una grabadora para armar libros como este: sólo con una amplia cultura y una paciencia de picapedrero se conectan la Reforma de los Cien Días ocurrida en China en 1898 con la obsesión por el Santos Laguna, o el movimiento steampunk con un topógrafo retratado en plena lucha revolucionaria. Esta habilidad para tender puentes se materializa en el capítulo final, pero está presente desde el título: “La casa del dolor ajeno” es el apodo que se ha ganado el estadio del Santos Laguna, equipo con fama de invencible como jugador local. La casa del dolor ajeno contradice las quinielas. Al hacer la crónica del genocidio, Herbert se anota una victoria como visitante y honra el consejo que García Márquez daba a los aspirantes a reportero: la mejor noticia no es la que se cuenta primero, sino la que se cuenta mejor. No importa que haya que esperar cien años.
*FOTO: La casa del dolor ajeno, Julián Herbert, Literatura Random House, México, 2015, 303 pp/Especial.
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