Covid en México, una lista de pendientes domésticos

Feb 27 • Conexiones, destacamos, principales • 5029 Views • No hay comentarios en Covid en México, una lista de pendientes domésticos

/

El primer año de pandemia significó un cambio en las rutinas diarias de las personas, pero también una oportunidad para reencontrarse con el diálogo interior y reconocer los propios privilegios

/

POR JULIÁN HERBERT

Escritor. Autor de Ahora imagino cosas (Literatura Random House, 2019); Twitter: @julian_herbert

Saltillo. Preparar el viaje. Vivo en Saltillo. Durante una década, mi promedio de viajes –por trabajo o para visitar a mi hijo de once años, que en 2016 se mudó con su madre a la Ciudad de México– fue de dos o tres mensuales. Desde que la pandemia por coronavirus explotó en el país, sólo me he alejado más de 60 kilómetros de mi casa en dos ocasiones: una en septiembre del 2020 y otra en febrero del 2021. Perdí toda disposición y habilidad para cosas tan simples como hacer la maleta, acoplarme al respaldo de un autobús o intercambiar cordiales minucias con desconocidos. A diferencia de millones de mexicanos, he tenido la opción de hacer home office permanente. Pertenezco a una clase social que se queja en Twitter hasta del estilo de vuelo de las moscas y, a la vez, desestima el increíble privilegio de tener acceso al aislamiento. Mis vecinos del departamento de al lado no corrieron con tanta suerte. Provienen, creo, de Jalisco. Trabajan en un establecimiento de pollo rostizado. Son varios matrimonios jóvenes con sus respectivos hijos pequeños. Se alternan durante períodos de dos o tres meses para trabajar acá. Casi siempre hay entre siete y nueve seres humanos de diferentes familias conviviendo en un espacio que mide la mitad del que tenemos mi esposa, mis dos hijos y yo. Hasta ahora, estas personas no han protagonizado eventos graves de violencia doméstica (una de las plagas soterradas de la pandemia); sólo unos cuantos gritos. Pero no me sorprende que las esposas se la pasen en el techo, junto a los lavaderos, y los esposos en la calle. Para escándalo del resto de los habitantes del edificio, quienes murmuran que “esa gente” nos está poniendo “a todos” en peligro.

 

El cambio más importante que la pandemia insertó en mi rutina atañe al acuerdo de custodia que mi ex pareja y yo tenemos respecto de nuestro hijo. Desde abril, cuando Leonardo empezó a tomar clases en línea, eliminamos las visitas. Ahora Leo vive durante dos o tres meses seguidos, de manera alternada, con cada uno de nosotros. La custodia compartida incluye actividades que van desde cocinar, revisar tareas e higiene o hacer terapia vía zoom, hasta escuchar larguísimos monólogos sobre la Fundación SCP y el infame youtuber panameño Giova. El nuevo acuerdo y las clases en casa me han dado la oportunidad de conocer mucho mejor a mi hijo. Es un proceso agotador, irritante, divertido, luminoso. Esto y el curso intensivo de vida conyugal que experimenté con Sylvia (nos casamos cinco meses antes de que la pandemia llegara a México) hicieron del 2020 uno de los mejores años de mi vida.

 

 

Acondicionar el estudio. Antes de salir de la ciudad, debo adaptar la habitación donde trabajo para que se hospeden unos días mi cuñada y su esposo. Vienen del hospital. Acaban de tener un bebé. Alguien preguntó: “¿A quién se le ocurre parir en medio de una pandemia?” Alguien respondió: “¿Qué mejor momento para parir que una pandemia?” Ambos argumentos son incontestables. La paternidad/maternidad me parecen relevantes y a la vez un gran riesgo por el nocivo impacto del Covid-19 sobre todo tipo de servicios de salud. La muerte ha cobrado durante el último año una cuota tan atroz que no exige estadísticas: basta con asomarse por la ventana o a las redes sociales para ser revolcados por una ola de llanto.

