Pájaro en mano: Leonardo

Ago 28 • destacamos, principales, Reflexiones • 2944 Views • No hay comentarios en Pájaro en mano: Leonardo

 

Clásicos y Comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
La anécdota la he leído atribuida al filósofo Wittgenstein y a algún otro personaje y refiere a un hombre en el campo —uno imaginaría que cazando o perfilado como paseante solitario— que al levantar la mano atrapa intempestivamente un pájaro en vuelo. El insólito instante queda registrado como un hecho de enorme trascendencia simbólica en la vida de esa persona.

 

Guardando todas las proporciones, mi relación con Leonardo da Vinci se limitaba a un suceso un tanto similar. Hará unos 10 años que, durante una visita al Louvre, frustrado en mi intento de ver un par de cuadros neoclásicos de mi interés, por hallarse cerrada por remodelación la sala que debía exhibirlos, hube de vagar malhumorado por el museo buscando la salida más cercana porque me cuento entre los pedantes que se maldicen a sí mismos si forman parte de una muchedumbre y abominan de las excursiones prolongadas a cualquier tipo de exposición. Había yo leído, oportunamente, a quien recomienda visitar un museo sólo para ver pocas pinturas, las obras de un solo artista o hasta un solo cuadro, fatigado de antemano ante la proliferación de imágenes y de personas.

 

Aquel mediodía en el Louvre ocurrió mi milagro diminuto e inesperadamente me vi, absolutamente solo, frente a La Mona Lisa. Estupefacto, pensé que la habitualmente concurrida estancia estaba cerrada al público y por accidente había yo penetrado, violentando alguna prohibición, a la sala más visitada del planeta. Temeroso me acerqué al retrato de Da Vinci de la dama que en vida fue, al parecer, Lisa del Giocondo y durante algunos segundos la miré, por única y última vez en la vida, a mis anchas. Tomé posesión inmediata de mi privilegiada soledad de espectador del cuadro tan famoso y hasta me di el lujo de alejarme para ver a la también conocida como La Gioconda, con una mayor perspectiva, lejos del intimidatorio cristal a prueba de balas que la protege.
Pero mi instante se consumió. Tan pronto retrocedí unos metros, la siguiente horda de turistas invadió como por arte de magia la sala y entre mi persona y el retrato leonardesco se interpusieron las proverbiales 25, 30, 55 personas, qué se yo, no pocas de ellas armadas de sus celulares en modo jirafa. Salí —pájaro en mano— del Louvre muy complacido por ese espasmo de intimidad.

 

Me propuse, en prenda de gratitud, alimentar mi cultura general —esa palabra hoy inocua— haciendo algunas lecturas sobre Leonardo, las cuales, siendo franco, no fueron más allá de las páginas primordiales que el biógrafo Vasari le consagró, el breviario de Martin Kemp y los decepcionantes párrafos que Berenson le dedica a Da Vinci en The Italian Painters of the Renaissance (1952), donde el anacrónico esteta considera suficientes para ilustración del lector las mediocres reproducciones en blanco y negro que su edición ofrece. Más recientemente me enteré, ofuscado, que las palabras de Pater sobre La Mona Lisa, leídas desde hace siglo y medio como un formidable verso en prosa por los entusiastas ingenuos (Kemp, por cierto, y entre ellos, yo mismo) provocaron la sorna de sus coetáneos y discípulos, Wilde incluido. A Ruskin, el más feroz de los enemigos del Renacimiento, la excitación giocondesca de Pater le parecía motivo suficiente para denunciar esa obscena influencia y alabar a su amada Edad Media.

 

Con estos antecedentes y dada la estima que tengo por la obra de Gabriel Bernal Granados (Ciudad de México, 1973) tan pronto me llegó su Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos (Turner, 2021), me puse a leerlo. Quien conozca los ensayos de Bernal Granados recordará que la pintura lo acompaña como algo más que una afición. En Anotaciones para una teoría del fracaso (2016), aparecen Caspar David Friedrich, Thomas Eakins o Lucian Freud, personajes tan importantes como aquellos otros salidos de la literatura, porque para Bernal Granados, como para Octavio Paz y Juan García Ponce antes que él, en México, la pintura es una segunda naturaleza para el escritor. No me extraña entonces que el polímata lo haya obsesionado al grado de consagrarle este ensayo a la vez erudito y didáctico. Supongo que el recorrido de Bernal Granados por la vida fantasmal de un hombre del Renacimiento —él mismo, El Renacimiento, más allá de su rival Miguel Ángel— para quien la pintura fue sólo la última de sus ocupaciones —aunque no la menos significativa— gozará de la aprobación de los lectores más entendidos. Y que lo mismo ha de ocurrir con el examen puntilloso de sus pocos cuadros, algunos de ellos tan sólo atribuidos a su autoría. De no cumplirse esa expectativa de Bernal Granados, de cualquier manera habrá morigerado la ignorancia de lectores mucho menos entendidos, como es mi caso.

