Capote: ni literatura ni periodismo se escriben a sangre fría

Abr 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 13939 Views • No hay comentarios en Capote: ni literatura ni periodismo se escriben a sangre fría

POR OMAR NIETO

 

Si bien el llamado periodismo narrativo tiene su origen en la crónica literaria del siglo XIX, el término Novela de No Ficción, acuñado por Truman Capote, tiene otra connotación: la intención de acomodar hechos reales en una estructura dramática que altere lo menos posible la verdad proporcionada por la fuente real.

 

El mismo Truman hizo la distinción en una entrevista concedida a George Plimpton en 1966, en la que se desmarca de escritores-periodistas como John Hersey (autor de la primera gran crónica de la bomba atómica), Tom Wolfe, Norman Mailer, e incluso de Oscar Lewis quien en Los hijos de Sánchez explora la violencia de una familia de la zona de Tepito en la Ciudad de México.

 

De ellos, le expresó a Plimpton: “El libro de Oscar Lewis es un documental, un trabajo de edición de las grabaciones, sin embargo, hábil y conmovedor, pero no un escrito creativo. Hiroshima (de John Hersey) es creativo –en el sentido que Hersey no está extrayendo algo fuera de la grabadora y editándolo-, pero no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Hiroshima es una pieza de estricto periodismo clásico. Si te refieres a James Breslin y Tom Wolfe, y todo ese grupo, ellos no tienen nada (o no en el sentido del periodismo creativo que suelo usar). La novela de no ficción no debe confundirse con la novela documental”.

 

Dicha entrevista, realizada un año después de la publicación de A sangre fría, deja ver que en Mailer y Wolfe la intención siempre fue renovar el periodismo, mientras que en Capote fue transformar la literatura, para lo que creó un híbrido. Mailer llamó a esta posibilidad “novela como historia” y Wolfe “nuevo periodismo”. En cambio, Capote la bautizó como “novela de no ficción”. Si bien los tres buscan usar las técnicas de la ficción para dar forma a la realidad sin deformarla, en el caso de Capote la intención siempre fue, insisto, replantear la manera en la que se hacía la literatura. Como dice el escritor español Antonio Cózar, en el Nuevo Periodismo de Wolfe las historias se leen con interés, pero no dejan huella, “te transportan pero vuelves intacto; no hay transformación ni en los personajes ni en los lectores”. En Capote, no hay forma de salir ileso.  Truman entendió a la perfección el problema de trabajar con datos verificables e intentó caminar en sentido contrario a sus contemporáneos, a pesar de que contaba con la admiración de Mailer, quien lo consideraba “el escritor más  perfecto de mi generación. No le cambiaría ni dos palabras a Desayuno en Tiffany´s”. Pero el plan de Capote no era el planteado en esa novela.

 

Capote buscó, quizá, algo más acorde a su propia vida. Nacido en Nueva Orleans, el autor de A sangre fría vivió una infancia infernal. Abandonado una y otra vez por su madre, Lillie Mae, que había sido Miss Alabama pero quien no gozaba de buena reputación, Truman se vio forzado a presenciar sus furtivos encuentros amorosos con hombres que no eran Arch Persons, su padre, quien a su vez también era una ficha: desobligado, estafador y alcohólico. Antes de embarazarse, Lillie Mae se había inscrito en una escuela de negocios, pero el embarazo la hizo renunciar a sus sueños. Persons le pidió que abortara pero ella se negó. El 30 de septiembre de 1924 nació Truman Streckfus Persons, pero su niñez no sería para nada luminosa.

 

Arch y Lillie vivían en hoteles y por las noches, antes de salir, lo encerraban con llave. “Era una pesadilla diaria. Tenía miedo de que nunca volvieran. Recuerdo mi infancia como un estado permanente de tensión y miedo”, confesó Truman en una entrevista. “Mi madre me encerró con llave, y jamás he logrado salir”, agregó. Cuando los padres de Truman se divorciaron, Arch aseguró que Lillie había tenido por lo menos 29 relaciones extramaritales. Cada que su madre se iba con sus amigos, Truman pensaba que se lo llevaría consigo y así el ritual del abandono se repetía siempre. “Al cabo de tres o cuatro días, se iba. Yo me plantaba en medio de la carretera, viendo cómo su Buick negro se hacía cada vez más pequeño”. A tal grado llegó su soledad que una vez se bebió un frasco entero de perfume que su madre olvidó. Su vida cambió hasta que José García Capote, hijo de un coronel español, conoció a Lillie Mae en Nueva Orleans, y vivieron juntos, dándole su segundo apellido a Truman.

