Gloria, purgatorio y resurrección de Amado Nervo

May 18 • destacamos, principales, Reflexiones • 4173 Views • No hay comentarios en Gloria, purgatorio y resurrección de Amado Nervo

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Después de la muerte de Amado Nervo, críticos y colegas del propio poeta han descifrado sus dos vertientes poéticas: aquella de su etapa primeriza, sensual, pánica, a ratos exótica y experimental y una segunda temporada dueña de una expresión sincera, en sordina e inclinada al consejo edificante

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POR ERNESTO LUMBRERAS

 

En La poesía nueva (La conferencia y la polémica, 1919), un Gerardo Diego —beligerante, ingenuo y contradictorio— marca terreno estableciendo un antes y después en la lírica castellana tras la aparición de la revuelta ultraísta. En ese documento histórico de la vanguardia, remarca “que los últimos clásicos, Whitman, Tagore, Darío, D’Annunzio, Maragall, Nervo y Juan Ramón, ya han cumplido su obra. Saludémosla respetuosamente”. Encontrar el nombre del poeta mexicano en esa lista de notables me parece una distinción mayúscula, en extremo generosa no obstante de ubicarlo como parte del antiguo régimen de la literatura. Por esos días, instalado en Madrid, Alfonso Reyes emprendía la tarea monumental y empática de reunir y editar las obras completas de Amado Nervo muerto meses atrás. En esas faenas de recopilación de textos desperdigados en periódicos de Europa y América, el regiomontano celebró que el autor de La amada inmóvil (1920) hubiera recibido muestras de admiración y reconocimiento durante su breve estancia en las ciudades del Río de la Plata, quejándose por otra parte que en los últimos años de su residencia en España apenas se leía y tomaba en cuenta.

 

El regreso anhelado de Nervo a México, a principios de julio de 1918, tras 13 años de ausencia, sirvió al menos a dos nuevas generaciones —la de Ramón López Velarde y la de Carlos Pellicer— para aquilatar el peso específico de la obra del nayarita en el presente poético. En ese momento, las valoraciones eran divididas: escepticismo y decepción en el primero, complicidad y deslumbramiento en el segundo. Para el de Jerez, las últimas entregas de Amado Nervo habían abandonado “la magia y el encanto” de sus primero libros, en tanto que para el de Villahermosa, la lírica del autor de Serenidad (1912) y Plenitud (1918) continuaba haciendo escuela entre los nuevos poetas hispanoamericanos con el mismo vigor y magisterio que la obra de José Santos Chocano. En poco tiempo, el comentario un tanto desaforado del tabasqueño reclamará mesura, matices y rectificaciones.

 

Una pregunta válida para nuestro tiempo es constatar si la obra nerviana permite todavía una división de dos poéticas claramente diferenciadas. Para Jorge Cuesta y Bernardo Ortiz de Montellano, Octavio Paz y Alí Chumacero, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, en la aventura lírica de Amado Nervo se advierten dos momentos estéticos, dos paisajes del espíritu o, si se desea prescindir de trascendentalismos, dos formas de nombrar con palabras la vida y sus misterios. En esa clasificación en blanco y negro, el acuerdo general es el siguiente: la primera etapa es sensual, pánica y levemente irónica; melodiosa, a ratos exótica y ornamental; atrevida en sus experimentos métricos, en sus temas y en sus atmósferas versus, la de segunda temporada, marcada por la muerte de Ana Cecilia Dailliez, el 7 de enero de 1912, acontecimiento cardinal que impuso a su verso un desnudamiento de galas y brillos, ideal para una expresión sincera, en sordina e inclinada al consejo edificante. Grosso modo, el Nervo artista cedía el arpa al Nervo filósofo. Pero, “las nuevas generaciones / abrumadas de tedios y decepciones”, según palabras del mismo vate, reclaman tal vez nuevas coordenadas para leer y juzgar hoy a este escritor en el umbral del primer centenario de su muerte.

