Música que el alma puede oír

Oct 5 • destacamos, principales, Reflexiones • 4904 Views • No hay comentarios en Música que el alma puede oír

POR LUIS PÉREZ SANTOJA

 

Mario Lavista cumplió 70 años hace unos meses. Algunos de los mejores compositores de México se reunieron el sábado 28 de septiembre en la Sala Carlos Chávez, de la capital del país, en un concierto conjunto en el que se interpretaron sus obras dedicadas a quien fue más que su maestro, un guía de sus caminos profesionales y el compositor mexicano más representativo de nuestro presente.

 

Refinada y sutil en sus texturas instrumentales, la música de Mario Lavista destaca por un desarrollo parsimonioso que la hacen sentir como suspendida en el tiempo, con un aletargado fluir, que “llega siempre”, como si tanteara el terreno antes de seguir fertilizándolo. Es uno de los pocos compositores que podemos considerar poseedor de una poética.

 

La engañosa condición de sus poderes”

 

Los creadores son hijos de su tiempo y por eso la primera época creativa de Lavista estuvo marcada por las vanguardias del siglo XX, con su búsqueda de libertades absolutas en la expresión, un ordenado caos aleatorio y variados experimentos.

 

Así, el tiempo que se sostenga en el aire el sonido de un racimo de notas simultáneas producidas con el puntual acorde del brazo sobre el teclado del piano puede ser contenido suficiente para una obra que se llame Cluster. Componer para quince relojes despertadores remite a destellos ligetianos, pero Lavista le dará su impronta poética y la obra se llama, inevitablemente, Kronos; otro recurso fue hacer suyas las citas de músicos afines que, imbricadas en la madeja armónica de una obra, se vuelven irreconocibles, lo cual le da a Quotations (1976) su razón de ser y nombra una motivación a la que recurrió en Continuo (1971), Contrapunto (1972), Lyhannh Trío (1976), y en Clepsidra (1991), con citas de su propia música.

 

En esa etapa, Lavista abordó la orquesta varia veces en Continuo, Lyhannh Ficciones (1980), obras maestras que hasta la fecha nos sorprenden por su vigencia y acabado formal. También ya son firmes sus inquietudes literarias y, así como Lyhann responde al inabarcable mundo de Lewis Carroll, Ficciones se bifurca por el mundo ¿real?, ¿imaginario? de Jorge Luis Borges y sus poetas persas citados en “El acercamiento a Almotásim”, cuya estructura de cajas chinas (¿árabes?) se refleja en la obra mediante un acorde único que se refleja y multiplica antes de regresar al punto de partida; y también hay ahí la búsqueda de sentido del ser, ahora con la música.

 

El taller del nostálgico luthier

 

A partir de los años ochenta Lavista inicia una serie de obras para instrumentos solos en las que profundiza en sus posibilidades armónicas y tímbricas y desarrolla nuevas técnicas para extraer los sonidos ocultos en ellos desde su invención.

 

Flautas, fagot, viola, contrabajo, violonchelo, guitarra, nos llevaban a un mundo de insospechadas armonías y sugerentes sonoridades, sutiles o ásperas, pero hermanadas en un devenir poético. Teniendo como cómplices a los intérpretes, estas obras representaron casi una construcción de “nuevos” instrumentos pues éstos ya no salían inmunes de tal alquimia.

 

La flauta, por la que Lavista siente preferencia y para la que ha escrito un mini catálogo de maravillas, fue una fuente de experimentación e investigación: Canto del alba (1979) para flauta amplificada —en la que los recién descubiertos multifónicos, la escritura microtonal y las voces y efectos simultáneos al sonido “soplado” no impiden que sea una obra llena de luz y sutilezas—; Nocturno (1982) para flauta en sol; Cuícani (1985), a dúo con un clarinete en una alucinatoria multiplicación de voces. Gracias a Lavista ya podemos conocer qué tocaba el soldadito del cuadro de Manet en El Pífano (1988), la pieza mas risueña de Lavista, lo que no excluye la inventiva exploración del piccolo; y en Danza de las bailarinas de Degas (1992) la flauta y el piano imaginan la música que mueve a las danzantes de ese pintor. Ofrenda (1986), escrita para “la otra flauta”, y dedicada a Horacio Franco, comparte la misma búsqueda evocando mundos arcaicos orientales y prehispánicos y hasta de algún instrumento aún inexistente.

