Hamilton y la invención de los cuaterniones

Ago 28 • Reflexiones • 1690 Views • No hay comentarios en Hamilton y la invención de los cuaterniones

 

William Rowan Hamilton descubrió los cuaterniones, que son una extensión de los números complejos, y aunque su importancia más bien puede observarse en los campos de la física, también se les emplea como herramienta para rotar objetos en tres dimensiones en simulaciones y en juegos realistas en las computadoras

 

POR RAÚL ROJAS 
Muchas veces se discute cuál sería la mejor definición de lo que son las matemáticas. Algunos la han llamado la ciencia de los números. Sin embargo, las matemáticas abarcan muchos más conceptos que solo números. Las matemáticas operan, en realidad, con multitud de lo que se llama “estructuras abstractas”: lo que se investiga son sus propiedades y relaciones. Los puntos sobre una esfera, por ejemplo, tienen una estructura espacial que se puede describir de manera formal. Los poliedros, como el cubo o el tetraedro, son ejemplos de una cierta clase de figuras tridimensionales que le han interesado a los matemáticos desde la antigüedad. Esa es la forma en la que me gusta pensar acerca de las matemáticas, como la disciplina de las propiedades e interrelaciones de estructuras abstractas.

 

Un libro clave en esa búsqueda de estructuras cada vez más poderosas es Conferencias sobre Cuaterniones, del prolífico William Rowan Hamilton (1805-1865). Es esta una obra dirigida a matemáticos profesionales, porque describe el proceso de búsqueda e investigación de una nueva estructura inventada por el fisicomatemático irlandés, los cuaterniones. La palabra en sí se refiere a algo con cuatro partes, como veremos. El libro fue publicado en 1853 y resume las presentaciones públicas con las que Hamilton explicó al mundo su invención, desde 1843.

 

Antes de entrar en materia, es conveniente mencionar un asunto que ha llevado siempre a grandes discusiones filosóficas. La pregunta es si los matemáticos “descubren” los objetos matemáticos, o bien los “inventan”. El concepto de número, por ejemplo, pareciera ser eterno. De una cosa siempre hay un solo ejemplar o una multiplicidad. Podemos agrupar cinco piedras con tres piedras y obtenemos ocho piedras. Pareciera que los números estuvieran implícitos en la naturaleza y el matemático sólo los descubre. Pero si se quiere operar con esos números, de acuerdo con ciertas reglas lógicas, hay que ocuparse de definirlos de manera rigurosa. Establecer esas reglas es hasta cierto punto un acto creativo inherentemente humano y el matemático opera aquí como un inventor. Claro que la discusión seguirá por los siglos de los siglos, ya que no afecta el trabajo de los matemáticos, y, además, es tan difícil de resolver como el enigma del sentido de la vida.

 

Decíamos entonces que los cuaterniones son objetos matemáticos cuádruples, en cierto sentido. Veamos por qué.

 

Las matemáticas son constructivas y el mejor ejemplo es cómo se arman los números, procediendo paso por paso, como un niño que opera con Legos. Podemos pensar primero en los números enteros, del 1 hacia adelante. Operamos con ellos en la escuela primaria; teniéndolos, podemos sumarlos, por ejemplo. Para tener la substracción, que se enseña posteriormente en la escuela, necesitamos el cero y el signo de cada número. Los enteros pueden ser positivos o negativos. Es decir, que a la estructura de los números 1,2,3, etc., le agregamos un número especial (el cero) y algo adicional, el signo de los números (positivo o negativo).

 

Con los números enteros podemos crear una nueva estructura, que es la de los llamados “quebrados”. Podemos escribir números como “un medio” (1/2) o bien “un cuarto” (1/4) y si lo pensamos bien, todas estas fracciones las obtenemos tomando dos enteros y poniendo uno abajo del otro. Es decir, la nueva estructura, la obtenemos simplemente “duplicando” simbólicamente los objetos que teníamos y es sólo una convención que a una fracción como ½ la escribimos con la línea diagonal separando los enteros. La podíamos haber escrito como (1,2) y, si todos nos pusiéramos de acuerdo, podríamos operar con esas fracciones tan cómodamente como lo hacemos ahora (aunque claro, los quebrados son el coco de los niños en las escuelas primarias).

 

Lo interesante de los quebrados es que, al igual que a los enteros, los podemos sumar y restar. Pero además los podemos multiplicar y dividir. Dos fracciones al multiplicarlas nos dan otra fracción, lo mismo sucede al dividirlas. Operando con las cuatro operaciones aritméticas básicas (adición, substracción, multiplicación y división), si comenzamos utilizando fracciones de enteros, no necesitaremos otro tipo de números al encadenar estas operaciones.

 

Llegar a estas conclusiones, que hoy nos parecen tan elementales, tomó muchos siglos. Los números negativos, por ejemplo, fueron evitados por muchos matemáticos porque parecían ser números “imaginarios” (y el filósofo francés René Descartes así los llamaba). Matemáticos como Al-Juarismi trataban de escribir todas las expresiones matemáticas utilizando solamente números positivos.

