El lugar de Amado Nervo
/
A lo largo del siglo XX, la obra de este escritor ha desatado preferencias encontradas, que van desde el menosprecio de los críticos literarios del país hasta el entusiasmo honesto de lectores como Jorge Luis Borges
/
POR JUAN JOSÉ DOÑAN
A un siglo de la muerte de la muerte de Amado Nervo, no es ocioso inquirir por el lugar que le corresponde en la literatura mexicana. Aparte de su notable y original obra como prosista, es y ha sido el poeta más popular nacido en nuestro país y aun en el orbe hispanoamericano, ¿pero esto significa también que es al menos uno de los mejores? Así lo creyeron en su momento ilustres contemporáneos suyos e incluso algunos más jóvenes que él como Ramón López Velarde y Alfonso Reyes. Más tarde, varias generaciones literarias de México lo condenaron al cuarto de los cachivaches, hasta el punto de desentenderse de él u “opinar” desfavorablemente de su vasta obra con más prejuicios que conocimiento de causa.
La poesía de Amado Nervo despliega una mezcla virtuosa de sensibilidad e inteligencia a cuyo servicio puso su vasta cultura y su talante reflexivo, a veces profundamente serio, doliente o trágico, a veces juguetón. Pocos poetas de su generación, y poquísimos de las posteriores, tuvieron su excelente formación humanística y sus incontables lecturas. La educación de Nervo en los colegios de Jacona y Zamora le dio lo mejor de esa cultura católica que estudiaba a los clásicos grecolatinos y a los Padres de la Iglesia, y también la poesía del Siglo de Oro y a los grandes escritores de la literatura universal. Esa cultura, que los miembros del Ateneo de la Juventud reclamarían para sí como un legado que les arrebató el positivismo oficial, es a la que se refiere Gabriel Zaid cuando afirma que resurgió tras los embates jacobinos y “se identifica con la provincia [… y] defiende a los clásicos”, mientras en la capital prevalece “el establishment liberal, romántico, positivista, modernista”.
Pero aquel provinciano de cultura universal supo además hacer que su obra, de impecable factura, floreciera al calor de sus viajes y sus lecturas, sus gustos y sus amistades. En París fue amigo íntimo de Rubén Darío, y de su mutua admiración hay innumerables pruebas. También en la capital francesa conoció a Catulle Mendès, Jean Moréas, Guillermo Valencia, Leopoldo Lugones y Oscar Wilde. En Madrid trataría a Benito Pérez Galdós, Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Antonio y Manuel Machado.
Y como a nadie podía acusar a Nervo de inculto o payo, entonces el único recurso fue atacarlo porque le gustaba muchísimo a muchísima gente y porque su huella perdura en la memoria colectiva con versos como “que yo fui el arquitecto de mi propio destino”, o “pasó con su madre. ¡Qué rara belleza…!”, o “era llena de gracia, como el Avemaría”, o “vida nada te debo; vida, estamos en paz”, o “el día que me quieras tendrá más luz que junio”… Y ésa es la prueba de fuego de la perdurabilidad de los poetas.
Pero si ha habido dificultades para hacer una valoración justa de la poesía de Amado Nervo, el problema no ha sido menos complicado con sus escritos en prosa. Y ello porque se trata no sólo de la faceta menos conocida de su obra literaria, sino también la más abundante, la más heterogénea y la cual presenta también una imagen muy distinta de la que se suele tener de Nervo. Entre ese cerro de escritos en prosa, hay cuentos, artículos periodísticos, prólogos a libros propios y ajenos, ensayos, cartas, estampas, crónicas, estudios literarios de largo aliento, apuntes autobiográficos, aforismos, pensamientos sueltos y otros textos de clasificación menos sencilla. Esa diversidad de escritos tiene, sin embargo, algo en común: un estilo, una forma personal para decir las cosas; una forma elegante, ágil, sobria, dúctil, maleable, sin amaneramientos ni barroquismos, amasada y enriquecida con una esencia que suele estar más cerca de la gracia que del humorismo.
Como ha ocurrido con su poesía, las cualidades de su obra en prosa han sido reconocidas principalmente por escritores y estudiosos extranjeros. Tal es el caso de Jorge Luis Borges, quien no le regatea méritos a la prosa de Nervo e incluso la destaca por encima de la de sus contemporáneos más ilustres, al decir que la suya es “más limpia que la prosa barroca de Lugones o que la prosa a veces meramente decorativa de Rubén Darío”.
Como cuentista, Nervo es un maestro, dueño de una gran inventiva, la cual hace lucir y también sabe encausar con verosimilitud aun en las historias con la más exaltada fantasía y las que también casi siempre sabe rematar con gran acierto. Lo mismo escribió cuentos realistas como “El bachiller” que otros de una variedad temática que asombra por su amplitud y por sus hallazgos. En esa amplia obra narrativa se encuentran lo mismo relatos de corte fantástico que de carácter psicológico y aun hay algunos que están muy cercanos a la ciencia ficción. Ese sería el caso de “El sexto sentido”, que hace recordar “El verdadero caso del señor Valdemar” de Edgar Allan Poe, de quien, por cierto, Nervo fue admirador confeso. Pero también cultivó, y de manera harto provechosa, el moderno cuento de hadas, a la manera de Oscar Wilde. Un buen ejemplo de ello es “El ángel caído”.
