“Punto de cruz”: adelanto editorial de la nueva novela de Jazmina Barrera

Oct 30 • destacamos, Ficciones, principales • 3015 Views • No hay comentarios en “Punto de cruz”: adelanto editorial de la nueva novela de Jazmina Barrera

 

Este es un adelanto del nuevo libro de la escritora mexicana Jazmina Barrera, publicado por Almadía. Es la historia de tres amigas narrada por una de ellas, Mila, quien a partir de la muerte de Citlali, evoca las vivencias de su juventud compartida

 

POR JAZMINA BARRERA 

A las que bordaron junto a mí

No estés triste, Lilí. Hallarás el hilo, y hallarás a la araña.

 

Elena Garro

 

A mediodía me metí a bañar. La humedad en el cuarto de baño iba creciendo en el techo, despegaba la pintura y alimentaba una colonia de hongos, primero verdes y después rojos, como en una tortilla vieja. Es el tipo de cosas que dejé pasar durante el primer año y medio de vida de mi hija, demasiado cansada y atareada como estaba para prestarles atención, pero ahora empiezan a molestarme.

 

Entré desnuda al cuarto, busqué la ropa y antes de vestirme escuché vibrar el celular. En la pantalla apareció un mensaje de Facebook, de Valentina Flores. Tardé un instante en recordar que era la tía de Citlali. “Me muero de tristeza, querida Mila”, decía. “Se me parte el corazón cada vez que escribo estas palabras. Citlali tuvo un accidente en el mar de Senegal y se ahogó. Ya traemos sus cenizas de regreso. Lo siento tanto, mi niña. Ella te adoraba y yo sé que tú a ella también”.

 

Me dolió la cabeza como si me hubieran roto la cara. Como si me estuvieran tratando de succionar el cerebro por los ojos y no pudiera abrirlos. No sé cuánto tiempo estuve abrazando la toalla, sentada en la cama, procurando llorar en silencio para no llamar la atención de mi hija y de Andrés. En mi cerebro se sobreponían imágenes breves y dolorosas, como murciélagos en una cueva: el rostro de Citlali con los labios azules; sus manos luchando contra el mar; su boca abierta, tragando agua salada; su cuerpo flotando entre algas, espuma y botellas de plástico. Todo se mezclaba con la risa y el canto agudo de mi hija, que bailaba con su padre un disco de The Breeders. El cabello húmedo escurría sobre mi cuello. Me costaba respirar.

 

Al rato su padre la dejó entretenida con algún juguete y entró en la habitación. ¿Pero cuál amiga?, preguntaba. No la conoces, decía yo, la viste solo una vez. ¿La del perro con parvovirus? No. ¿La punk?, ¿la ingeniera?, ¿la pelirroja antiniños?, ¿la rubia antiniños?

 

Sonreí, y al momento me di cuenta de que mi nariz empezaba a escurrir sangre. Andrés fue por algodón para detener la hemorragia. No tuve fuerzas para explicarle quién era Citlali. Hasta después, hasta la noche empecé a intentarlo.

 

¿Es la que vivía en España?

 

No —le digo a Andrés— esa es Dalia, Citlali se mudaba todo el tiempo. Al final vivía en Brasil, pero se la pasaba viajando, porque trabajaba en una ong ecologista.

 

Ah, ¿y la conocí? ¿Una de pelo negro, morena?

 

No, esa era Dalia. Citlali era de cabello claro y corto, muy delgada.

 

¿La que usaba ropa medio masculina?

 

Sí, ella.

 

¿Y a las dos las conociste de niñas?

 

En la adolescencia.

 

Pero luego estudiaste con Dalia.

 

No la misma carrera, pero sí en la misma facultad.

 

Ah, ya, creo que ya sé.

 

Desperté muy tarde al día siguiente y lo primero que hice fue escribirle a Dalia. Respondió unas horas después. Escribió solo: Ya sé. No supe qué más decirle y supongo que ella tampoco.

