El primer año de cultura ¿La cuarta transformación… del PRI?
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Las promesas hechas a los gremios artísticos del país antes de las elecciones presidenciales de 2018 quedaron en el olvido y sin la posibilidad de establecer un verdadero cambio acorde con el nuevo gobierno
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POR MARÍA RIVERA
Se termina el año y con él, el primero del gobierno de López Obrador. Contrario a lo que buena parte de la comunidad artística y cultural esperaba hace un año y medio, cuando la esperanza campeaba frente al primer gobierno emanado de la izquierda, ahora parecen reinar el desencanto y la decepción, ante las evidencias de que el gobierno lopezobradorista no sólo no apoya a la cultura sino que la desprecia profundamente.
En muy poco tiempo, se reveló su verdadera naturaleza en el área cultural. Funcionarios improvisados fueron elegidos junto con funcionarios priistas de la administración pasada, incapaces de cumplir con su trabajo, comandados por una secretaria que no tiene ninguna capacidad de interlocución con la comunidad artística. Muy pronto, Alejandra Frausto olvidó las reuniones que tuvo en la campaña con miembros de la comunidad. La simulación duró apenas unas semanas tras la toma de protesta, cuando su administración comenzó a tomar la forma francamente despótica que ya la caracteriza: “ni los veo, ni los oigo”, podría ser el lema que describe a la exfuncionaria peñanietista. En apenas un par de meses, consiguió que la comunidad artística se organizara para manifestarse en contra de políticas improvisadas e irresponsables implementadas en diversas instituciones o por la disminución del presupuesto que aceptó con total docilidad.
Lo que algunos llaman traición, se explica porque a diferencia de los aliados coyunturales de López Obrador en las elecciones pasadas, entre ellos políticos panistas, religiosos y priistas, buena parte de la comunidad artística, progresista y liberal, lo apoyó durante años en su carrera a la Presidencia.
Esto explica también el estupor que generó en la comunidad que, bajo su administración, artistas fueran víctimas de campañas de desprestigio orquestadas desde oficinas gubernamentales, o denigrados por sus aliados naturales, artistas convertidos en funcionarios o legisladores, como nunca antes, en la era prianista.
Algo inimaginable, apenas hace un año, cuando nadie hubiera podido sospechar que serían publicadas listas negras de creadores, presentados como fifís, corruptos y privilegiados, se llevarían a cabo intentos de destruir instituciones como el Fonca, que han sido las responsables de la producción y democratización artísticas, que programas como el de Jóvenes Creadores, pilares en la formación de artistas jóvenes, fueran falsamente presentados como dispendiosos viajes de vagos y borrachos, para tratar de disminuir el presupuesto público. Ni qué decir de los beneficiarios del Sistema de Nacional de Creadores de Arte: todos son ya, para una buena parte de las “benditas redes sociales” afectas al presidente, esencialmente “corruptos”, por el sólo hecho de haber obtenido un estímulo estatal a la excelencia artística.
El ataque simbólico que se ha hecho del gremio ha traído profundas e injustas distorsiones, al grado de que mucha gente considera a artistas ricos y privilegiados, cuando es que la mayoría de ellos sobrevive a duras penas, sin ningún tipo seguridad social, sin trabajos fijos, en la indefensión, bajo condiciones laborales abusivas, “beneficiados” ocasionalmente por un sistema de estímulos que se quedó a medio camino de construirse como una institución plenamente democrática. Y es que los gobiernos neoliberales anteriores no lo quisieron modificar a fondo: prefirieron conservarlo con el lastre de un presupuesto insuficiente, en permanente zozobra, totalmente incapaz de atender a todos los artistas del país que lo merecen.
Aunque la comunidad artística a lo largo de las décadas obligó a su paulatina apertura y democratización logrando avances importantes y sustanciales, está muy lejos de poder equipararse con el que debiera ser su hermano, el Sistema Nacional de Investigadores, que goza de un presupuesto inmensamente más alto, capaz de reconocer y promover el mérito académico, sin regatearle a académicos la posibilidad de dedicarse de manera continua al trabajo intelectual.
Resulta comprensible que, bajo cierta visión antigua, elitista y hasta aristocrática de la cultura de los gobiernos que le dieron origen, los artistas fueran sólo unos cuantos, los happy few, parte de grupos hegemónicos culturales. Eso explica que no vieran la necesidad, real y apremiante, de aumentar el presupuesto, ni de modificar la endogamia que no pocas veces vició a la institución cultural. Asimismo, estaba fuera de su lógica la vertebración de las obras creadas con los estímulos, con la sociedad que las financiaba.
Ciertamente, democratizar los bienes culturales producidos por el Estado mismo no fue una de sus preocupaciones, ni estaba dentro de su lógica política.
Lo que no resulta comprensible es que ante la llegada del nuevo gobierno, que se decía de izquierda, la democratización tanto de la institución, como de los bienes culturales, haya estado lejos de suceder: muy pronto, la Secretaría de Cultura evidenció que sostiene exactamente la misma premisa clasista como su eje rector: la alta cultura y el financiamiento a artistas debe ser accesible sólo para una élite (determinada por el mismo presupuesto insuficiente) y sus productos no deben vincularse con “el pueblo”, quien se merece no el acceso a bienes culturales que financia y que hoy le son inaccesibles, sino la articulación de sus propias manifestaciones culturales romantizadas por el poder, es decir, las que ya generan las comunidades pobres, de manera “natural”, y que no necesitan ser subvencionadas, o clases y talleres para niños, que ya formaban parte, de hecho, de los programas culturales de estados y municipios, en Casas de Cultura de todo el país.