 

Según mis relecturas de la poesía de Nervo, para términos didácticos la funcionabilidad del esquema histórico sólo se justifica como punto de partida. Cuando realicé, en 1992, la breve antología poética, Amado Nervo de bolsillo, prestigié la primera etapa seleccionando poemas de Místicas (1898), La hermana agua (1901), Los jardines interiores (1905) y En voz baja (1909), este último por cierto reseñado con furor en La Gaceta de Guadalajara por el entonces joven Ramón López Velarde, estudiante de leyes en San Luis Potosí. En aquella muestra sumé unas cuantas piezas de Elevación (1916), El estanque de los lotos (1919) y La última luna (1943). Si hoy llevara a cabo una empresa parecida, equilibraría la balanza integrando ciertos poemas del último ciclo del poeta donde atisbo, lejos de moralismos de confesor, un toque de mordacidad y coloquialismo. Por ejemplo, agregaría al índice la serie de “La conquista”, texto que exorciza la pasión malsana que brotaba en el alma del poeta por la bella Margarita, la hija de Ana Cecila Daillez.

 

Cuando el escritor llega a su última misión diplomática, en los últimos días de febrero de 1919, no sabe la avalancha de actividades protocolarias y sociales que lo aguarda en Montevideo y en Buenos Aires. Está en el sur del continente para contrarrestar la Doctrina Monroe —glosa de los intereses ilimitados del colonialismo yanqui—, a la que hará frente la Doctrina Carranza, encaminada a construir una alianza y un contrapeso entre los países latinoamericanos. Por las cartas que escribe a la “petit Margot” —al cuidado de las hermanas del poeta en la Ciudad de México—, nos enteramos de los agobios laborales, de los agasajos y homenajes al escritor y del deterioro vertiginoso de su salud. En cambio, por la cartas a la porteña Carmen de la Serna —la futura abuela de Ernesto “El Che” Guevara—, tenemos noticia del postrer enamoramiento de Nervo, de las ilusiones y renaceres de su corazón a contrapelo de las veleidades de las Parcas que ya se aprestan a echar tijera al hilo de vida del mexicano. La última misiva, fechada en Montevideo el 20 de mayo, con todos los detalles clínicos, es ya una despedida inevitable:

 

 

Carmen: Tengo aquí su carta del 17, su noble carta: gracias. Ahora va usted a recibir unas cuantas líneas porque no puedo escribir. Me han hecho esta mañana una punción para sacarme sangre, creo que para ver si tiene urea, y me han puesto una inyección de cafeína, todo en el brazo derecho. Me van alimentar con inyecciones de suero, porque hace días que no puedo comer nada. Si dejara de escribirle un día, no pensará pues, que por olvido, ¿verdad? Es imposible que yo la olvide.

 

 

Cuatro días después, en una habitación del Parque Hotel de la capital uruguaya, a las 9:35 de la mañana, el poeta se despide del mundo, deja de ser el fantasma de su amada inmóvil, se encamina a pasos de gigante hacia una gloria insospechada. Testigos de la agonía del escritor lo escucharon decir: “¿Por qué no abren las ventanas para ver la luz? No quiero morir sin ver el sol. Siento que la muerte me entra por los pies.” El hombre que en sus 48 años no recibió una sola condecoración, estaba por recibir los funerales de un rey o de un general muertos en batalla. Los comercios de Montevideo y Buenos Aires, en señal de luto, estuvieron cerrados por tres días mientras el cuerpo del nayarita permaneció en el Salón de Actos de la Universidad, gesto que se repitió el 3 de septiembre cuando se trasladaron sus restos del Panteón Nacional a la cabina del crucero “Uruguay” para emprender el retorno a México, honor que no merecería Efrén Rebolledo, muerto también en servicio diplomático en Madrid, el 10 de diciembre de 1929, y cuya calavera iría a parar a la fosa común en 1940 una vez cumplido el plazo de ley de la propiedad del camposanto.

