Guillermo Sheridan a los setenta, pasado el meridiano

Sep 26 • destacamos, principales, Reflexiones • 5643 Views • No hay comentarios en Guillermo Sheridan a los setenta, pasado el meridiano

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Nada de la literatura mexicana ha sido ajeno a los ojos de Guillermo Sheridan, caso ejemplar del escritor que ha logrado borrar las diferencias entre literatura y periodismo. Este ensayo hace un repaso de las batallas intelectuales del maestro con el cual celebramos su 70 aniversario

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POR BRUNO PICHÉ

Escritor. Autor de La mala costumbre de la esperanza: Una novela de no ficción sobre un violador confeso (Literatura Random House, 2018); Twitter: @BrunoPiche

Para el momento en que estas notas lleguen a su destino, si es que llegan y con ellas quien esto escribe, Guillermo Sheridan tendrá poco más de setenta años, yo los cincuenta seguro —aunque los sienta como ochenta o noventa, ruinas de hace cinco minutos, cascajo de apenas ayer.

 

Guillermo, en cambio, llega a la séptima década en el contento de su primavera, o si se prefiere, en bonita hora de nuestro invierno nacional, que dicho sea de paso tiene más de infierno que de frío, whatever that means. No se preocupe el lector, no voy a fatigar a nadie desmenuzando el expediente biográfico ni literario de Sheridan, no estamos en la sala Manuel M. Ponce por razones del pinche víru y tengo para mí que, a estas alturas, el curioso encontrará lo que quiera en Google, tal como hace el propio Guillermo cuando encuera y deja así, a la vista de todos, la muy jocosa y mexicana desfachatez de quienes sirven a la Patria, luchan por el Pueblo, por la Democracia, la Justicia y la Sociedad, ésta última quizá ya abrogada según el plan original en tanto ya se declaró a la sociedad como otro agente del conservadurismo; y todo ello, me refiero a la defensa de tan nobles causas, tan sólo a cambio de un sueldo mensual seguro —ojo: no confundir con la renta básica garantizada existente en naciones imperialistas y agresoras— más complementos del Esní, más esas lanitas extra de la UNAM que se llaman PRIDE y a las que tienen derecho los desvalijadores del espureo Estado neoliberal, más shows televisivos, más consultorías en el Banco Mundial Bueno, no el Malo, más lo que ofrezca la USAID del Departamento de Estado, más muchos más mases al parecer incontables —y por supuesto no declarables, por dios: de-que-no-somossiguales, ya lo dijo el Supremo.

 

Tampoco es mi propósito insistir en el relevantísimo papel que ha tenido Guillermo Sheridan como periodista en al menos los últimos tres sexenios —es decir más de dieciocho años de duro y dale— y por el cual con toda seguridad puedo predecir, casi como si tuviera entre mis manos una bola de cristal soplado, de ese azuloso y muy nuestro, que no recibirá premio nacional de periodismo alguno en los aproximados 2 mil días que le restan todavía a la —con respeto— rechingada 4T, asumiendo corocottas paribus, que quien haya leído hasta aquí no es precisamente un creyente en el Evangelio de la Real Democracia Participativa ni un Talibán del juarismo charro, ni periodista maistra de la componenda y aspirante a honorable embajatriz ante el imperio otomano. De esto dan cuenta cuando menos cinco libros de crónica y artículos periodísticos, el más reciente de ellos lastimosa y objetivamente titulado Paseos por la calle de la amargura (Debate, 2018).

 

Al paso que vamos, con mañaneras de dos horas al día que se dilatan en frases la mayoría de las veces incoherentes, inconexas, nunca en frases bien hiladas, siempre ocurrencias y recientemente burlas y aviesas carcajadas en temas tan serios —y tan mexicanos también— como la muerte en sus distintas modalidades: feminicidios, muertes por el crimen organizado y desorganizado; al paso que va el Supremo, decía, no tardaremos en inaugurar, en solemne ceremonia, el Tercer Piso de la Mortificación, y comenzar a transitar por él, allá desde las alturas, nuestros ateridos y helados asombros, para consumo de propios —donde lo mismo caben hooligans de la causa que histéricos y hooliganescos antagonistas responsables de anónimas columnas diarias tan soporíferas como las mañaneras, un crimen no menor— y lo que se dice ajenos —entiéndase por estos últimos jefes de Estado muy lejanos, diplomáticos acreditados y espías de potencias extranjeras, periodistas reputados, la CNN, los grandes inversionistas de fuera, todos con los ojos como huevo estrellado escuchando un día sí y al otro también, las realizaciones en sí y para sí del Supremo.