 

No es descabellado pensar que por esa razón Capote sentía un pasado en común con Perry Smith, el asesino de la familia Clutter, víctimas de A sangre fría. Ambos compartían una vida de abandono y maltrato. “Es como si Perry y yo hubiéramos crecido en la misma casa, pero yo salí por la puerta de enfrente y él por la puerta de atrás”. Por si fuera poco, el otro asesino, Richard Eugene Hickock, también compartía esa visión del mundo. Las últimas palabras que pronunció antes de ser ejecutado el 14 de abril de 1965, fueron: “Sólo quiero decir que no les guardo rencor. Me envían a un mundo mejor de lo que éste fue para mí”.

 

Imposible hacer periodismo puro con eso. Es evidente que el interés por retratar la vida de los asesinos en toda su complejidad está más cerca de la literatura que de la ética del periodismo. Y es que en la literatura no hay buenos ni malos. La sociedad entera es la expresión de la condición humana. Y justo para adentrarse en ella, Capote dotó a sus personajes de profundidad. “Yo me pasé seis años haciendo A sangre fría, y no sólo conocía a las personas sobre quienes escribía, sino que las conocía mejor de lo que he conocido a nadie”, como lo refirió en una entrevista. Y no sólo eso, Capote se entrenó años para recordar conversaciones sin tomar notas. Sus amigos le leían cualquier cosa y era capaz de transcribirlo con un “92 por ciento de aciertos”.

 

El 31 de diciembre de 1965, el reportero Harry Gilroy de The New York Times, le preguntó cómo había conseguido aquel efecto literario sobre una investigación eminentemente periodística. Truman le dijo que había tenido que cambiar de visión.

 

Abandonó la comodidad de su vida de glamour y celebridad para interesarse en lo que pasaba en las profundidades de la sociedad norteamericana de los años cincuenta. Le preocupó ver que los escritores se retraían a la esfera privada. Antes de A sangre fría, “estaba muy obsesionado con mi propia imaginación”, le dijo a Gilroy. Entonces decidió “vivir más en el mundo en el que otra gente vive”. Se obsesionó con la suma de detalles, implicaciones y aristas. Y lo hizo aunque le llevara más tiempo del programado para fines en estricto periodísticos. “Pase lo que pase debo seguir con el libro. Supongo que sonará pretencioso, pero me siento en la obligación de escribirlo, aun cuando los materiales que barajo me dejan cada vez más exhausto y paralizado, por no decir horrorizado. Cada noche tengo pesadillas”.

 

Tal fue su pasión que uno de los encuentros con Perry Smith en la Prisión Lansing, le derivó en un colapso nervioso. De regreso al hotel, Truman perdió el conocimiento. “Todo era real por exceso de realidad”, anotó en su diario. Sin embargo, la experiencia le llevó a reflexionar en la idea de “realidad reflejada”, uno de los ingredientes fundamentales de la poética del realismo capotiano. “Todo arte consta de detalles selectos, bien sean imaginarios o como en el caso de A sangre fría, una destilación de la realidad”, dice Eduardo Lago, profesor de Literatura Contemporánea en el Sarah Lawrence College de Nueva York.

 

De ahí que el efecto de profundidad que dio Capote al pueblo de Holcomb, a Perry y a Hickock, escapaba a la inmediatez de lo periodístico para adentrarse más en lo literario. Así se lee en Conversaciones con Capote, de 1985: “No escogí ese tema porque me interesara mucho. Fue porque quería escribir lo que yo denominaba una novela real, un libro que se leyera exactamente igual que una novela, sólo que cada palabra de él fuese rigurosamente cierta… me dediqué a aquel crimen oscuro en aquella parte remota de Kansas porque me dio la impresión de que, si lo seguía de principio a fin, me proporcionaría los ingredientes necesarios para llevar a cabo lo que sería una hazaña técnica”.

 

En otras palabras, Capote vio en aquel terrible caso, “un experimento literario cuyo tema elegí… porque convenía a mis propósitos literarios”. Pero A sangre fría no fue la primera obra de no ficción que tuvo esa intención. Nueve años antes en Argentina, Rodolfo Walsh, desplegó también una profunda investigación periodística narrándola con las más precisas técnicas literarias. Es decir, otro híbrido. Operación masacre, publicada por partes en el diario Mayoría en 1957, narra la forma en la que cinco personas son fusiladas a sangre fría por el régimen militar que en los años cincuenta derrocó ilegalmente al peronismo. Walsh fue llamado “el anti-borges” por su intención de desnudar a la sociedad argentina, actitud equidistante de la del autor de El Aleph, aunque Ricardo Piglia lo ubique justo con Borges, Kafka y Brecht.

 

Al analizar Piglia la forma en la que Operación masacre está contada, da con la clave de por qué los autores de no ficción no sólo son investigación y periodismo en estado puro. En Operación masacre, dice Piglia, “Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar lo que parece casi imposible de decir… El estilo sería ese movimiento hacia otra enunciación, una toma de distancia respecto de la palabra propia”. Más aún, la operación “política” de Walsh consiste según Piglia en “introducir un nueva perspectiva -un encuadre- que permite ver de modo diferente lo real”. Algo muy parecido a lo planteado por Capote.

 

El escritor Emmanuel Carrère lo consiguió también en El adversario, un libro de no ficción en el que se cuenta la historia de Jean-Claude Romand, supuesto médico francés quien el 9 de enero de 1993 asesinó a su esposa, a sus dos pequeños hijos, y luego a sus padres, convulsionando a la opinión pública europea. Carrère, quien ya tenía como Capote una carrera sólida dentro de la ficción, con cinco libros publicados y un premio literario, se interesó en el caso, narrándolo como en “el famoso ejemplo de Truman Capote”.

 

En una entrevista con el editor y periodista peruano Diego Salazar, Carrère arremetió contra la literatura de sólo imaginación –tan en boga en México–, cuestionando la forma en que la crítica enfrenta la lectura de un libro de este tipo. En la entrevista con Salazar, Carrère asegura que “parece que hay gente que no está dispuesta a entender que se puede escribir algo que sea verdad, que hay mucha gente que hace una conexión directa entre ´literatura´ y ´novela´, que considera que la literatura sólo puede ser ficción”. Lo  anterior, luego de que una colega suya le preguntó cuánto tiempo se había llevado en la investigación de un tsunami relatado en uno de sus libros. Estupefacto, Carrère le dijo que no era una recreación o invención, que él había estado ahí con su esposa y sus hijos cuando ocurrió.

 

Asimismo, cuando en octubre de 2015 le otorgaron el Premio Nobel a Svetlana Alexievich, en México se desató una polémica: ¿darle el máximo galardón literario a una periodista de formación? En seguida surgieron los juicios categóricos de quienes aman los géneros puros, uno de ellos publicado en el periódico El Economista en el que se leía: “Absurdo el Nobel para Svetlana Alexievich”, “la Academia Sueca confunde el empirismo con la ficción”, actitud purista que no tiene cabida ya en el siglo XXI.

 

En una entrevista, Svetlana dijo estar consciente de que con obras como Voces de Chernobil había creado un nuevo género literario, la novela de voces, luego de haber entrevistado a más de 500 personas a lo largo de 10 años. “Me gustaría pensar eso, que es un nuevo género. No es una simple narración y, aun siendo todo no ficción, está más cerca de la literatura que de otra cosa”. Y concuerdo. Sigo pensando que los límites genéricos en el arte cada vez serán más delgados y menos reconocibles, y ese será el aporte del nuevo milenio.

 

Capote fue el mejor ejemplo de ello. Pero eso no se consigue a sangre fría. Diez años después de haber publicado en septiembre y octubre de 1965 los primeros cuatro capítulos de In Cold Blood, con el título de “Annals of Crime-In Cold Blood”, Capote intentó trazar la misma ruta con “Handcarver coffins: a nonfiction account of an american crime”, donde narra otro crimen ocurrido en un pueblo del oeste de Estados Unidos, pero ya no tuvo el efecto anterior, quizá porque de todas sus obras sólo A sangre fría lo había podido regresar a su infancia. “Nadie sabrá jamás cómo me vació ese libro”, dijo en una entrevista. “Se puede decir que me asesinó. Antes de empezarlo era una persona relativamente estable. Después, algo cambió en mí para siempre”.

 

Capote aportó un género híbrido pero no sólo para solazarse estéticamente. Es probable que un cruce de géneros le habría representado la posibilidad de abordar los dos infiernos que veía: el de una sociedad ideal que comenzaba a caerse a pedazos, y el de su propia vida, que formaba parte de esa misma decadencia. Estoy seguro que ni la novela puramente ficticia ni el sentido fugaz del periodismo habrían sido capaces de apagar esos fuegos, porque la pureza no tiene cabida en un mundo atroz. Y es que en él ni el periodismo ni la literatura pueden confeccionarse como entes etéreos o superfluos, menos aún, escribirse a sangre fría.

 

*FOTO: “Es como si Perry y yo hubiéramos crecido en la misma casa, pero yo salí por la puerta de enfrente y él por la puerta de atrás”, declaró Truman Capote. En la imagen, Perry Edward Smith, uno de los asesinos de la familia Clutter, es conducido al tribunal de Garden City, Kansas, el 6 de enero de 1960/ AP.

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