 

Leonardo sacó provecho, según leo, de una tensión no resuelta. Por un lado, confió en la lúcida (la etimología latina de la palabra involucra al brillo) correspondencia entre la Naturaleza y el conocimiento, cuidadoso de no incurrir en herejía y apostando por el neoplatonismo contra los aristotélicos; por otro lado, entendió que la técnica de su época, misma que él tornó en visionaria, era del todo insuficiente para cumplir sus deseos de divinización de lo humano, aquello que siglos después Goethe atribuiría al espíritu fáustico. Y que de todas las genialidades, ocurrencias y habilidades de Leonardo, fue en la pintura donde volcó, finalmente sus dudas ante lo humano, sus anhelos artísticos y su ansiedad por lo divino.

 

Los cuadernos de trabajo de Leonardo están, como las partituras de Bach, entre las razones que podrían aducirse en defensa del paso del hombre sobre la tierra. El cuaderno, dice Bernal Granados, se convertiría para Leonardo en “la analogía del mundo natural”. Inconclusos —todos los encargos de Da Vinci probaban la paciencia de poderosos mecenas y de clérigos ambiciosos— esos cuadernos no sólo justifican a Valéry (cuya juvenil “Introducción al método de Leonardo Da Vinci”, Bernal Granados, temerario o valiente, reprueba) en eso de que en arte nada se termina y todo se abandona, sino vuelven redundantes a ciertas empresas posmodernas. Nadie fue más intertextual que el retiniano Leonardo ni ningún otro artista dejó obras más abiertas, al grado que en este libro se afirma que de ser nuestro contemporáneo, el artista errante —aunque muy bien pagado— entre Florencia, Milán y Mantua, se dedicaría a las instalaciones o a los efectos especiales. Descreyó de la fijeza, de la inmovilidad, del estancamiento, del canon; habiéndolo dominado todo, hoy diríamos que ningún soporte le fue suficiente. La espesa marginalia de Da Vinci expresa, además, una desconfianza perentoria hacia la literatura, de la cual Mallarmé y Valéry tomaron nota.

 

Menos que reseñar Leonardo Da Vinci. El regreso de los dioses paganos puedo apuntar lo que sobre algunos de sus dibujos y cuadros aduce Bernal Granados. El Guerrero con yelmo y pechera, lo remite al canto LXXX, de Pound. La diferencia entre las dos versiones de La virgen de las rocas incide en el disgusto que las veleidades paganas de Leonardo causaban en la Iglesia Católica. La última cena, encargo aceptado en 1495 y cuya última restauración, a fines del siglo XX, nos dice que casi nada queda de lo que Da Vinci pintó, es un cuadro cuya lección óptica indicaría que aquello, a la vez fugaz y eterno, está apenas transcurriendo, aunque Bernal Granados desdeñe el símil cinematográfico, acaso perezoso. ¿Tiene alguna relación el abandono (otra vez) de la Adoración de los magos con esa Divina Comedia que Leonardo sabía de memoria, nemotecnia que lo disuadió de descender a los infiernos? Y Cabeza de hombre con barba, más que un autorretrato, es Da Vinci mismo proyectándose, a la manera de una amenaza póstuma, hacia el futuro.

 

Quizá mis anotaciones al calce sean suficientes para recomendar el libro de Bernal Granados a neófitos y tonsurados, aunque su hipótesis final, sin ser novedosa, sea agresiva para quienes creen que llevar a Leonardo aún más allá del neoplatonismo del Renacimiento, es ir demasiado lejos. Es entregar indefenso a las supersticiones modernas a quien rechazó con astucia las convenciones manidas de su tiempo. Como sea, gracias a Leonardo Da Vinci. El regreso de los dioses paganos, sigo pagando mi deuda con ese día en el Louvre en que tuve a La Mona Lisa como un pájaro en mano atrapado en pleno vuelo.

 

FOTO: Gabriel Bernal Granados, autor de Leonardo da Vinci. El regreso de los dioses paganos /Crédito: Archivo El Universal 

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