Ingeniosa y muy demagógica manera que encontró el equipo de Frausto para camuflar la misma política neoliberal y elitista que desde hace décadas rige la política cultural, y de desviar recursos para la generación de propaganda que debieran ser utilizados en programas artísticos y culturales de alta calidad para todos. A esta engañifa, la llamaron muy demagógicamente, “redistribución de la riqueza cultural”: exactamente lo contrario de lo que dicen que hacen.
Y es que es una característica muy notable de esta administración que no tengan escrúpulos para crear discursos propagandísticos, sin importarles cuán falsos sean. Lo mismo hacen una exposición donde asientan que cuadros fueron robados, sin que esto haya sucedido, que intentan resignificar la “inclusión” cultural porque elementos de la Guardia Nacional cuidan los jardines; o presentan proyectos que son la quintaescencia de centralismo y la concentración de la riqueza cultural, como es el caso del Complejo Cultural Chapultepec destinado a beneficiar a los capitalinos, mientras sostienen que practican una política “redistributiva”; así como asientan que llevaron a cabo la mudanza de la Secretaría de Cultura a Tlaxcala, mientras atienden en Chimalistac o en Los Pinos. Groseras simulaciones que conforman el eje rector de la política cultural de lo que debería ser bautizado, con total justicia, como “la cuarta transformación del PRI”.
Mención aparte merece el uso propagandístico que la Secretaría ha hecho de las lenguas y los pueblos originarios y que responde a la visión, muy pobre y limitada, que el presidente tiene de la cultura, y que ha concentrado los pocos recursos que se están destinando a actividades culturales, como se puede constatar fácilmente en su publicidad oficial: prácticamente han desaparecido la pluralidad artística con que cuenta el país, para convertir a la Secretaría en una dependencia del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas. Revísense si no, la participación de la Secretaría de Cultura en la FIL de Guadalajara: únicamente cuatro actividades, todas ellas organizadas por el INALI o la utilización de comunidades indígenas en los encuentros de Jóvenes Creadores como elementos escenográficos, o la inversión de 16 millones de pesos en un concierto de propaganda gubernamental en el Auditorio Nacional, llamado “Tengo un sueño”, para el deleite, cursi y exaltado, de altas funcionarias ataviadas con huipiles, que conciben a la cultura como una kermés oficial nacionalista: el viejo tópico de la unidad nacional, repelente a la verdadera singularidad y a la crítica.
La apropiación simbólica y folklorizante de las culturas indígenas por el gobierno no puede sino recordar al peor indigenismo de la era priista: constituye una grotesca utilización propagandística que habría que preguntarse, ante su preeminencia, si no busca deslegitimar la protesta social de comunidades indígenas que se oponen a los megaproyectos del gobierno lopezobradorista.
Lo más grave, sin embargo, ha sido la desactivación de la economía cultural a través del recorte efectivo del presupuesto, en todas sus áreas y que es llamado con justicia, austericidio. Ya sea que limiten deliberada y deslealmente el acceso a fondos destinados a las artes, como acaba de suceder con Efiartes, ya sea que bajen salarios de por sí pauperizados, ya sea a través de la eliminación de programas y actividades, o hasta del despido que han hecho de trabajadores de la cultura, la “cuarta transformación” ha extremado las medidas neoliberales que ven en la cultura, libre y plural, un gasto superfluo e innecesario, sujeto a necesidades prioritarias, como lo reconoció la entonces directora del FONCA, Marina Núñez, hoy subsecretaria, en una reunión con artistas hace unos meses: la cultura en el actual gobierno ocupa un segundo plano, ante “demandas primarias”.
Una de las consecuencias más oprobiosas y perversas de esta política ha sido que los agentes culturales y artísticos profesionales están siendo gravemente precarizados, retiradas sus fuentes de trabajo, obligados a sobrevivir apenas, a diferencia de quienes gozan de los estímulos, totalmente insuficientes, o de aquellos que pertenecen a clases sociales privilegiadas o a grupos de poder mafioso, alentados por el actual gobierno.
La brecha de injusticia social que se ahondará entre ellos, la acentuación del privilegio “aristocrático”, representa un profundo retroceso democrático y es una afrenta para un país que había logrado dignificar, a lo largo de décadas, la figura del artista.
El desdén por el arte y la cultura, así como por artistas no es consecuencia, como algunos creen, del fin de los privilegios, ni del combate a la corrupción, ni de una política de redistributiva, sino todo lo contrario: es la trágica agudización de la política neoliberal de un gobierno de derecha que cree que el arte puede ser sustituido por la propaganda y que los artistas son prescindibles y no el alma de los pueblos.
FOTO: Actividades culturales con motivo del 15 de septiembre en el Complejo Cultural Los Pinos. / Valente Rosas/ EL UNIVERSAL
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