 

Pero los matemáticos no serían matemáticos si no estuvieran metiéndose siempre en problemas. Los griegos lograron demostrar que operar con números enteros era sencillo, si se utilizaban figuras geométricas construibles con regla y compás. Si queremos sumar un segmento de longitud dos con un segmento de longitud tres, los ponemos uno detrás del otro y obtenemos un segmento de longitud cinco. Y así para el resto de las operaciones matemáticas básicas. Pues bien, resulta que en Grecia la llamada escuela pitagórica alguna vez descubrió que la diagonal en un cuadrado podía tener una longitud igual a la raíz cuadrada de dos. Sin embargo, ese número no puede ser representado por una fracción de números enteros, es lo que se llama un número “irracional”. Esa palabra, que hoy tiene una connotación que confunde, para los griegos significaba simplemente “inconmensurable”, es decir, “no medible”, “no representable” utilizando fracciones de enteros. La conclusión de los matemáticos es, entonces, que se debe extender la concepción de lo que es un número para abarcar también a esos números “irracionales”. Fue tan grande la sorpresa de los pitagóricos con el descubrimiento que, según la leyenda, ofrecieron una hecatombe a los dioses, es decir, el sacrificio de 100 reses. Desde entonces, se dice, todos los bueyes tiemblan cuando ocurre un gran descubrimiento.

 

Tomó muchos siglos, pero ya en el siglo XVIII, los matemáticos hablaban de los números enteros (positivos o negativos), de sus fracciones (los llamados números “racionales”) y de los números reales (todas las fracciones enteras incluyendo los números irracionales, como raíz de dos). Y sin embargo aún faltaba extender el espacio de los
números.

 

El siguiente gran paso fue la invención (¿o descubrimiento?) de los llamados números complejos. Son necesarios, por ejemplo, cuando se quiere encontrar la raíz cuadrada de un número negativo. Sin entrar en detalles, podemos decir que los números complejos se encontraron tomando de nuevo pares de números. Si pensamos en todos los puntos en un plano y les asignamos coordenadas (como la latitud y longitud en la superficie de la tierra) podemos hablar del punto con coordenadas (2,3) o bien con coordenadas (0.5,0.25). Los matemáticos lograron definir para esos pares de números las reglas necesarias para la adición, substracción, multiplicación y división. Si nos movemos en el “espacio” de los números complejos, como se dice, las operaciones aritméticas nunca nos expulsarán de ese espacio. Y aunque muchos matemáticos ya habían operado intuitivamente con los números complejos, no fue sino hasta los siglos XVIII y XIX que su utilización se formalizó de manera más rigurosa.

 

Aquí es donde entra en escena William Rowan Hamilton. La pregunta que se planteó era muy simple: si al duplicar los números reales se obtienen los complejos, ¿hay una manera de triplicar o bien cuadruplicar los reales para obtener un nuevo tipo de números? Encontrar una nueva clase de números quería decir que se les podría aplicar las operaciones aritméticas, sin abandonar el nuevo espacio numérico. Además, esperaríamos que ciertas propiedades de esas operaciones se mantuvieran. Por ejemplo, en 2+3 no importa el orden de las operaciones, decimos que la adición es “conmutativa”. Si sumo tres números, no importa si comienzo sumando los dos primeros, o los dos últimos, y continúo con el número restante. Se dice que la operación es “asociativa”.

 

Éste es un muy buen ejemplo de cómo trabajan los matemáticos. La investigación de Hamilton no estaba motivada por ninguna “necesidad” imperiosa. La invención de los números complejos estuvo directamente asociada a la solución de ecuaciones. En ese caso sí podemos reconocer un tipo de hueco teórico que había que llenar. Pero preguntarse si existen triples o cuádruples de números reales, con los que se pudiera operar de la misma manera que con los números complejos, es pura especulación teórica y no resuelve ningún “problema nacional”. Conacyt no hubiera apoyado el proyecto de Hamilton. Afortunadamente, a los matemáticos la utilidad inmediata de los objetos que crean no les preocupa (y por eso son pobres). Primero se inventan nuevas matemáticas y la aplicación ya llegará.