 

*

 

La etimología del verbo bordar tiene una raíz indoeuropea (bhar) que significa punta, aguja, que la emparenta con la palabra fastus del latín, que dio fastuoso y fastidio. Bordado y bordar vendrían después del francés antiguo bord, que significa “lado de la nave”. Ahí se relaciona con la palabra borde, porque el bordado se usaba para decorar el borde de la tela.

 

Del siglo X es un pasaje del Libro de Exeter que dice en anglosajón: Faemne aet hyre bordan geriseth. La traducción de esta frase es ambigua, porque la palabra bordan significa bordado y también borde. Hay quien la traduce: “El lugar de una mujer está junto a su bordado”. Una traducción más libre podría ser: “El lugar de una mujer está junto al abismo”.

 

*

 

Estuve días sumida en una tristeza muy honda por la muerte de Citlali. Me distraía con la rutina diaria, con los cuidados de mi hija que exigen una atención absoluta, vivir en el más estricto presente, pero cada momento de calma me regresaba la pena revuelta con enojo. Todavía se me revuelve: estoy furiosa con ella, por haberse dejado vencer, por no haber logrado nunca desafiar al idiota de su padre ni recuperarse de la muerte de su madre, por no haber logrado reponerse de sí misma. En mi egoísmo más profundo le reprocho también haberse rendido del mundo en el que ahora también vive mi hija, haberme abandonado en mi nueva vida, ahora que tanto echo en falta su humor y su cariño. Pero otra parte de mí está enojada conmigo misma, se siente impotente y a la vez responsable de no haberla cuidado mejor. El coraje y la desdicha se me turnan por oleadas.

 

Tardé un par de días en responder el mensaje de la tía Valentina. Le dije lo mucho que me dolía la noticia y que me angustiaba no saber más detalles, que me explicara lo que le pasó a Citlali. Me repitió lo mismo que había dicho en su mensaje anterior: que Citlali se había ahogado en el mar de Senegal; se metió a nadar y nunca salió. Encontraron su cuerpo horas después, en la playa. Nada en sus palabras me aclaraba si había sido un suicidio o un accidente.

 

Las cenizas las tenía su padre. Las había puesto en la sala de su departamento. Yo quería saber exactamente en qué parte del departamento, pero decidí mejor ir a averiguarlo yo misma. Le pregunté si pensaban hacer alguna ceremonia de despedida. Habría que hacerla, sí, respondió, pero yo no tengo cabeza, estoy destrozada. ¿Podrías ayudarnos tú a organizarla? Me tardé unos segundos en responder, pero dije que sí, por supuesto. Le pedí una fecha, dije que contactaría a sus amigos y que pensaría cómo hacerlo.

 

*

 

Decido dejar un rato el bordado para hacer esas llamadas. Llevo días sintiéndome culpable de postergarlo. No sé cómo puedo bordar y pensar en Citlali y no pincharme los dedos. Me propuse empezar hoy, aunque me cuesta un mundo hacerlo. Por ahí guardo una antigua libreta de teléfonos donde debo tener apuntados los celulares de algunos amigos de la preparatoria. Quizás unos pocos hayan conservado el mismo número.

 

Revuelvo el cajón más desastroso de mi escritorio, pero antes de encontrarla me topo con otra libreta, la del viaje a Europa, y me siento a hojearla. Con la muerte de Citlali, los recuerdos que compartíamos se me vinieron encima, porque ya no está ella para ayudarme a cargarlos. Emergen por todos lados imágenes, escenas y conversaciones que no sabía que había olvidado, secretos y recuerdos solo nuestros y otros que compartíamos con Dalia. En esta libreta hay huellas de esas vivencias de las tres, fotos y notas de lugares que visitamos juntas, y una colección considerable de basura pegada al papel: boletos de museos, de metro, hojas secas, la envoltura de un chicle. Hay suficiente información en esas páginas, en esos cachitos de papel y en esas frases, para reconstruir y recordar el itinerario, aunque sé perfectamente que recuerdo mal, que me invento la mitad de las cosas. Más de la mitad. Me da lo mismo.