 

En agosto, mi hermana menor fue internada en una clínica privada a causa de lo que parecía una apendicitis. Al segundo turno, los doctores le diagnosticaron Covid-19. La pusieron en aislamiento, incluso me dejaron a mí en observación por haber pasado un par de horas a su lado. Al final, cuando las PCR resultaron negativas (dos veces), nos mandaron a casa con un diagnóstico de neumonía atípica y un “No sé qué pasó”. Uno olvida demasiado fácilmente que la medicina no es una ciencia exacta sino una técnica; una profesión liberal. “No sé” y “No entiendo” se han vuelto dos de mis frases favoritas de esta época. Cuando alguien responde “No sé” o “No entiendo” (a diferencia de lo que hicieron filósofos occidentales como Slavoj Zizek o Giorgio Agamben durante los primeros meses de la pandemia), mi sensación es que estoy hablando con seres humanos a la altura del conflicto.

 

Estoy contento de que mi cuñada y su esposo hayan decidido traer un bebé al mundo. Todavía creo (como hace una década, cuando quedé huérfano de padre y madre y tuve a Leonardo, todo casi al mismo tiempo) que la única respuesta coherente que los seres humanos podemos dar a la muerte es intentar seguir con nuestras ocupaciones.

 

 

Salir a correr. Cambié mi estilo de vida en mayo del 2018. Desde entonces dedico entre una y tres horas diarias a meditar, hacer algún tipo de terapia y ejercitarme. Ése es otro privilegio. Dudo que hubiera sobrevivido al último año en el estado de deterioro en el que me encontraba antes: tenía problemas respiratorios y arteriales, obesidad, colitis crónica, amenaza de diabetes, hígado graso, depresión. Todavía hoy lidio con secuelas de sobrepeso y mala alimentación: no se puede resolver todo de una. Algo que aprendí en el proceso es que los hábitos personales son profundamente políticos. De ahí que el echaleganismo me parezca obtuso: la disciplina interior y la ética pragmática requieren, según mi experiencia, un complejo proceso de reingeniería cognitiva al que la inmensa mayoría de la población no tiene acceso –independientemente de su estatus socio-económico. Con o sin coronavirus, los habitantes de la hipermodernidad participamos desde hace décadas de una devastadora pandemia de sufrimiento emocional y mental que la actual situación sólo ha hecho más evidente y cruda. Una crisis civilizatoria que tanto los regímenes y los grandes corporativos como los ciudadanos comunes y corrientes nos esmeramos cotidianamente en esconder.

 

 

Memorizar el protocolo. Pertenezco a un grupo muy específico: el de quienes, pese a seguir todas las normas e instrucciones (tapabocas, confinamiento, distancia social, gel antibacterial, renuncia a fiestas y reuniones) somos escépticos ante el contagio. Hay quienes lo son porque piensan que el virus no existe, otros porque se creen inmunes a él. Yo tengo la convicción de que, infectada o no, mi vida presente pertenece a los efectos alternos del coronavirus y, haga lo que haga, soy impotente para controlar esa realidad y el malestar que conlleva. De un modo u otro, ya todos padecemos cierto grado de Covid, por lo menos psicológico o virtual. Tal vez mi postura no parezca realista, pero es real: así es como percibo el mundo. Sin embargo, en la práctica sigo celosamente los protocolos preventivos. Mi epistemología puede no ser muy distinta a la de los hipocondríacos y obsesivo-compulsivos de la higiene, en un extremo, y los conspiranoicos antivacunas tipo Miguel Bosé y Paty Navidad en el otro. Lo que marca diferencias no es lo que uno cree o percibe, sino lo que uno hace. Los protocolos mundiales de salud no parecen ser (aunque así quieran venderlos la ultracorrección política y el sacro imperio machista de algunos líderes políticos) una opción electiva, sino un aspecto emergente del contrato social. Tal vez el mundo sería más transitable si todos practicáramos el contrato social de manera compasiva, tolerante y ecuánime. Sé que suena naïf y hasta cursi, pero también es un enfoque pragmático. Me parece una gran ironía que, puesto que nos desenvolvemos en sociedades material y tecnológicamente sobredesarrolladas, vivamos a merced de tantos idealismos mediáticos, fanáticos y contrafactuales.

