Susan Sontag, intrusa en su vida
/
La escritora y crítica literaria fue una de las grandes voces del siglo XX, que potenció con su obra el discurso feminista de fin de siglo
/
POR JOSÉ JUAN DE ÁVILA
“…siempre me ha gustado fingir que mi cuerpo no está presente”
Susan Sontag
Si uno ya leyó Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector (Oxford University Press, 2009–Siruela, 2017) sabe qué le espera con Sontag, vida y obra (Ecco, 2019–Anagrama. 2020): un minucioso fresco multicolor, coral y en tercera dimensión de Benjamin Moser, sobre otra de las grandes plumas del siglo XX, también judía, en cuyos cimientos hurga hasta comprender la solidez del pedestal.
En la vida y obra de Susan Sontag, la outsider, una intrusa en su propia vida, a quien el biógrafo define como una mujer “con la mente de un filósofo europeo y el aspecto de mosquetero”, Moser apuntala la personalidad de la escritora a partir de la relación con su madre, Mildred Rossenblath, aunque en un ámbito distinto a como también perfiló, igual con correspondencia trágica, la de Lispector con la suya.
A diferencia de la brasileña, en el caso de la estadounidense, la madre no fue un fantasma, sino una figura casi, casi erótica y retórica en su vida, a tal grado de que Moser, a partir de los diarios y declaraciones de Sontag, plantea un enamoramiento de ésta que ni siquiera Freud habría imaginado.
Mildred Rossenblath, mujer cuya belleza describe Moser con fruición, también parece haber sido de cascos ligeros, y su hija Susan tenía que competir por su afecto y atención con sus amantes y maridos. El biógrafo describe que, en su niñez, la futura intelectual aprendía las palabras de cariño que recibía Mildred de sus parejas, para después, cuando la abandonaban, ella aplicarlas para consolar a su madre.
“Siendo muy pequeña, la niña precoz que era Susan descubrió cómo conseguir que Mildred se fijara en ella. ‘Me di cuenta de que una de las cosas que más complacían a mi madre era una especie de admiración erótica (…) Jugaba a flirtear conmigo, a provocar mi deseo; yo jugaba a que la deseaba (y lo hacía de veras)”, reproduce Moser. “Susan no sólo era la madre de su madre, sino que se convirtió también en el marido de Mildred, obligada a competir con los pretendientes que revoloteaban en torno a la bella y joven viuda”. Sontag, que para el biógrafo “interpretaba el papel de muchacho tímido frente a su madre” hermosa, escribió: “Estaba enamorada de ella, y además jugaba a estar enamorada de ella”.
Incluso subraya el hecho que Susan haya adoptado para la posteridad el apellido Sontag del segundo marido de Mildred, Nat, quien en cambio nunca la adoptó a ella y a su hermana Judith –muy limitada intelectualmente, lo que representaba una frustración para una de las mentes más influyentes del siglo XX–, aunque también apunta que la decisión de la joven por cambiar identidad tenía rasgos antisemitas, al buscar ocultar en su infancia el origen judío, herencia de abuelos inmigrantes, postura que por supuesto cambió en su evolución intelectual a través de los años y tras ver fotos del holocausto.
También manifiesta que no sólo veía a la madre como una heroína romántica, sino, además, como a su propia hija, al comportarse ésta toda su vida como niña. A la muerte de Mildred, gracias a cuyo desdén y superficialidad la joven Susan se refugió en los libros, Sontag confiaba a sus amigos que su madre había sido “una mujer espantosa” y que ella “no había tenido madre”, sino “un témpano”, de quien siempre intentó llamar la atención y conseguir su amor, sin éxito. Y así vivió supeditada a su madre.
Su primera relación afectiva determinó al resto durante su vida, concebidas como las que se dan entre esclavo y amo, sin importar cuál papel sería ella, pero con la premisa de que en ninguno sería libre.
Y a diferencia de lo que uno pudiera pensar después de leer cualquier libro o ensayo de la Sontag, como en alguna comedia de adolescentes estadounidense del tipo Mean Girls (Waters, 2004), la mujer que hizo trizas a sus ídolos, como Thomas Mann o Sigmund Freud, se propuso de niña ser “popular”.
Otro aspecto fundamental en la vida de Sontag que remarca Moser es su sexualidad intensa como ambigua desde su juventud. Apunta cómo, desde su infancia, Susan ya tenía conciencia de su homosexualidad; sin embargo, detalla que al sentirse ésta siempre una intrusa para sí misma, hacía caso de las recomendaciones de uno de sus mejores amigos, Gene Marum, de acostarse con cuanto hombre pudiera para orientar sus relaciones hacia la convencionalidad que su entorno heterosexual le imponía.