 

Encuentro el boleto de Air France y recuerdo nuestro viaje, a los diecinueve años, como si pensara más bien en un sueño. Desde el último año de preparatoria, Dalia trabajaba los fines de semana en una librería de Coyoacán, pero en realidad su pasaje había sido un regalo de su tía lesbiana. Tanto Dalia como yo éramos hijas de padres separados, lo que para entonces ya era muy usual, pero también nos unía esta coincidencia que nos parecía más rara: ambas teníamos tías lesbianas y solteras —fantaseábamos con juntarlas en una cita a ciegas, pero nunca quisieron—, que eran casi como otras madres para nosotras, pero con un poco más de poder adquisitivo y mucho más capitalistas. Mi tía compró mi pasaje sin chistar, aunque seguramente lo pagó en muchas cuotas. A última hora apareció mi padre, que debía cuatro años de pensión alimenticia, para entregarme un sorprendente y culposo fajo de dólares que guardé en el brasier, como mi madre me había recomendado.

 

El motivo del viaje era visitar a Citlali, que llevaba seis meses en Francia. Pocos días antes del vuelo nos mandó un correo diciendo que había pasado dos días sin comer por falta de dinero, y entonces el viaje se volvió urgente: íbamos a rescatar a nuestra amiga, a ponerla a salvo y a traerla de regreso, como yo quería, aunque eso último era motivo de controversia con Dalia.

 

La misma mañana del viaje Citlali mandó otro correo, casi un telegrama, que decía sin más que no podía vernos en Londres, que nos alcanzaba en París la siguiente semana. Le preguntamos qué había pasado, si estaba todo bien, le dijimos que por favor lo reconsiderara, que le prestábamos dinero para costear los viáticos en Londres, pero en el fondo sabíamos que no había nada qué hacer; Dalia y yo pasearíamos solas por Londres y después, si Citlali no llegaba a París, nosotras mismas iríamos por ella al pueblo de Provence donde estaba.

 

Mi madre, por lo demás completamente atea, me persignó al despedirse, pero al menos aceptó quedarse en casa. La madre de Dalia, en cambio, insistió en llevarnos al aeropuerto. Nos preguntó si teníamos cargados los teléfonos, si traíamos apuntada la dirección del primo de Dalia en Londres, si llevábamos el teléfono de Citlali anotado para emergencias. Ya te dije que no viene a Londres, que nos alcanza en París, respondió Dalia, impaciente. Pero para emergencias, repitió su madre. ¿Qué va a hacer ella en una emergencia desde Francia?, Dalia se exasperó y yo las interrumpí. Tomé un mechón del cabello de Dalia entre mis dedos: Tu mechón rojo ya es oficialmente rosa. ¡Ya sé! Se decoloró muy rápido, pero creo que me gusta más así. Me sonrió, olvidándose de Marie —su madre— por un instante. Entonces Marie soltó un suspiro y un “sea por Dios” —detestaba que Dalia se hubiera teñido—. Le dio dos besos fuertes de despedida y me pidió a mí (y no a Dalia) que avisáramos al llegar a Londres.

 

Luego estábamos Dalia y yo en la interminable fila para documentar. Traíamos puesto el abrigo para la nieve, aunque eso que hacía en México a duras penas podía llamarse frío. Su abrigo me daba envidia, era lindo: negro y acinturado. El mío parecía una bolsa de basura. Mi madre accedió a comprarme un abrigo solo si estaba relleno de plumas de ganso. Nada de poliéster y esos plásticos que están acabando con el mundo. Yo sabía que era mejor no contradecirla en esas cosas, pero el único abrigo que encontramos era un par de tallas demasiado grande y tenía un extraño adorno amarillo fosforescente en el gorro. Hubo un tiempo, anterior a este viaje, en que Dalia me decía de cariño Tucán, ya se nos había olvidado por qué. Cuando reparó en el abrigo, me puso el gorro y me llamó ¡Tucán!, y nos reímos y me abrazó.

