Dea Kulumbegashvili y el extremismo feminstintivo

Feb 13 • Miradas, Pantallas • 5538 Views • No hay comentarios en Dea Kulumbegashvili y el extremismo feminstintivo

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La religión, la maternidad y la violencia inspiran este filme que triunfó durante el 2020 en los festivales europeos de cine

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POR JORGE AYALA BLANCO
En Beginning (Dasatskisi, Georgia-Francia, 2020), impactante debut de la apenas treintañera georgiana fílmicamente formada en Nueva York e inicios como TVserialista Dea Kulumbegashvili (cortos previos: Espacios invisibles 14 y Léthé 16), con guion suyo y de su también actor protagónico Rati Oneli, premio FIPRESCI en Toronto 20 y todos los galardones mayores en San Sebastián el mismo año, la exactriz de cuarta vuelta instructora de bautismo de los Testigos de Jehová en una próspera pequeña comunidad Yana (Ia Sukhitashvili) presencia un atentado terrorista xenofóbico y padece el incendio del templo-sala de reuniones de la arrinconada comunidad religiosa que preside su distante marido semicalvo David (Oneli) con quien ha engendrado un hijo contenciosamente solitario y casi confinado de 8 años Giorgi (Saba Gogichaishvili), pero pese a que el ataque ha sido registrado por las cámaras de vigilancia y se conoce la identidad de los perpetradores fundamentalistas, la corrupta policía no actúa, pero, como el líder alternativo azuzado por su esposa insiste en denunciar y viaja a la capital Tiflis en pos de ayuda para la reconstrucción y solicitar su enésima trasferencia, un desalmado detective capitalino Alex (Kakha Kintsurashvili) aprovecha la ausencia del varón para hostilizar a la inerme Yana, someterla en un perverso juego ambiguamente obsceno (“Di que te gusta chupársela a tu marido”) y la viola salvajemente en un río, para ignominia multidimensional de la mujer que busca en vano un apoyo en el incomprensivo macho georgiano David de regreso, quien por el contrario la culpa de todo lo sucedido, la victimiza aún más y se niega a perdonarla, tanto como la degradada mujer rastrea algún imposible consuelo solidario en su divagante progenitora viuda siempre perdida en sus arcaicos traumas conyugales (Ia Kokiashvili) o en su irresponsable hermana madre soltera adolescente (Mari Kopchenovi), por lo que la buena Yana cae en la depresión paralizante y en una profunda crisis suicida, de la que va a pretender salir administrándole un mortal menjurje a su hijo durante el baño nocturno y enfrentando a su marido cual recién empoderada tras ese último acto de femiextremismo instintivo.

 

El femiextremismo instintivo se solaza en sus figuras de la ausencia al llevar al límite un minimalismo hiperrealista superestático y esteticista cuyos manierismos plásticos, derivativos a la vez de Tarkovski, Sokurov, Haneke y algún sucesor inmovilista tipo el turco Bilge Ceylan o el rumano Puiu, son capaces de conmocionar los sentidos y el significado del relato, por medio de abiertísimos planos fijos malvadamente inamovibles y a veces hasta de 7 minutos o más, como el atentado inicial con acciones intempestivas hasta en cinco o seis profundidades de campo distintas, como el ultraje-conato de homicidio con una piedra a la vera de un río cuyo zigzagueante espacio oscurecido se despliega cual lienzo-mapa a lo Mizoguchi, como el reposo inerte de Yana en un idílico matorral del bosque para asustar a su hijito fingiéndose muertita a semejanza de sus deseos más inconfesables, como los largos trayectos en subjetiva con personajes omnipresentes por el sonido en off, o bien, las ausencias inscritas con quemadura de hielo en esos leves pannings que resultan categóricos o catastróficos al hurgar por los pasillos en pos del diálogo ominoso (sea la grabación del juego pervertido o sea la alevosa negativa a un perdón ya de por sí injurioso), esos brutales silencios de tiránico dominio absoluto, esa narración por cuadros calculados que va de Méliès a Rohmer y a la limpidez neobarroca de Rita Azevedo (La portuguesa 18), esa fotografía virtuosística del bielorruso Arseni Khachaturan que torna pictórico cualquier claroscuro íntimo o paisaje de Navidad ensombrecido y dramatiza todo cambio de luminosidades imperceptible para los demás o la menor franja de luz solar u oquedad oscura, esa inexistencia acústica de la tenue música de Nicolas Jaar sólo perceptible en puntos concluyentes.

 

El femiextremismo instintivo propone un discurso provocador en torno a eternas entidades éticas y morales como la culpa (esencial, congénita, consustancial), el castigo (infantil por enloquecer de futbol, generalizado, necesario, buscado) y el comportamiento de los creyentes y las creyentes en la vida cotidiana (“Alabad a Jehová porque es bueno, porque es eterna su piedad”), para quienes el infierno se confunde con la soledad y el cielo con un ataúd, según el decir verbalizado por los niños al ser examinados para el bautismo con fondo blanquísimo, pero también, en las antípodas del patriarcal mito helénico de Medea (releyendo a Eurípides y Séneca, o Pasolini 70), la victimación/revictimización y el empoderamiento verdadero o en falso de una mujer consciente actual, despojada de su individualidad, humillada en su cuerpo por una incalificable violencia sexual perturbadora, aplastada en su fe, aislada de la sociedad y bloqueada sin misericordia en su capacidad de juicio o discernimiento y orillada al filicidio punitivo/autopunitivo para agredir al macho haciendo realidad el premonitorio sacrificio de Isaac por Abraham (“Maté a tu hijo” y le dio las espaldas sentada a la mesa), una personalidad femenina compleja y contradictoria que dentro de sí y en su lucha interior/exterior puede albergar tanto lo sublime como lo desesperado y aberrante irracional, como cualquier ser humano que se niegue a aceptar su ínfima e infame condición relegada y su deyecto estado de yecto (“Algo está mal en mí, me miro al espejo y no me reconozco”), en espera de que algo comience o termine.

 

Y el femiextremismo instintivo termina vengándose del detective abusivo Alex, visto como un cazador remiso que se desploma de súbito y deja que su naturaleza mineral se desmorone y se confunda con las grietas de un terreno calcáreo, cual polvo último de millones de años, a modo de única conclusión posible de algún otro paralelo drama olvidado.

 

FOTO: Especial

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