No menos convincente resulta en su faceta de ensayista, en la que aparecen muchos de los intereses profundos del autor, tratados con levedad y sabiduría, lo mismo que con ingenio y perspicacia. Y todo ello sin pedantería y con un punto de vista original. La historia, la música, las costumbres de los mexicanos, la educación pública, los avances de la ciencia, la moda, el esperanto, la cursilería, la literatura —en particular los autores y obras que más le atraían—, la elegancia y los viajes se encuentran entre los diversos asuntos que aborda. Entre otros méritos, a Nervo le cabe el honor de haber sido la primera persona de letras en ocuparse de manera seria, amplia y profunda de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, por lo que no sería exagerado afirmar que con su Juana de Asbaje comenzó la revaloración de la monja jerónima y su reconocimiento al frente de los mayores poetas nacidos en México.
Como cronista, Nervo se deja sorprender por el mundo y, aparte de su curiosidad innata, muestra que es un observador fuera de lo común. Ello, sumado a sus dotes literarias, hace que sus crónicas sean sencillamente espléndidas. Unas son de viaje, otras describen espectáculos teatrales, exposiciones, acontecimientos diversos, encuentros inesperados y también buscados a propósito. Un buen ejemplo de estas últimas es “Tocas blancas y escapularios azules”, donde de un modo delicioso da cuenta de la entrevista que tuvo en Madrid, seguramente en su condición de diplomático, con dos monjas mexicanas que resultan ser nada menos que compañeras de Catalina, la hermana adoptiva del escritor. Otra pieza maestra del género es “La emperatriz de México”, en la que hace una verdadera etopeya (retrato moral) de Carlota, la enajenada y elegante viuda de Maximiliano de Habsburgo, a quien Nervo describe, durante la Primera Guerra Mundial, en la finca señorial en que la familia real de Bélgica la tenía confinada desde muchos años atrás. No menos buenas son sus crónicas de viajes en alta mar y por varias de las grandes ciudades del orbe, para las que el autor tiene epítetos clásicos: Nueva York, “la Cartago moderna”, o Londres, “la gran Babilonia”.
Y ahora que se tiene la perspectiva suficiente no sólo para calibrar la obra de Nervo, sino también todos los juicios de valor de quienes o la han exaltado o la han menospreciado, ¿cuál sería una opinión justa y sensata tanto del poeta como del prosista? En México esa obra, particularmente la poesía, es y ha sido tan admirada por la gente del pueblo como menospreciada, desde hace por lo menos ochenta años, por los círculos intelectuales más influyentes del país. Fuera de México, en cambio, la aceptación ha incluido por igual a literatos y no literatos. Y es que desde principios del siglo XX su fama se extendió por todo el orbe hispanoamericano, en ambas orillas del Atlántico, y tras la muerte de su amigo Rubén Darío, en 1916, fue considerado como “el mejor poeta de la lengua”.
En España, por ejemplo, Nervo tuvo entre sus admiradores a varias de las cimas literarias del periodo que va de fines del siglo XIX a las primeras décadas del XX como fue el caso de Miguel de Unamuno y, una generación después, de Juan Ramón Jiménez. Por lo que hace a América Latina, alcanzó una fama continental tan desusada como no ha llegado a tenerla ningún otro escritor ni de su tiempo ni de épocas posteriores
Años antes de ser designado ministro plenipotenciario de México en Argentina, Uruguay y Paraguay, ya era un autor apreciadísimo en Sudamérica y lo siguió siendo después de su muerte. Y esa alta estima no estuvo limitada a escritores de distintas generaciones como el argentino Leopoldo Lugones, la chilena Gabriel Mistral, la suizo-argentina Alfonsina Storni, la uruguaya Juana de Ibarbourou o el mismísimo Jorge Luis Borges, sino que el aprecio se extendió también al ámbito de la cultura popular, como el compositor argentino Ernesto Drangosch, que convirtió en canciones poemas de Nervo como “En paz”, “Amemos” y “Ofertorio”. Pero el caso más célebre es el de “El día que me quieras”, del que Carlos Gardel y Alfredo Le Pera hicieron una paráfrasis para convertirlo en uno de los verdaderos clásicos internacionales de la canción romántica en lengua española. Dicho de otro modo, en el extranjero, antes que en su patria, Amado Nervo pasó a formar parte de la cultura pop.
Hacia mediados del siglo XX, cuando se cumplían 30 años de la muerte de Nervo, José Luis Martínez, una de las mayores autoridades de la literatura mexicana, consignaba un hecho paradójico: mientras que en los círculos intelectuales más influyentes de nuestro país se le veía con desdén y en algunos casos hasta con desprecio, sus pares del resto de Hispanoamérica lo seguían teniendo como uno de los grandes poetas de la lengua española: “Hoy, todavía, peruanos, argentinos, uruguayos, costarricenses, salvadoreños y quién sabe cuántos más, confiesan al llegar a México, y antes de enterarse del deplorable y veleidoso estado de las cosas [el menosprecio casi generalizado de los literatos mexicanos por Nervo], su única, su total, su rendida admiración por nuestro poeta”.