 

Ya vimos que los números complejos se pueden asociar con los números en un plano. Una posibilidad sería entonces que, si pensamos en las coordenadas de los números en un espacio tridimensional, esos tripletes pudieran organizarse como espacio numérico, con sus respectivas operaciones aritméticas. Hamilton investigó esa alternativa durante muchos años, pero finalmente la desechó, para concentrarse en “números cuádruples”, es decir, los cuaterniones. Y aunque el nombre suena impresionante, la estructura (2,1,4,5) es ya un ejemplo de un cuaternión. Por más que Hamilton experimentaba con diferentes definiciones de la forma de operar con sus números cuádruples, no llegaba a encontrar la formulación correcta. Y de pronto, el 16 de octubre de 1843, de camino a una reunión de la Academia de Ciencias de Irlanda, la musa de la inspiración lo besó (aunque la mitología griega no asignó ninguna musa a las matemáticas, desgraciadamente). Así es como narró lo que ocurrió ese día en una carta a su hijo:

 

“Tu madre iba caminando conmigo… y a pesar de que hablábamos, una corriente subterránea ocupaba mi pensamiento, la que me proporcionó el resultado … cuya importancia reconocí de inmediato. Un circuito eléctrico se cerró y una chispa destelló en mi mente… No pude resistir el impulso, poco filosófico, de cincelar con mi cuchillo la fórmula fundamental en una piedra del puente Brougham, cuando íbamos cruzándolo”.

 

Es ese el grafiti que ha sido llamado el más importante de la historia. La cita es muy significativa porque hay pocos ejemplos, donde se pueda poner el dedo índice en la página del calendario en la que un descubrimiento matemático tan significativo hubiera ocurrido. Además, apenas formulado el concepto, ya Hamilton y otros matemáticos comenzaron a encontrar muchas aplicaciones prácticas de la teoría de los cuaterniones, especialmente en la física. De hecho, hasta principios del siglo XX, la forma más popular de operar con vectores en el espacio era utilizando cuaterniones. Eso cambió cuando en el siglo XX se popularizó el llamado “análisis vectorial”, que es equivalente, pero en ciertos aspectos más simple e intuitivo.

 

Hoy en día hasta los programadores de computadoras utilizan cuaterniones. Resulta que con esta herramienta es rápido y sencillo rotar objetos en tres dimensiones, lo que es necesario en simulaciones y hasta en juegos realistas en las computadoras. Existen bibliotecas de programación basadas en cuaterniones que tratan de sacarle hasta el último microsegundo de efectividad a la computadora. Yo pienso que este ejemplo ilustra que los informáticos son parientes de los matemáticos: mientras estos últimos se ocupan de estructuras mentales, los primeros las convierten en estructuras ejecutables por una computadora.

 

La búsqueda del nuevo espacio numérico cuádruple tomó tanto tiempo porque Hamilton sólo se percató, muy gradualmente, de que no era posible mantener todas las propiedades de las operaciones con números complejos. Había que abandonar alguna de ellas. A la que Hamilton renunció fue a la conmutatividad. Si se multiplican dos cuaterniones, el resultado cambia de signo dependiendo del orden en que se tomen. Eso se llama anti-conmutatividad.

 

Descubrir un nuevo espacio numérico, para un matemático, es como descubrir un nuevo continente, la Luna y Marte juntos. Los primeros días el descubridor/inventor es el único explorador. Tiene el privilegio de nombrar todas las cosas, como le permitió Dios a Adán en el paraíso, hasta que otros matemáticos se unen a la expedición. Lo que se descubre es sorprendente. Aún recuerdo mi primer curso sobre cuaterniones: una de las experiencias más asombrosas fue demostrar que las cuatro ecuaciones del electromagnetismo de Maxwell se reducen a una sola, utilizando el lenguaje de los cuaterniones.

 

Y ese es un buen símil. Lo que los matemáticos inventan es lenguaje. Ese lenguaje les permite describir y crear más estructuras abstractas, nuevos vocablos, por decirlo así. Y lo más extraordinario es que el libro de la naturaleza está escrito con ese lenguaje, como bien decía Galileo. Es paradójico: los matemáticos inventan nuevas palabras y, cuando revisan el libro, resulta que ya estaban ahí.

 

El gran descubrimiento de Hamilton, desarrollado y explicado en extenso en sus Conferencias sobre Cuaterniones no fue el final de la historia. Hoy sabemos que se pueden crear más y más espacios numéricos pasando de cuádruples a óctuples, después a arreglos con 16, 32, 64 números, etc. Son lo que se llama las álgebras de Clifford, todas ellas anti-conmutativas, y hoy en día utilizadas en la robótica.

 

La piedra donde Hamilton cinceló la definición de los cuaterniones se perdió, desafortunadamente. Pero hace algunos años la ciudad de Dublín instaló una placa conmemorativa en el puente y desde 1990 se celebra anualmente el descubrimiento con una procesión hasta ahí, la llamada “Caminata de Hamilton”. Y aunque el lector de este artículo no necesariamente sentirá el impulso de leer el libro de Hamilton, a menos de que su profesión sean las matemáticas o la ingeniería, ahora ya puede intuir como trabajan los matemáticos y porqué descubrimientos como estos les ponen la carne de gallina.

 

FOTO: El físico matemático irlandés William Rowan Hamilton (1805-1865), autor de las Conferencias sobre Cuaterniones, concepto que él acuñó para su descubrimiento/ Especial

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