“Si no quieres ser gay, lo que tienes que hacer es obligarte a salir con hombres. Tendrás que chupársela, y no será fácil, pero es la única manera de dejar de ser lesbiana”, le dijo. Y Susan siguió el “consejo”.
La autora de Contra la interpretación y Sobre la fotografía, una belleza morena que siempre atrajo la atención de hombres y mujeres según Moser, llevaba una minuciosa y detallada lista de sus amantes. Cuenta el biógrafo que en una página suelta titulada La evolución de lo bi Susan anotó sus encuentros sexuales, desde la Nochebuena de 1947, cuando tenía 14 años, hasta el 28 de agosto de 1950, a los 17.
Destaca que en ese breve lapso Susan consignó encuentros sexuales con 36 personas, en particular ligues de una noche que documentaba con nombres de pila o apodos, como “una inquietante Abuela”. Y subraya la “mentalidad pedagógica” del título de esa página, que demostraba cómo la escritora en ciernes seguía el consejo de su amigo para dominar la heterosexualidad a fuerza de practicar.
Su paso por Berkeley y otras universidades, como las de Chicago y Harvard, no sólo fueron de formación intelectual para ella, también abonaron su sexualidad, lo que derivó en orgías y matrimonios fallidos, como el que sufrió con Philip Rieff, quien le robó el crédito de su obra sobre Sigmund Freud, La mente de un moralista (1959), y con quien procreó a David, que en los 90 la llevó a Sarajevo.
Justo otro de los puntos medulares de la biografía de Sontag es la influencia que sobre ella ejerció la Guerra de los Balcanes y el sitio de la capital bosnia en los noventa. Moser, con la habilidad de un novelista, va describiendo no sólo en ese capítulo la situación global, sino también los paisajes del cruento conflicto y cómo ellos iban determinando la participación de Sontag en apoyo a los bosnios, al grado de que Sarajevo le dedicó una plaza en su honor tras los once viajes en tres años que realizó.
Moser refiere cómo Sarajevo ofreció a Sontag la posibilidad de aplicar las ideas que tuvo desde joven sobre el papel político y social del artista, de hallar “la conexión entre cuerpo y mente” y de convertirse en un “testigo de excepción” ante la indiferencia del mundo y, en especial, de otros intelectuales.
La anécdota de una conferencia de prensa echa luz sobre qué representaba para Sontag ir a Sarajevo, cuando artistas y gente del espectáculo acudía a la ciudad de la ex Yugoslavia a hacer turismo bélico. Narra la poeta Ferida Durakovic, que tradujo preguntas de periodistas a la intelectual estadounidense:
“La primera pregunta era: ‘¿Qué sensaciones le produce venir a Sarajevo de safari?’ Yo la traduje y Susan me comentó: ‘He entendido la pregunta. Por favor, pon mucho cuidado al traducir lo que te voy a decir”. Me miró y entonces dijo: ‘Joven, no haga preguntas estúpidas. Soy una persona seria’” Ser “persona seria”, subraya Moser, era un planteamiento que Sontag ya había expuesto desde 1979 en La estética del silencio: “Ser persona seria significa estar ‘ahí’. Sentir el ‘peso’ de las cosas”.
Con su retrato sobre Sontag, gracias al cual obtuvo el Premio Pullitzer 2020 en Biografía, y el anterior de Lispector, Benjamín Moser se consolida como heredero de un linaje que incluye a Stefan Zweig, Romain Rolland, Emil Ludwig, Saint-Beuve y aun Honoré de Balzac, además de que ha escrito dos grandes biografías de escritoras del siglo XX que pueden sumarse a las ya clásicas de Olivier Todd, Reiner Stach, Herbert Lottman, Ian Gibson, Geofrey Wall, Josyane Savigneau, Claude Pichois, Jerome Loving, Laure Adler, Irene Chikiar Bauer o Geofrey Wall, sobre autores clave de los últimos 200 años.
Sontag murió la mañana del 28 de diciembre, Día de los Inocentes, de 2004, al lado de su hijo David y su última pareja, la fotógrafa Annie Leibovitz. Fue sepultada en Montparnasse, al lado de su familia ideal con la que soñó desde niña, Cioran, Barthes, Beckett, concluye Moser en la biografía de más de 800 páginas sobre la vida y obra de una intelectual a la que aun después de muerta se le quisiera seguir preguntando sus opiniones sobre grandes temas del siglo: feminismo, guerra, sexo, democracia, arte…
FOTO: Sontag. Vida y obra, Benjamin Moser, Bercelona, Anagrama, 2020, 832 pp./ Especial
« Dea Kulumbegashvili y el extremismo feminstintivo La palabra hecha de palabras »