 

O trató de abrazarme, sin soltar la maleta gigante que arrastraba, porque se le había roto la jaladera justo al llegar al aeropuerto. Cargaba también un maletín, una bolsa y una mochila. Le pregunté qué tanto llevaba y dijo que ropa de frío. ¿Y en esa bolsa? Comida para el avión, porque dicen que la que dan es horrible. ¿Y en esa otra? Las cosas del bordado. Iba a necesitar entretenerse, dijo, porque era mala para dormir en lugares incómodos. ¿Te van a dejar pasar con las agujas?, pregunté. Solo llevo una y está clavada en el alfiletero, no creo que la noten.

 

Mi bordado estaba hasta el fondo de la maleta. Estaba bordando un árbol negro, con pájaros negros, sobre una tela también negra. Dalia no lo había visto todavía. Para el avión yo llevaba libros y música, un aparato lleno de canciones y unos audífonos, de esos de cordón, que podíamos dividirnos para escuchar las dos al mismo tiempo. Dalia decía que no sabía de música y que le gustaba la que yo escuchaba, que así aprendía.

 

Nuestra fila en el avión era de tres asientos. Estábamos casi seguras de que nos iba a tocar solas, con un asiento extra para estirar los brazos y poner nuestros bultos. Estábamos felices de viajar solas; acabábamos de terminar nuestro primer semestre en la universidad, era un tiempo magnético, cargado de posibilidades, estábamos estudiando por primera vez lo que de verdad queríamos estudiar, dábamos nuestros primeros pasos por un camino enteramente nuestro. Una canción de Françoise Hardy dice que a los veinte años somos los reyes del mundo, y aunque todavía teníamos diecinueve sentíamos que el mundo estaba a nuestros pies, que volábamos sobre él como íbamos a hacerlo dentro de algunos minutos más.

 

Poco antes de que cerraran las puertas del avión entró un cura joven, casi guapo. Tuvimos que apretujarnos para cederle el paso a su lugar en la ventanilla de nuestra fila. Nos saludó muy amable, leyó un par de veces las instrucciones de seguridad y luego se puso a leer un libro con un sapo en la portada que se llamaba Lágrimas de esperanza. Dalia sacó el bordado. Estaba a la mitad de un separador con un patrón complicadísimo de flores rojas en punto de cruz. Era un regalo para el cumpleaños de su tía. Los regalos de cumpleaños eran nuestro pretexto favorito para bordar. Yo iba leyendo Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. Me tenía picadísima: su personaje era igual a mí, a una parte de mí al menos, porque yo era mucho más cobarde y alegre, pero mientras leía me embriagaba la ilusión de que éramos al menos como hermanas, de que entendía su oscuridad, que era mía también.

 

El cura dejó a un lado su libro del sapo y nos preguntó si podía hacernos una pregunta, sin afán de molestar. Respondí que sí. No podía evitarlo, dijo, porque casi no convivía con muchachas de nuestra edad y le daba mucha curiosidad saber si creíamos en Dios. Mi postura era que no había forma de saber si existía, pero pensaba que había que vivir como si no lo hiciera. Yo estoy segura de que no existe, dijo Dalia; todas las religiones, y el cristianismo en particular, son ficciones interesantes, pero peligrosas. Eso me interesa, dijo el cura, y se embarcó con Dalia en una discusión bizantina sobre las pruebas a favor y en contra de la existencia de Dios. Dejé de poner atención al poco tiempo, pero ya no podía concentrarme en Jackson, así que me puse los audífonos y sintonicé una película de Hugh Grant. Con Dalia y Citlali habíamos hablado un par de veces del enigma de Hugh Grant: no quedaba claro si era guapo o feo, si parecía guapo porque era simpático o si de tanto decirnos que era guapo nos lo creímos, pero en realidad era feo. ¿A eso nos referimos cuando decimos que alguien es atractivo?, quise preguntarle a Dalia. No le dije nada, porque de reojo alcancé a ver que la discusión seguía y que ella se iba enojando, subiendo el tono de voz. