Hojas de yerba

Mar 2 • destacamos, Ficciones, principales • 3206 Views • No hay comentarios en Hojas de yerba

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Años después de escuchar en el radio una canción que aún suena en su memoria, un melómano desempolva sus experiencias preparatorianas, donde sus sueños corren al parejo con el uso de sustancias prohibidas

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POR GABRIEL BERNAL GRANADOS

A veces pasa un cigarro, con encendedor,
y a veces me lo fumo, pero a veces no.
Pedro y las tortugas, “A veces”

 

 

No me gusta el cigarro. Nunca me gustó. De hecho, fumé una sola vez, cuando mi hermano mayor, siendo niños, me dijo una tarde de fiesta: “Ven, vamos a fumar”. No sé dónde, había conseguido un cigarro, un Camel. Lo prendió contra un jardín como parduzco telón de fondo y le dio una fumada. Creo que tosió un poco, y me lo dio para que yo hiciera lo mismo: fumar. Sin embargo, por la forma en que me lo dio y por un error en las sinapsis de mi cerebro, no le di la vuelta apropiadamente y lo fumé del lado que no debía. Quizás estaba ansioso; quizás era sólo estúpido. El caso es que me quemé la boca y no volví a fumar un tabaco en mi vida.

 

(Fumé mariguana con mi amigo Ernesto. Cuando lo invitaba a comer a mi casa, a la hora de acompañarme a sacar a los perros, Ernesto invariablemente sacaba un churro de sus calcetines. Entonces no estaba de moda, como ahora, fumar mota en las calles de la ciudad y había que tener cuidado. Ernesto sacaba de sus calcetines un churro chupado y gastado, que parecía un recorte de papel periódico destruido por el paso del tiempo y las recurrentes y furtivas fumadas. Con la punta de la lengua ensalivaba sus dedos, delineaba el contorno, le aplicaba un cerrillo o la flama de un encendedor, le daba dos o tres fumadas y me convidaba. ¿Quieres?, me decía con una voz apenas reconocible por el ardor que la yerba quemada le dejaba en la garganta; y yo por no dejar fumaba. Nunca sentí nada extraordinario. Falta de perseverancia, me dicen, falta de técnica o falta simplemente de ganas. El caso es que nunca le agarré el gusto a la mois.)

 

El cigarro volvió a cobrar protagonismo en mi adolescencia. Tenía una radio JVC, con una pequeña televisión integrada, que escuchaba en mi cuarto por las noches, antes de conciliar el sueño. En el 590 de AM daban un programa de rock en español, que conducía Fernanda Tapia. “Radio 590, la Pantera”, y en seguida un rugido, ¡¡¡Grrrrrr!!! Era inexplicable que en una estación como esa, o que en una estación la que fuera, tocaran rock en español. Eran finales de los años ochentas y yo todavía tenía el cuerpo de un niño. El cuerpo mas no la mente; ni mucho menos el deseo…

 

De repente, en esa estación de radio se escuchaban cosas alucinantes. Recuerdo la soledad y el hastío, y la voz de Fernanda Tapia que de vez en cuando intervenía para anunciar lo que tocaría o comentar lo que habíamos escuchado. Se trataba, desde luego, de comentarios intrascendentes, de los cuales no guardo la más mínima memoria. Pero recuerdo las atmósferas que se generaban al instante mismo del contacto con la música y las letras en español de las canciones. Recuerdo canciones de esa época que nadie más recuerda. Algunos amigos me han dicho que eso se debe a que esas canciones no existieron más que en mi cabeza. Es decir, nuestras reminiscencias son invenciones, muy parecidas a los sueños. Porque nadie más que nosotros puede soñar nuestros sueños. Somos nuestros sueños, he leído en alguna parte. Quizá sea cierto.