 

El periplo marítimo del Río de la Plata al puerto de Veracruz posee todavía una pátina de leyenda, de crónica desaforada que se desbordará hasta lo inimaginable en materia de pompas y cortejos fúnebres al arribar la osamenta de Nervo a la Ciudad de México, la ciudad que lo acogió en 1894 y donde lograría su primer campanazo literario con la publicación de la novela El bachiller (1895). Refiere José Emilio Pacheco que si el autor de Plenitud (1918) hubiera escrito sus últimos libros —aquellos donde mezcla la teosofía, las religiones de la India y las enseñanzas de San Francisco de Asís— su fama habría rebasado las fronteras del castellano. Hubiera sido un autor en los aires de la literatura de Rabindranath Tagore o Gibran Jalil Gibran. Para Ortiz de Montellano, todavía en 1943, el año de la publicación de su Figura, amor y muerte de Amado Nervo, el autor de El donador de almas (1899) es el poeta más leído de nuestra lengua, lugar que ocuparán en las décadas siguientes Federico García Lorca y Pablo Neruda.

 

A no dudarlo, Gabriela Mistral será la discípula dilecta del mexicano, la que llevará más lejos la poética del despojamiento retórico para hablar del amor y del amor en el orbe de una partitura atonal, crispada por momentos, ferozmente introspectiva como un garfio en el pensamiento y en el corazón. Menos conocida es la heredad nerviana que recibió el malogrado poeta ecuatoriano Ángel Medardo Silva (1898-1919) quien, a los pocos días de la muerte de su mentor se quitará la vida el 10 de junio, un acto doblemente violento pues jala el gatillo del revólver frente a quien fuera el amor de su vida, la profesora Rosa Amada Villegas, la musa del poema “El alma en los labios”, inmortalizado por la voz de Julio Jaramillo. En el mismo árbol genealógico es dable mencionar a las poetas Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou que trataron a Nervo en su estancia rioplatense; valdría la pena rastrear el filón lírico del mexicano en la obra de poeta mujeres del Uruguay y de la Argentina, un hilo delgadísimo que quizás puede localizarse en autoras tan diferentes como Idea Vildariño y Olga Orozco, Circe Maia y Alejandra Pizarnik.

 

En un porcentaje mayor, los lectores de la obra de Amado Nervo fueron y son mujeres. Gozaba de un magnetismo para atraer la atención del sexo femenino. Con sus saberes de astrología, quiromancia y numerología, con prontitud convocaba un círculo de señoras y señoritas alrededor de su espigada y pálida figura. Su deceso multiplicó el número de seguidores. En muy poco tiempo, los XXVIII tomos que lanzó en 1920 la Biblioteca Nueva de Madrid se distribuyeron y agotaron en las ciudades de España y América; igual fortuna tuvieron los XXX tomos publicados por Ediciones Botas en México en 1938. El nacido en Tepic nunca ha estado en el limbo, mucho menos en el purgatorio de los lectores. En cambio, ha padecido la aduana de las nuevas generaciones de poetas que apenas lo califican con “un aceptable” rodeado de peros. Por otra parte, el Nervo cronista no ha perdido gracia, jiribilla, vigor narrativo. En su periodismo literario, la lengua castellana posee la altura, la flexibilidad y la dimensión expresivas que alcanzó la prosa de Martí, Gutiérrez Nájera. Gómez Carrillo y Darío.

 

Los dos tomos de la editorial Aguilar preparados por Francisco González Guerrero (prosa) y Alfonso Méndez Plancarte (poesía) tal vez intimidan al lector contemporáneo. Allí están, sin embargo, las más tres mil páginas para que los críticos literarios y los editores de nuestros días pongan a prueba una literatura que cautivó a toda una época, una sensibilidad y un espíritu que permearon —la comunión de lo bello, lo ignoto y lo justo— los días y las noches de miles y miles de mortales.

 

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega.

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