 

Tampoco voy a venir a repetir aquello de Sheridan como “seguidor” y “heredero” de Jorge Ibargüengoitia. Primero porque me parece una tontería; segundo porque el etiquetado entraña ignorancia de la buena acerca de las posibles fuentes del “humor” —en vez de hablar de estilos irrepetibles, ya se trate de Ibargüengoitia, de Francisco Hinojosa, de Hugo Hiriart, ajenos todos ellos a una cultura nacional atareada en ser solemne y taruga: puros hijos sin hijos. Ni qué decir de los trabajos, en verdad deslumbrantes, de Sheridan alrededor de Octavio Paz. No uso el adjetivo a la ligera: si bien pueden leerse por separado, los volúmenes publicados por ERA son a la vez reconstrucción biográfica, historia y crítica literarias, antropología filosófica, cero panegíricos o mera rendición de puyas y chismes. Una obra perdurable. Es difícil pensar en una referencia académica más completa y autorizada del poeta con paisaje, a pesar de que hoy sus bonos anden a la baja en la parcela política y, al parecer, también literaria en círculos oficiales y oficiosamente jóvenes —algo digno del más alucinante realismo tropical, muy nuestro también: quien ejerció de crítico del poder absoluto e intérprete de la rebelión del 68, hoy es visto con desdén por la juventud supuestamente kool y radical. Hace poco, nuestra agregada cultural ante el gobierno del Kaiser confesó en tuíter su gusto por Paz. Nadie entendió —levanté encuesta, créanmelo— si se trataba de un chistorete, una provocación, o de una declaración de su predecible hipsterismo a cuenta del Estado mexicano. No me quiero imaginar los fervores ni mandamientos de obediencia a los que se someterá la funcionaria el día que descubra la poesía —mucha paja mocha— de Carlos Pellicer, senador de la república en tiempos en que el Supremo era, ay, su achichincle.

 

Cualquier persona más o menos inteligente entiende que, desde Daniel Defoe, la literatura y el periodismo pueden ser la misma cosa. Haga el lector el siguiente experimento: abra simultáneamente los libros El encarguito y Viaje al centro de mi tierra; mézclelos en su cabecita siguiendo la prescriptiva para hacer la sopa del dominó; tome cualquiera de los artículos a la mano, lea de manera indiscriminada e intente ubicar en el tiempo los entuertos políticos, las imbecilidades, costumbres, desgracias y pesadillas del genio nacional. No se desespere y evite, sobre todo, compañero, caer en la provocación: las cosas que publicó Guillermo en 2002 podrían haber sido escritas en 1932 o el día de ayer. Se dice fácil, hacerlo no lo es. Y sin embargo, yo quiero insistir en el singularísimo tipo de ensayo literario que escribe Guillermo Sheridan y por el cual, estoy seguro, lo seguiremos leyendo incluso más que ahora.

 

Me explico.

 

Me pasó apenas hace unas semanas. Estaba la otra noche en casa de mis queridos amigos y editores S. y D., quienes me ofrecieron morada por razones que no se me antoja explicar ahora. Importa que me quedé a dormir en una habitación en la planta más alta de esa envidiable y desmesurada casa-biblioteca que habitan mis amigos. No tenía sueño, así que tomé Paralelos y meridianos de entre la fila completa de títulos de la misma colección a la que pertenece el libro de Sheridan. Comencé a leer. Silencio absoluto, como no lo había vivido desde que el pinche víru pegó de lleno y nos tuvimos que enterar quién es el tal López-Gatell y que la comida chatarra es parte una conspiración neoliberal que ni el profesor Chomsky vio venir. Ayudó que la casa de S. y D. tenga muros como de fortaleza, todo lo contrario de la precariedad clasemediera de mis cuatro paredes, que me obligan a escuchar por las mañanas a mi vecina la miss en estrambóticas sesiones de zoom con otras misses, a juzgar por las cuales la educación del pueblo infantil es un asunto sobre todo esotérico, y por las noches a mi otro vecino, un dizque ingeniero que se comunica hasta tarde con sus seres queridos repitiendo, como si estuvieran jugando frontón verbal y fueran idiotas irredimibles: “¿Sí me escuchas, tía? Dile a mi prima Tecmesa que te ayude.” “Sí te oigo primo, pero no te veo.” “¿Sí me escuchas, Prima, o ya te moristes, jajajá?”, y así hasta que no se cansan. Así pues, en mi recién reencontrada tranquilidad, básicamente me leí de un tirón el libro de ensayos de Sheridan. Identifiqué algunos textos que ya conocía, así que prefiero dejar registro aquí de un par de ellos que resultaron un violento eye-opener —la imagen cinemática que me viene a la mente es cuando al personaje principal de Naranja mecánica le abren los ojos a huevo con unas como pinzas.

