Subercasaux vuelve a morir en el desierto
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En tiempos de incertidumbre, como son las epidemias, la paternidad se convierte en una condición desde la que se reflexiona sobre la finitud, pero también acerca la inutilidad de vivir con miedo
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POR GENEY BELTRÁN
Ciudad de México. Sólo el peligro de muerte parece obligarnos a enfrentar esas preguntas cuyo espesor viene dado por la cobardía o la inercia con que siempre buscamos olvidarlas. Una circunstancia total de riesgo pone en marcha las preguntas impostergables, las que desde el silencio han venido arraigando en los temores y las creencias que jamás desafiamos y que por fin salen, sin más censura, de la oscurana interior hacia el teatro mental de todos los días. Y aquí están ahora, merced a la radical certidumbre de que el azar, o los astros, o la estupidez de los políticos, pueden en cualquier momento, y sin que tengamos manera de oponer nada, dar un fin a nuestros días.
Así va uno por la vida: discerniéndose mortal pero no ahora; mortal sólo en el futuro, en un mañana en que seremos viejos, habremos fatigado el depósito final de nuestros resuellos y ―esto creemos, a saber por qué― no nos dolerá el irnos, o no tanto. Mi madre tiene 79 y me ha dicho en el teléfono: “Ya son muchos años los míos. Me dolería por ustedes irme, pero ya viví, ya viví mucho”. Por testimonios así piensa uno que entonces, a los setenta, a los ochenta, habremos sin más de resignarnos a que la cuota de nuestros respiros ha sido gastada y la partida ya inminente es justa. Pedir más tiempo y más aire nos suena una cosa absurda, la obstinación egoísta de quien no vivió cuando debía. Y esta confianza en la inmortalidad propia del presente es más incontestable si nos sentimos aún jóvenes, aún fuertes y sanos, y más si nos creemos felices y dedicados a nuestras pasiones en un luminoso remolino creador.
Pero la amenaza de la muerte aquí cerca, todo lo cambia.
A los 43 ―lo recordaré si sobrevivo―, hubo un duro día en que las noticias dejaron de ser sólo el blando reporte de unas cifras de muertos en dos o tres países muy lejanos con los que, más allá de algunos libros, nada de carne me unía. Un día en que la certeza de la áspera muerte dominó por entero el pensamiento. Cuando la amenaza estaba ya en la cercanía, en la misma ciudad en que respiro, no hubo más sino el temor a morir, ahora sí vívido y presente. ¿Qué pasará si muero? ¿Si muero ahora? Y como acaso a todos nos ocurre, la paranoia de la muerte propia habrá de estremecer más en tanto nos cancela para siempre de los vínculos que nos han hecho vivir. Yo primero que nada pensé en mis hijos, lo primero en que pensé fue en el dolor de abandonarlos. Mi padre murió cuando yo tenía 15, y él a su vez tenía cinco años cuando mataron a mi abuelo. Me dolía el temor de que, como me pasó a mí y le pasó a mi padre, crecieran ellos sin la sombra del árbol que en su perfil más generoso puede ser la paternidad. Que vivan llevando consigo ese cáncer de aliento que conoce quien ha quedado huérfano. Aún no están listos, me dije, para quedarse solos en el mundo.
Horacio Quiroga dramatizó este pensamiento. El relato se titula “El desierto”, y con él abre el libro del mismo título publicado en 1924. El protagonista es un hombre viudo que vive con sus dos hijos pequeños ―una niña de seis y un niño de cinco años― en lo profundo de la selva de Misiones, en ese enclave del extremo norte de Argentina en que aún entonces mandaba el carisma de la vida salvaje para el alma aventurera. Desde la muerte de su esposa, Subercasaux se ha hecho cargo sin más ayuda de sus niños. El día no le alcanza para todas sus tareas. Por su temperamento agrio y por lo aislado de su casa, ninguna joven acepta el trabajo de ayudarlo con las tareas del hogar. Eso sí, Subercasaux ha querido educar a sus hijos para la supervivencia más ruda en un entorno lleno de peligros, pero nada de esa rispidez impide la ternura:
“―¡Buen día, piapiá!
―¡Buen día, mi hijito querido!
―¡Buen día, piapiacito adorado!
―¡Buen día, corderito sin mancha!
―¡Buen día, ratoncito sin cola!”