 

Recuerdo por ejemplo una de esas canciones (nunca he podido encontrarla en Youtube y por eso no pongo el título); en ella, un soldado republicano, durante la guerra civil española, le escribía una carta a su novia. Escribía sobre el lienzo de la noche estrellada porque no parecía tener lápiz ni papel. Estaba seguro de que no volvería a verla, de que no regresaría de la guerra; o cuando volviera, ella no estaría más para él. Era conmovedora esa canción, que no he vuelto a escuchar en mi vida desde que tenía quince años. Ella se llamaba Mercedes, y entonces pensé que si tuviera una hija algún día le pondría Mercedes.

 

En el edificio donde he vivido los últimos quince años tuve una vecina que se llamaba así, Mercedes. Era una mujer casada, con dos hijos. Cubana y bonita. No tenía más de 36 años. Vivía en el departamento que se encuentra justo enfrente del mío. Su marido se parecía a José Martí, y José y Mercedes no se llevaban bien. Lo que más me gustaba de Mercedes no era su cabello rubio o su cuerpo abundante y sinuoso, sino su nombre en sí y la resonancia que ocasionaba en mi cerebro. Un día Mercedes, su marido, sus hijos y su perro Goldie agarraron sus cosas y se fueron. Nunca volví a saber de ellos.

 

Una vez le pregunté a Ernesto si recordaba esa canción, la de Mercedes y la guerra civil española que tanto me conmovía, y me dijo que lo más probable es que yo la hubiera inventado. Quizás.
Había, en cambio, algo indefinible en Pedro y su grupo las Tortugas. (Luego me enteré de que el tal Pedro no existía y que el grupo, conformado por sólo dos personas, se llamaba así: Pedro y las Tortugas.) Fueron los dueños de un solo éxito, hasta donde tengo entendido. “A veces” se llama la canción, y ésta contaba la historia de un tipo indeciso, al que a veces le pasaban un cigarro que a veces fumaba y a veces no. Me imagino que el cigarro estaba hecho de algo prohibido y que en eso estaba encerrado el misterio de la letra. El personaje-narrador de la canción también tenía una novia, a la que a veces quería y a veces no. Le pasaban cosas: el cielo, el metro y los sueños. Pero lo que predominaba era la indecisión, ese no saber si formaba parte o no de una trama donde lo único cierto era su protagonismo (resuelto en una percepción evanescente de las cosas).

 

El otro día, en compañía de un amigo de aquella época —los años de la preparatoria en la Universidad La Salle—, nos acordamos de la canción y ¡oh sorpresa!: la encontramos en Youtube. A ambos nos conmovió tanto como entonces, quizá sobre todo por el hecho de tener un recuerdo compartido que era la constancia, o el testimonio, de que no habíamos inventado nada y que nuestro pasado había sido, en efecto, algo verificable, a través si se quiere de un solo dato. “A veces pasa el tiempo…/ a veces nos miramos…/ y a veces yo te quiero…” (en realidad, esto último sólo podría significar “todo el tiempo”, pero tendrían que pasar muchos años para que el verdadero protagonista de la historia lo supiera).

 

Sigo pensando que hay algo conmovedor en la canción de Pedro y las Tortugas. Les mandé el link de Youtube a dos o tres amigos de hogaño, seguro de que sus ojos se arrasarían de lágrimas con sólo escuchar los primeros compases; pero nada: sus corazones permanecieron en blanco. Lo mismo que sus recuerdos. De ahí la necesidad de elaborar un poco más; de ahí la necesidad, por ejemplo en Lampedusa, de escribir una novela para envolver dentro de una atmósfera intelectual a personas ajenas a un sentimiento significativo o conmovedor pero no en sí mismo… Con esto quiero decir que los recuerdos requieren de autores para ser compartibles o resultar, en ese orden de ideas, significativos.

 

Nunca he disfrutado la mota. La he fumado por compromiso, con amigos aferrados que se empeñan en compartirme su vicio. Y yo, por decencia o por cortesía, he aceptado. Pero nada más. No obstante, esa canción que tiene como eje el cigarro y la sensación zen de que nada importa en realidad siempre me ha conmovido. Ahora empiezo a comprender por qué.

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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