La religión de Rabelais

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 

 

En su primer libro, su muy escolar (más que académico) Tableau historique et critique de la poèsie française et du théatre français au seizième siécle (1827), Sainte–Beuve contradice, desde el principio, la leyenda negra divulgada a partir del Contra Sainte–Beuve (1954), de Marcel Proust. En esta compilación póstuma y arbitraria, realizada por Bernard de Fallois en su primera versión y luego reelaborada por otros profesores, aparece una persuasiva caricatura del llamado “abuelo de la crítica” como sólo un retratista literario, desinteresado por completo de las obras de los autores, obsesionado como estaba con el descubrimiento del esbozo biográfico.

 

Aunque hay un Sainte–Beuve anticuario –más en la madurez que en la juventud– interesado en recuerdos y memorias, así como costosamente indiferente a la literatura moderna, desdeñoso de la “novela burguesa”, género cuyo nacimiento no entendió a cabalidad, su Tableau de 1827 concluye con un capítulo sorprendente donde refuta la leyenda de un François Rabelais, médico célebre y en su día monje franciscano para después vestir el hábito benedictino, quien habría vivido escandalosamente como sus dos geniales creaturas: Gargantúa y Pantagruel. Al padre y al hijo, a quienes publicó en sentido inverso, dedicó dos grandes novelas, Pantagruel (1532) y Gargantúa (hacia 1535) como parte de un corpus de cinco libros. Insisto: lejos estuvo Sainte–Beuve de creer que Rabelais llevó la vida pasmosamente alcohólica y diurética, a niveles oceánicos, de sus gigantes.

 

La suya –decía un joven crítico quien sabía del verdadero Rabelais mucho menos que nosotros– es una obra de “gabinete más que de cabaret”. Contra la reticencia de casi toda la literatura francesa en reconocerlo, Sainte–Beuve lo coloca en el cénit, como “un Homero cómico y bufón”, autor de “un gran festín, pero no de aquellos nobles y delicados festines de la Antigüedad, realizados alrededor de una lira, con las copas de oro coronadas por flores y plenos en ingeniosas chanzas y agudezas filosóficas; no se trataba de esos deliciosos banquetes de Jenofonte o de Platón, célebres bajo los pórticos de mármol en los jardínes de Scillonte y de Atenas”.

 

Nada tenía que ver Rabelais con orgías ahumadas y juergas burguesas, cuyo remoto estruendo remite a fiestas pueblerinas que uno no desearía, no se diga asistir, sino escuchar a la distancia. El festín de Rabelais es otra cosa, no un “sistema general de alusiones”, dice Sainte–Beuve, sino –más allá de Swift, filósofo y panfletario– la obra de un poeta genial, acaso el único en el universo cuya principal preocupación fue la risa, aunque “cada palabra sea una puerta, cada golpe tenga su propósito”.

 

Ese propósito, asociado a la incredulidad religiosa por Lucien Febvre, y al más corporal de los carnavales por Mijaíl Bajtín, logró dos de los grandes libros críticos del siglo pasado: El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais (1942), del malhumorado y muy sabio historiador francés y la La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (1965), del sospechoso crítico ruso. Obras magníficas, a ambas no les han faltado detractores: como Sartre ante Baudelaire, Febvre se las arregla para hablar de la religión de Rabelais omitiendo su obra, lo cual volvería a los dos (Sartre y Febvre) los discípulos más fieles del Sainte–Beuve caricaturizado por Proust. Y a Bajtín le ha llovido por plagiario. Se apropió de la obra de sus amigos muertos y en el caso de Rabelais, se dice, plagió a Ernst Cassirer.

