Dominga Sotomayor y la orfandad colectiva

Oct 26 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 3973 Views • No hay comentarios en Dominga Sotomayor y la orfandad colectiva

/

En 1990, Sofía se prepara para pasar el Año Nuevo en una zona rural de Chile, donde experimentará sus primeras experiencias afectivas, y primeros temores existenciales

/

POR JORGE AYALA BLANCO 

 

 

En Tarde para morir joven (Chile-Brasil-Argentina-Holanda-Catar, 2018), soterrado opus 3 de la autora completa santiaguina de 33 años Dominga Sotomayor (De jueves a domingo 11, Mar 14), premio a la mejor dirección en el vanguardista Festival de Locarno 18 (por primera vez concedido a una mujer), la delgadísima adolescentita de cabellos muy cortos cual duende mercurial con figura aún deliberadamente andrógina de 16 años Sofía (el frágil actorcito Demian Hernández) lleva la iniciativa física en su relación afectiva con el amigo roquerín de 16 años pero todavía dueño orgulloso de una pueril casita en el árbol Lucas (la hipersensible actricita Antar Machado), al tiempo que en apariencia impone su voluntad (“Soy fumadora y basta, fin de la discusión”) a su barbudo padre abandonado/autoabandonado Roberto (Andrés Aliaga) y ampara a su hermanita de 10 años Clara (Magdalena Totoro), quien se encuentra desolada por el extravío de su querida perraza Frida, dentro de una especie de comuna posjipi multifamiliar en Los Andes, exacto hacia 1990, cuando la dictadura chilena acaba de caer y el don de la electrificación se asoma como perturbador signo de cambio radical y amenaza con la integración a la vida de los rechazados pueblos relucientes “de allá abajo”, pero Sofía en realidad sueña con irse a vivir a la cercana ciudad de Ñuñoa al lado de su inmostrable madre TVcantante famosa Antonia y, por otra parte, se ha sentido de pronto brutalmente atraída en lo corporal por el agreste forastero adulto de motocicleta Ignacio (Matías Oviedo), quien juega con ella temerariamente, por lo que, pese a la dicha de haber sido recobrada la perra perdida (rebautizada como Cony por una niñita pueblerina que la había adoptado), todo el endeble mundo personal e imaginario de la chava habrá de conjuntamente derrumbarse y sucumbir durante la magna celebración comunal con desfile de talentos locales por el Año Nuevo que ha organizado la entusiasta pintora y lideresa espontánea Elena (Antonia Zegers), madre del ahora celoso receloso galancito Lucas, pues la progenitora Antonia invitada de honor jamás se aparece en la fiesta, la relegada heroína Sofía se hace iniciar sexualmente por el abusivo clandestino Ignacio que huye de inmediato y, tras varias riñas suscitadas con los del pueblo de abajo a causa de cierto robo, un repentino incendio en el monte amagará con arrasar todas las cabañas de la precaria comuna, junto con un sentimiento generalizado de orfandad colectiva.

 

Lee Las vidas en la butaca. Entrevista con Jorge Ayala Blanco

La orfandad colectiva significa la consecución de un gran estilo fílmico grupal a la vez que intimista y secreto, como una suerte de infelicidad programada, con base en estáticos planos todoabarcadores hiperrealistas muy abiertos y subrayado de gestos mínimos, gracias a la señorial fotografía a base exclusiva de luz natural en pleno contacto con la naturaleza andina de Inti Briones y la regia edición con base en largos planos sostenidos de Catalina Marín, que van rindiendo cuenta del deterioro en esa sorda y terca vida compartida con afanes idílicos, a través de situaciones casi epifánicas y detalles tan significativos como pueden serlo ese ir y venir de viejas camionetas indispensables para la movilidad microcósmica (“Te toca ir atrás”), esas igualitarias reuniones para la discusión regidora, esa connivencia con ganado equino y bovino hasta dentro de las casas, ese aterrador mito de un caballo muerto por un perro cuyo cadáver envenena las aguas del río-eje de la sobrevivencia, ese coqueteo-refugio-faje premonitorio a bordo de una motocicleta (“Ir a comprar cigarrillos, le llaman ahora”), ese enjambre de niños bicicleteros yendo a chapotear a un vado, esa soberana iluminación efectiva con velas, ese kingvidoreano acarreo acuoso comunitario y esos ecos de la madre inalcanzable en la hija cantando tiernamente al micrófono en público una desinhibida balada roquera o decidiendo por voluntad propia su iniciación sexual en la penumbra boscosa o autohiriéndose en el poscoitum decepcionante o lavándose ilusoriamente la ignominia bajo una pequeña cascada doliente.

 

 

La orfandad colectiva se sitúa muy significativa en la frontera alegórica (más que apenas simbólica o metafórica prolongada) de una utopía/distopia comunitaria donde todo está colocado en el tembloroso fiel de la balanza, donde las diferencias entre mujeres fuertes y huidizos varones débiles se han trastocado como los sexos de los jóvenes intérpretes, donde las ancestrales pugnas de los chilenos y los argentinos parecen zanjadas, donde los valores de la rechazada existencia citadina y de la idealizada vida rural aparecen superficialmente borradas, pero donde la violencia subsiste bajo las formas del miedo, el abuso, el hurto y la inmolatoria quemazón de las laderas, allí donde basta una persistente ausencia materna para echar a perder la efusiva comilona omnicompensatoria de fin de año del núcleo familiar y donde basta una frase paterna para deshacer el espejismo del ansiado cambio de vida (“¿Le preguntaste a tu madre si quiere vivir contigo?”), allí donde la alegoría ficcional puede arrancar sorpresivamente con un prólogo establecido por el kilométrico escape de la mascota infantil Frida por caminos de polvo y concluir discursivamente con un tajante epílogo fincado en una nueva escapatoria de la inasible perra libertaria huyendo del humo y del desastre de una comunidad entera cuyos sueños aspiracionales de humus social se han asimismo esfumado.

 

 

Y la orfandad colectiva demuestra otra vez desgarradoramente y en el extremo límite que todo y cada parcela de hálito vital e impulso de cambio están enlazados e imbricados en el áspero tejido de los deseos de los demás, pues “la vida está en los intersticios”, como diría el fundador del cine hiperrealista franco-austriaco Peter Handke (La mujer zurda 78), y por ende siempre será demasiado Tarde para morir joven, así tenga por sustituto esa final inmovilidad del padre y la hija sentados perplejos sobre una roca.

 

FOTO: Tarde para morir joven, protagonizada por Demian Hernández en el papel de Sófía y Antar Machado como Lucas, recibió el premio a la Mejor Dirección en el de Festival de Cine de Locarno.

« »