 

 

Evaluar la información oficial. Sin importar lo que se afirme en ruedas de prensa mañaneras y demás variedades de la propaganda, el resumen es muy simple y me temo que prevalecerá: el manejo de la pandemia por parte del gobierno de México ha sido un desastre conceptualmente equiparable al del terremoto de 1985 con De la Madrid, el Error de Diciembre en tiempos de Salinas y Zedillo, o la guerra contra el narco instrumentada por Felipe Calderón. No estoy hablando del número de decesos, tampoco del costo político (que, según los índices de aprobación, para este gobierno será menos profundo): me refiero a la incuria, la incompetencia, el cinismo, el triunfalismo oficioso, la tragicómica deformación de la evidencia. Mientras los detractores del presidente López Obrador afirman que el país está peor que nunca, sus defensores recalcitrantes aseguran que vivimos una era de esplendor. Mi percepción, menos enfática, es que nada cambió: yo vivo en el mismo México de la politiquería, la impunidad y el fracaso de las instituciones y las leyes en el que he vivido desde hace cincuenta años. Lo lamentable es que (como en el año 2000) hubo una gran movilización democrática en busca de un cambio. La clase política mexicana absorbió esos esfuerzos, reorientó su discurso ideológico y refrescó o recicló las caras de algunos de sus protagonistas. Pero los mecanismos de poder y la sordera frente al ciudadano permanecen intactos, y esa visión en medio de una crisis sanitaria me parece, más que trágica, ominosa.

 

Un aspecto subsidiario del orden institucional es la abolición, desde las esferas de poder, del sentimiento de contingencia. La agenda presidencial es una entelequia y, como tal, carece de presente. Esto es aplicable al manejo de la pandemia o la adquisición y administración de vacunas, pero también a las demandas feministas, la violencia intrafamiliar, la política exterior, los derechos humanos, la subsistencia de la industria cultural, los reglamentos de veda electoral o la auditoría a las finanzas del Estado. Es irónico, otra vez, que un gobierno emanado del activismo utilice las restricciones de movilidad impuestas por una crisis mundial de salud no para disminuir los índices de mortalidad y de contagio, sino como estrategia de “desactivación” contra inconformes e instrumento de ingeniería electorera.

 

 

Evaluar la información extraoficial. Me inclino a creer que el confinamiento ha sido menos intenso en Saltillo que en la Ciudad de México, y opino que esto se debe en parte a que el uso de tapabocas se volvió obligatorio en mi ciudad (bajo pena de multas) desde abril de 2020. También a una cuestión idiosincrásica: como escribí hace meses, “el saltillense promedio –yo incluido– es un ultramontano ontológico que anhela la fantasía de encerrase a piedra y lodo para escapar de Lo Ajeno”. Sin embargo, esto es lo que me inclino a creer, no lo que sé. Me sorprende en ocasiones el aura de verdad (y el inevitable sesgo político) que se da en redes sociales y artículos periodísticos (como éste) a la opinión que tiene uno. En materia de pandemia, he visto a las mejores mentes de mi generación comparar negativamente a las sociedades latinoamericanas con las asiáticas sin tomar en cuenta algo tan básico como la muy distinta concepción semiótica que ambas tradiciones tienen de la autoridad, el sentido del tacto o la existencia del cuerpo. En contrapartida, parecería que la única lectura u opinión factible es muchas veces aquella que confirma lo que pensábamos de antemano. Mi única aspiración al escribir estos párrafos es que el lector se sienta en parte identificado y en parte contrariado por lo que digo. Que esté dispuesto a rebatirme sin odio. Que no tengamos que estar de acuerdo para escucharnos el uno al otro.