Esa paradoja se mantuvo durante la segunda mitad del siglo XX, pues mientras editoriales y estudiosos de otras latitudes siguieron dando un lugar destacado a la obra de Amado Nervo (tanto a su poesía como a su prosa), el mundo intelectual mexicano lo ninguneaba abiertamente, con algunas honrosas excepciones. Así, por ejemplo, mientras aquí se le excluyó, en 1966, de Poesía en movimiento, con el argumento o el pretexto de que la obra poética de Nervo no formaba parte de la llamada “tradición de la ruptura” (Octavio Paz dixit), en España se le dio el tratamiento de clásico atemporal. En 1952 la editorial Aguilar publicó, en dos voluminosos tomos, las Obras completas de Amado Nervo, preparadas por el insigne humanista michoacano Alfonso Méndez Plancarte (la poesía) y por otra reconocida autoridad en las letras mexicanas, el jalisciense Francisco González Guerrero (la prosa). No obstante que su costo no era nada barato, esta obra agotó varias ediciones en el intervalo de pocos años, lo cual es una prueba más de la popularidad de Nervo. Otro ejemplo representativo del alto aprecio que el mundo editorial español ha tenido por la obra de Nervo es Antología general de la poesía mexicana, que Agustín del Saz preparó para la editorial Bruguera en 1972, también con varias reediciones. No deja de ser significativo el hecho de que en esta antología, la cual va desde Francisco de Terrazas en el siglo XVI hasta José Carlos Becerra en el XX, Del Saz destaque la obra poética de Amado Nervo por encima del resto de los autores seleccionados.
Y otro tanto ha ocurrido en el caso del Nervo prosista. En México fue excluido de El cuento hispanoamericano, antología “crítico-histórica” con más de una treintena de reediciones que el Fondo de Cultura Económica encomendó al profesor estadounidense Seymour Menton. Y tampoco figura una sola línea de Amado Nervo en las 2 mil 802 páginas de la Antología de la narrativa del siglo XX que Christopher Domínguez Michael hizo en 1989 también para la mencionada casa editorial. En cambio, ese mismo año el crítico peruano José Miguel Oviedo incluyó de manera destacada a Nervo en su Antología crítica del cuento hispanoamericano, la cual preparó en tres volúmenes para el sello español Alianza Editorial.
Entre los pocos escritores que han roto más de una lanza por Amado Nervo habría que destacar a José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, quienes en sus respectivas antologías han reivindicado la figura del autor de Jardines interiores. Pacheco afirma rotundamente que Nervo es “el poeta central del modernismo, el punto intermedio entre el afán renovador de Manuel Gutiérrez Nájera y la plenitud de Ramón López Velarde”.
Pero fuera de nuestros círculos literarios, buena parte de la obra de Nervo sigue tan viva como entre las capas más amplias de la población latinoamericana. No sólo se la suele declamar tanto en las cantinas como en círculos familiares, sino que personajes de la radio como el desaparecido Eduardo Chimely, un escuchado periodista tapatío, siempre cerraba su noticiero policiaco con parte de un verso del poema “En paz”, reiterándola a manera de moraleja como una idea propia: “Y recuerden que Chimely les dice que el hombre es el arquitecto de su propio destino”.
En el orbe latinoamericano, un buen ejemplo de cómo la poesía del mexicano había cundido en el ámbito popular lo dio Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 7 de diciembre de 2010, al evocar en Estocolmo a su progenitora: “Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y Pablo Neruda”. Pero no sólo una mujer de la burguesía peruana como la madre de Vargas Llosa leía y recitaba poemas de Nervo. También lo llegó a hacer el más grande escritor argentino, Jorge Luis Borges, como lo testimonia el diplomático mexicano Javier Wiemer, quien durante un homenaje por el cincuentenario de la muerte de Amado Nervo, realizado en el Teatro Cervantes de Buenos Aires, entre cuyos participantes estuvo el propio Borges, escuchó a la entonces esposa del escritor (Elsa Astete) preguntar: “¿Te acuerdas, Georgie, cuando me recitabas versos de Nervo?”.
A cien años de la su muerte, Amado Nervo no acaba aún de encontrar el lugar que merece.
FOTO: El trabajo diplomático de Amado Nervo lo llevó a construir una entrañable amistad con el caricaturista Ernesto El Chango Cabral (de pie, segundo de izquierda a derecha), a quien conoció en 1912 en Madrid y con quien coincidió también en Buenos Aires, Argentina, en 1918. En la foto, el caricaturista y el poeta en una reunión del cuerpo diplomático mexicano en España (Circa. 1912)./ Archivo El Universal
« La política de lo concreto Gloria, purgatorio y resurrección de Amado Nervo »