 

La flauta ha sido también la “mensajera” ideal de Lavista, para enviar su señal de duelo y nostalgia a sus seres queridos, “moradores del cielo”: Lamento a la muerte de Raúl Lavista (1981) para flauta baja amplificada —dedicada a su famoso tío— es una obra reflexiva, adornada de silencios; y Elegía (a la memoria de Nacho) (2003), para flauta y piano, ante la muerte del entrañable Nacho Helguera; ambas alternan la reflexiva evocación del destinatario y el desasosiego retador ante el destino arbitrario.

 

En algunos casos, el instrumento puede estar acompañado, como en la sorprendente base armónica del ensamble de copas de cristal que secunda al oboe en Marsias (1982); o el ajetreado peregrinar por entre los armónicos del Cuarteto Latinoamericano en Reflejos de la noche (1986).

 

Ritmo del tiempo

De ese exploratorio pero convincente mundo surge un creador diferente, con una estética de lenguaje, estilo, temática musical y textual originales en México. Creador profundo y lúcido, de absoluta madurez conceptual, reflejada incluso en la inteligencia de sus títulos, Lavista entrega en cada composición una obra maestra.

 

Como en la gran poesía, su arte mayor está en lo que sugiere, a veces hermética metáfora musical, en su atmósfera, en sus temas y sonidos evanescentes, que sabemos siempre están ahí, confundidos en otros temas o sonoridades, esperando el momento para reaparecer… en la misma obra… o en la siguiente.

 

Música “nocturna” —como la llamó José Antonio Alcaraz—, cuando una obra de Lavista comienza a fluir, pareciera haber comenzado antes y después continuará en un silencio lleno de sonidos; los músicos no terminan de tocarla, sólo interrumpen la parte audible para los simples humanos.

 

En los últimos años se acerca Lavista a las técnicas de composición de la Edad Media y de la polifonía renacentista. Detrás de sus hallazgos formales se descubren destellos de Josquin o de Machaut, influencias tutelares, pero no en estilo o contenido, que son suyos y de su tiempo, sino en las formulas rítmicas, intervalos, estructuras y armonías.

 

En una etapa con menos exploración de la sonoridad instrumental y una escritura menos experimental, Lavista siempre será innovador en su técnica y el manejo de la instrumentación: piezas con tres o cuatro melodías simultáneas y con diferentes escrituras métricas; desfases rítmicos simulados; la microtonalidad como un medio para la obtención de colores; texturas sugestivas logradas con originales contrapuntos; libertad de tempo y dinámica para los músicos, aunque cada vez más restringida a cambio de la precisión. Toda una conjunción de ideas y recursos renovados, sonoridades sin fin y hasta una creciente presencia de lirismo melódico muy personal.

 

Valga mencionar sus seis Cuartetos de cuerda porque resumen su desarrollo a partir de la escueta aleatoriedad de Diacronía (1969) y hasta sus inquietudes actuales, pasando por la complicidad con Revueltas en Música para mi vecino y por el alucinante entramado de armónicos en Reflejos de la noche.

 

Se nos quedarán tantas obras sin mencionar pero al menos no olvidemos Cuaderno de viaje (1989), que explora los armónicos en las texturas de la viola; Dusk, para contrabajo; Simurg (1980), para piano; Cante (1980-81), para dos guitarras, renovada en espíritu en Natarayah (1997) y en Tres miniaturas (2001); Tres danzas seculares para violonchelo y piano, Cinco danzas breves para quinteto de aliento y Octeto para alientos; Clepsidra (1991), ese antiguo “reloj” de agua, tenía que despertar la inquietud de Lavista para una introspectiva y personal descripción del paso del tiempo en la música.

 

Una forma de oración

En tiempos de incredulidad y pérdida de las tradiciones religiosas, sorprende conocer que Lavista cediera a la tentación del misticismo, aunque es más una afinidad hacia la disciplina propiciadora del arte, no hacia la institución que lo cobijó. Su atracción hacia lo místico le ha inspirado otro caudal de obras maestras:

 

Lacrymosa (1992), para una orquesta de colores sombríos, evoca, ¡gran ingenio instrumental!, la acústica de una catedral antigua. Con Misa breve a Nuestra Señora delConsuelo (1995) para coro, en la mejor afinidad del autor por la polifonía sacra renacentista, Lavista parte de esa técnica y la convierte en herramienta de su propio lenguaje, de su espiritualidad y llega a una obra esencialmente moderna. Uno de los puntos más altos de su carrera.