 

 

Arreglar el desperfecto. Siempre hay uno. Ordenar la biblioteca, poner nuevos empaques a la llave mezcladora, sellar una fuga de gas, cambiar las espreas de la estufa, instalar un cortinero, pintar la sala, cambiar la chapa de la puerta, colgar cuadros, desescombrar los clósets, llevar a zurcir los pantalones viejos, instalar nuevas macetas… Suena banal, handyman, cursi, mamón, irrelevante. Para nosotros ha sido liberador. Hasta renovamos la caja de herramientas. Hace poco, en una charla para la Universidad de Utah, Cristina Rivera Garza mencionó el re-conocimiento de los muebles y los objetos domésticos como uno de los aprendizajes que le obsequió la pandemia. Coincido con ella. Unos meses antes, mi amiga Sarah Dodson me escribió desde Chicago: I’m finding serenity in cleaning. Lots of cleaning, and somehow, nothing is clean. Te entiendo, hermana.

 

 

Contar el chiste. Siempre (también) hay uno: tampoco vamos a mudarnos a la lona todo el rato. Aquí va uno: “Tú fórmate, wey. Al paso que vamos, para cuando llegues al módulo de vacunación ya vas a ser adulto mayor”.

 

 

Trabajar (y, si se puede, cobrar). A veces los pagos tardan (días, semanas, meses) y yo comienzo a sentirme una versión juvenil de El coronel no tiene quien le escriba. Al final, el depósito cae. No ha pasado un solo mes en que no tenga trabajo. En parte, porque mi oficio se adapta inmejorablemente al formato de zoom. Y en parte, porque digo sí a casi todo: “Ahorita estamos agarrando hasta puñaladas”, sentenciaría mi mamá. “No le des las gracias al taxista -me sugirió una vez Aurelio Asiain, cuando lo visité en Kioto-, lo metes en un conflicto de cortesía: según la cultura japonesa, él debe darte las gracias a ti por permitirle trabajar”. “Suena un poco feudal”, consideró Alejandro Springall hace unas horas, cuando le conté esta anécdota. Sea como sea (parafraseando a Gustavo Cerati): Gracias Feudales.

 

 

Leer antes de dormir. Mi lectura de estos días es el ensayo Después del budismo. Repensar el dharma para un mundo secular (Kairós, 2017) de Stephen Batchelor, un ex monje budista (siete años de lamaísmo Geluk, cuatro más de zen coreano) que devino filólogo pali, capellán budista de presidio, filósofo pragmático y académico ateo. Una de las ideas base de Batchelor es que, antes de impregnarse de sentido religioso, el budismo habría podido convertirse en la cuna de una civilización. Por eso el autor despoja a la doctrina (para escándalo mío) de misticismo, mitología, metafísica y hasta epistemología, y se adentra en las posibilidades pragmáticas de las cuatro Tareas (él prefiere no llamarlas “verdades”): comprender el sufrimiento, soltar la reactividad, contemplar la cesación de los apegos y cultivar el sendero de la ética pragmática (que no responde a una idea de absoluto sino a la situación presente). A ratos, la lectura de este libro me resulta descorazonadora: parece decirme (sin decirlo) que la única entidad responsable de lo que esta pandemia ocasiona en mi fuero interno soy yo: que deje de joder con que si López-Gatell o los fiesteros de al lado o el maldito bicho. A ratos, sin embargo, es también una lectura consoladora: me recuerda que pertenezco a una especie que acostumbra subestimar los sublimes poderes civilizatorios del sufrimiento y la desesperanza.

 

FOTO:  El confinamiento llevó a los habitantes de muchas ciudades del mundo a adaptar sus hábitos de autocuidado. En la imagen, un hombre practica yoga en el balcón de su departamento en la ciudad de Bangkok, Tailandia./ ROMEO GACAD/ AFP

« »