 

Como dicen los licenciados, en ese sentido —el de mis ojos abiertos a la fuerza, como almejas— podría empezar por el ensayo dedicado a Manuel Álvarez Bravo, seguido del de Abel Quezada. Estoy generalizando, pero entre este último y el dedicado a destronar una olvidable pero representativa novela de Carlos Fuentes, reconocí a un crítico brutal, de los que no toman prisioneros, de la cultura mexicana y sus máquinas repetidoras ya sea de clichés, como en el caso de Fuentes, o de parrafadas, me refiero a Carlos Monsiváis —con quien Sheridan se mide en varios de los ensayos de Paralelos y meridanos— y que al final del día, en el caso de Monsi, no dicen nada en términos críticos y sí celebran y negocian a su favor y al de su cuestionable clientela, el certificado de harta mexicanidad. No es extraño que después de exhibir como plagiario a uno de los primerísimos santones del Supremo —hermano a su vez de otro escurridizo pero definitivo plagiario ¡del escritor John Cheever!—Sheridan haya dejado en calzones al supuesto heredero de Monsiváis, otro achichincle y caco lo suficientemente cretino y despistado para creer que solamente él había leído a Edward Said. Monsi será algo así como el Matthew Arnold mexicano, pero yo prefiero el estilo, punch y alcance de boxeador a la William Hazlitt, reconocible en Sheridan.

 

La forma meticulosa, atenta con que Guillermo trabaja a Fuentes me llevó a pensar, en la alta madrugada o como se diga, lo siguiente: ¿en qué momento nos vendieron, o vendió Fuentes, que era en verdad un gran escritor y novelista? La región más transparente es un eficaz ensamble a la John Dos Passos; La muerte de Artemio Cruz es un eco ahogado de Mientras agonizo de Faulkner; La frontera de cristal, supuesta novela binacional compuesta de nueve relatos, todos con calculados y pedagógicos títulos como “Río Grande, río Bravo” y cuidadas dedicatorias al inicio de cada fragmento narrativo, es sobre todo un tour de force de relaciones públicas, esas en las que el maestro mexicano era inigualable. Ni qué decir del fusil en Cristóbal Nonato y del recurso casi puntual —y descarado— al inicio de la novela del Tristam Shandy de Laurence Sterne. De pena ajena.

 

Los ensayos dedicados a Salvador Elizondo —el mejor homenaje a la lectura que conozco, que Roger Chartier ni que nada, a Álvaro Mutis, a Margit Frenk, a Panabière, a Mariana Frenk-Westheim, a Hugo Hiriart, a nuestro amigo común y mutuamente admirado, el poeta Julio Trujillo, no se diga a ese extraño personaje que siempre fue don Antonio Alatorre, a quien yo veía ir y venir por los pasillos de la biblioteca de El Colegio de México, no sólo son cioranescos ejercicios de admiración, sino literatura de la muy buena, de la que se queda, nada que ver con “lo fugitivo permanece”, como quería Monsiváis en alusión al barbón Karl Heinrich y al de veras gran barbón con quien una vez departí mesa en casa de Carmen Boullosa y Mike Wallace, el sociólogo Marshall Berman.
Yo que he padecido al “gordo” Genaro Estrada por mi profesión, su doctrina y demás legados, descubrí en el ensayo que Sheridan le dedica no sólo la curiosidad que no se sacia en la minuciosidad, sino además un muy generoso ejercicio de reconocimiento de la grandeza en la pequeñez que me recordó aquello de Eliot acerca de los ejércitos de medianía cuya principal función es soportar sobre sus hombros el peso de los titanes literarios.

 

Me sorprendió la mañana justo cuando, ya entrado en gastos, me disponía a abrir los ensayos musicales de Jomi García Ascot, pero el irresistible olor de unos huevos rancheros pudo más que las marcadas ojeras de mi mente.

 

Así llegué a Paralelos y meridianos, publicado en 2007 por El Equilibrista/UNAM, jodidón y casi con media centuria encima. Decían mis tías de Celaya: más vale tarde que nunca. Y a los cincuenta más te vale. Que conste en actas que es la primera vez que les doy públicamente la razón a ese par de entrañables comadrejas.

 

 

FOTO: Guillermo Sheridan recibió el Premio Jorge Ibargüengoitia 2019, de la Universidad de Guanajuato./ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL

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