 

Tropo para Sor Juana (1995), orquestación del Sanctus de la misa reelaborado para intercalar otros fragmentos de la misma, obra esencialmente mística que elude con la orquestación el sentido religioso del original. Sinfonías (1996), cuarteto encargado por Joan Niles, quien deseó una música para acompañar su alma después de la muerte. Mater Dolorosa (2000), para órgano; Cristo de San Juan de la Cruz (2004) para ensamble; Stabat Mater (2005), para coro de cámara y octeto de violonchelos cierran, hasta ahora, la inspiración mística de Lavista.

 

Mario Lavista confiesa su creencia de que “existe algún tipo de música que el alma puede oír”. Una música que puede eliminar cualquier sonido real y utilizar sólo armónicos, creencia que dio origen a Reflejos de la noche (1984), la más representativa y, por suerte, difundida obra maestra de Mario Lavista, de la que no se sale igual que como se entra.

 

Hay pintores cuyos cuadros se oyen, hay otros en silencio…”

El arte pictórico ha estado presente en la obra de Lavista de diversas maneras: inspirado en la obra de pintores como Manet y Degas, ya mencionados, pero también Rufino Tamayo, en Las músicas dormidas, que evoca el sueño de quienes duermen, mas no su música; Marta Palau (Motete a dos voces, 1981, para caja de música) y Joy Laville (Mujer pintando en cuadro azul, para piano).

 

Con amigos artistas ha realizado Lavista obras que se retroalimentan, como con Arnaldo Coen, con quien realizó una serie de partituras gráfico-musicales, así como Mutaciones, Jaula, In/cubaciones, que unió su música, la obra plástica de Coen y la poesía de Francisco Serrano.

 

Otra expresión de música y arte es el trabajo realizado por Lavista con su esposa, la pintora Sandra Pani, en la exposición multidisciplinaria De ser árbol, para la cual compuso Música para un árbol, obra abierta, con improvisación controlada o guiada por el compositor y que ilumina la idea de la similitud entre el árbol y el cuerpo humano.

 

Lavista no ha sido ajeno a la creación de partituras para el cine; ha participado en Judea, Semana Santa entre los coras (1973), María Sabina (1978), Niño Fidencio (1982), Cabeza de Vaca (1990), Vivir mata, todas de Nicolás Echevarría; así como en documentales para televisión. En su primera época, realizó Lavista partituras para teatro y sólo alguna obra para la danza, mientras que su música ha sido coreografiada por creadores de la danza, como su hija Claudia Lavista.

 

Su influencia literaria es vasta; lector de la más alta literatura, Lavista ha musicalizado poemas de Paz (Hacia el comienzo, 1984), Bonifaz Nuño y Mutis (Tres nocturnos) y poetas orientales y árabes, entre otros; el enigmático Como es, de Becket; fragmentos del “Diario de un loco” de Gogol, en Monólogo (1966), su primera obra oficial; Pedro Páramo, de Rulfo, le inspiró una pieza para piano pequeña pero rica en intensidad y color como Páramos de Rulfo, y la monstruosa novela de Rabelais propició una cantata, Gargantúa.

 

No hay obra más representativa de Lavista, que resuma mejor su lenguaje, su estilo y sus obsesiones, que Aura (1987-88), sobre la novela corta de Carlos Fuentes. Ópera habitada por fantasmas muy reales, parece estar detenida y no transcurrir, en un manejo maravilloso del fluir de la vida en el tiempo y el espacio: los fantasmas aparecen y desaparecen como sus temas y sonidos. En 1990, Lavista elaboró una Paráfrasis orquestal de Aura.

 

Hacia el comienzo

En una entrevista con motivo de sus 70 años, Mario Lavista confesaba: “no tengo nada que celebrar, no me gusta la vejez y no me quiero morir”. Lavista ya no debería tener esas preocupaciones existenciales: ¿por qué habla de vejez si es un hombre y un compositor de una juventud perenne? El temor a la muerte debe serle irrelevante pues, como idealizó Proust, la vida de un artista se vuelve eterna a través de la obra de arte. La de Mario Lavista hace muchos años que es imperecedera.

 

*Fotografía: Mario Lavista en su casa de la ciudad de México esta semana/JUAN BOITES/EL UNIVERSAL.

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