En ese estado de cosas, llega la enfermedad. Subercasaux imprudentemente se infecta una herida, cae vencido por la fiebre y en su agonía no puede sino pensar en qué le pasará a sus niños una vez él falleciere: en medio de la nada, rodeados de fieras y peligros, quedarán en el definitivo desierto que es el abandono. “Y como si estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los hombres… ‘¡Pero no tendrán que comer!’ ―gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría ahí mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes…”
Es una prosa angustiante ―y también liberadora, de un modo sombrío―. No recuerdo la primera vez que leí “El desierto”, sólo sabría decir que ya habían nacido mis hijos; por eso lo anoté en una libreta para regresar a él, para escribir algo en torno de esa angustia paterna. Subercasaux comete errores; no es un padre modélico. No busca el narrador endulzar ni idealizar la imagen del varón que a pesar de la tragedia que ha vivido con el deceso de su pareja decide afanarse en la custodia de sus hijos. ¿Un varón de principios del siglo XX a cargo de labores de cuidado y crianza? Recordemos que en la vida de Quiroga hubo episodios familiares que le dan a “El desierto” un aire tortuosamente autobiográfico. En la otra esquina, no pude sino acordarme del escritor Macedonio Fernández, quien a la muerte de su esposa en 1920 repartió a sus cuatro hijos entre madre y hermanas para dedicarse a la vida bohemia. La representación de la paternidad ejercida por Subercasaux me pareció por eso intrigante, inusitada para su época. No sólo ejerce la provisión de cuidados, sino que tampoco se esconden en él las fibras sensibles que la masculinidad puede conocer si asume sin recelos la condición de padre. No es raro entonces que “El desierto” me haya regresado a la mente estos días luego del despertar paranoico que en mí despertó la pandemia. No suena muy profesional recurrir al biografismo para abordar un texto, pero no hablo ahora como crítico sino como un lector para quien la paternidad ha sido una senda definitoria en el diálogo con los libros: el miedo del Quiroga real, viudo y con hijos, habría sido trasmutado ―pienso, y lo entiendo con empatía― gracias a la especulación imaginativa en la muerte final de Subercasaux. Si todo miedo es un recuerdo díscolo a sólo ser pasado, y si el miedo a morir se sostiene en las pérdidas amadas que hemos tenido desde la infancia, es necesario entonces decirlo, ese miedo, en voz alta, sacarlo de las asfixiantes sombras que lanzan la paranoia y la ansiedad; es necesario fabularlo, exhibirlo, darle vida en la dimensión vicaria de la escritura. No es que, así, menos duela el temor, pero tal vez sí se aleje, con la helada contundencia del pensamiento mágico, la posibilidad de la muerte próxima. La angustia simulada de un Subercasaux agonizante es por eso liberadora.
Hablo todos los días con mi madre. La raíz de su vitalidad está en las muchas cosas que hace día con día. “No me gusta estarme quieta, sentada. Eso es muy aburrido”. Lúcida y trabajadora, cocina sabroso para cuando cualquiera de sus hijos, su yerno o sus nueras, van a verla. Cuida por las tardes de nietas y nietos de distintas edades, los abraza, les canta, les da el biberón; los regaña, se muere de la risa con ellos.
Y ahora no puede hacer nada. Se aburre viendo noticias en la tele. Van a visitarla mis hermanos pero no entran a la casa. Desde la puerta la saludan, le llevan cosas, le cuentan esto y aquello. “Me pensiona mucho que tus hermanos tengan que seguir saliendo a la calle por su trabajo”, dice. “Y lo peor es que no los puedo abrazar cuando vienen a verme. Sé que todo esto lo hacen por cuidarme, pero quién quiere vivir así, para qué son los hijos si no puede una abrazarlos. Y me apura que si me muero no los podré ayudar entonces con mis nietos”.
Se me apretó el corazón al escucharla. Hay algo de escabroso pero también de cierto en quien busca símbolos o alegorías en la peste. En El húsar en el tejado, de Jean Giono, ser víctima de la epidemia de cólera en aquella Provenza de 1832 parece propio de quien ya trae en sí taras morales. Ahora podríamos preguntarnos, en otro tenor, qué significa una enfermedad que mata gente mientras limpia los cielos contaminados, un virus que hace más vulnerables a los ancianos en una época que ha visto aumentar la esperanza de vida ―como si la naturaleza pretendiera quitar lo que la ciencia ha conquistado―, y sin duda hay mucho de absurdo en lo incomprensible que resulta contagiar con un abrazo: entregar el virus que mata en una manifestación de amor, en esa ratificación de los lazos afectivos tan inocente y tan necesaria para la felicidad. “Por eso pienso que si no me mata el virus ese me va a matar la tristeza”, escucho decir a mi madre. Cuelgo y vuelvo a leer la historia de Subercasaux. Lo veo otra vez educando a sus hijos para que sobrevivan a cualquier peligro de la selva misionera: los expone, sí, para que sepan en qué mundo viven. Pero teme los riesgos. Y me detengo ahora en un pensamiento suyo: “―Un día se mata un chico ―decíase―. Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos así”. Llego al final del cuento y lo veo morir de nuevo. Curiosa inversión de temores, me digo entonces: habrá de morir, abandonando a sus hijos, quien tenía miedo de causar la muerte de esos mismos niños. No hay moraleja para ninguna peste, para ninguna tragedia. Todo es un balbuceo confuso. Sólo una cosa parece clara: mientras no llegue a la propia piel esa muerte tan cierta, lo que más duele es vivir en el miedo.
FOTO: Trabajador de limpieza de la Ciudad de México, mientras desinfecta la zona de Chapultepec, en avenida Reforma. / Xinhua / Francisco Cañedo