 

Febvre, tras defender la ortodoxia cristiana de Rabelais y negar su ateísmo, aunque haya sido seducido por Erasmo, esa tercera vía que hubo de sobrevivir como un río subterráneo entre Roma y Lutero, detecta que antes de Gargantúa y Pantagruel, la lengua francesa era asaz pobre e inclusive a un Ronsard –el poeta del siglo XVI también vindicado por Sainte–Beuve y el resto de los románticos– le faltaban las palabras para decir las cosas; no sólo un léxico, sino una verdadera gramática a la vez popular y erudita. Eso les dio Rabelais con sus gigantes borrachos y meones, auténticos alambiques del lenguaje, cuya influencia, concluye Sainte–Beuve en su Tableau, fue inmensa. Rabelais comenzó imitando leyendas medievales y terminó por ser imitado sin pudor alguno hasta que lo desterró el gusto neoclásico.

 

Sabedores de que sus dramaturgos del siglo XVII –los Molière y los Racine– no podían competir, tan nacionales, con la universalidad de Shakespeare –pese a la rabieta de Voltaire contra el bardo–, los franceses decidieron ser una literatura sin figura tutelar, desechando a los únicos candidatos posibles: Rabelais y Montaigne (quien apenas miró al autor de Gargantúa por el encima del hombro), al primero por indecoroso y al segundo por ser en extremo elitista. Ambos tuvieron relaciones equívocas con la Iglesia Católica. El padre de los gigantes sembró la sospecha de que su obra era alegórica, según Antoine Compagnon, mientras el padre del ensayo contuvo la suspicacia de la Inquisición omitiendo al cristianismo en sus Ensayos.

 

Sin ese “genio–madre” del que habla Bajtín, los franceses decidieron reponer una fronda en revolución permanente, postulando sin pausa una serie ininterrumpida de sistemas críticos, los cuales han impuesto urbi et orbi, desde las reglas neoclásicas hasta el posestructuralismo y pasando por sus propias versiones de Nietzsche, Marx o Freud, sin olvidar a quienes se vayan formando en lo sucesivo.

 

Queda la religión, ese estilo, de Rabelais. Que a la Iglesia de su tiempo le hayan parecido sospechosas no tanto las vulgaridades pantagruélicas que asustaban a beatas y beatos, sino la posibilidad de que ocultasen herejías, habla bien de aquel catolicismo pretridentino, según concluye Febvre. Al contrario, los puritanos protestantes se estrenaron precisamente como puritanos condenado a Gargantúa y Pantagruel.

 

A Marc Fumaroli, en Exercises de lecture. De Rabelais a Paul Valéry (2006), le queda claro que abandonando a Rabelais al vulgo, la literatura francesa, precozmente, se condenó, gracias al severo Jacques Amyot (1513–1593), instructor de príncipes, a ser fría, reseca, reglamentada, antibarroca, ajena al espíritu de caballería y a su crítica, la cual quedó en mejores manos, las de Cervantes. ¿Rabelais traía la pólvora mojada?, se pregunta Fumaroli. Por ello, a Rabelais salieron a reivindicarlo, tardíamente, no sólo Sainte­–Beuve sino Zola y Céline, tres apestados, uno por anticuado, otro por sociológico y el tercero por antisemita. Sólo el genio popular de Hugo, bien aconsejado por su entonces amigo Sainte–Beuve, admitió a Rabelais entre sus iguales.

 

En el lejano año de 1827, Sainte–Beuve descubría a Francia a través de Rabelais. Con sus gigantes, decía en el Tableau, fue el caballero andante que nombró a las razas prosaicas de la Champaña, la Picardía y la Turena. Le dio nombre a otras provincias y burgos, lo mismo que caracterizó los hábitos del convento, de la parroquia, de la universidad, igual que las maneras de los estudiantes, de los jueces, del clero pueblerino y de los comerciantes. Rabelais, hombre del pueblo fallecido en 1553, llegó alto y desde allí, complació, sin “bufonería erudita”, la curiosidad de los letrados y las marrullerías propias del Tercer Estado. Tras él desfalleció, durante siglos, la novela francesa, lo cual, ilógicamente, le tuvo sin cuidado a Joyce, quien juró nunca haber leído a su ancestro más legítimo.

 

FOTO: François Rabelais (1494-1553) es autor de Gargantúa y Pantagruel./ Especial

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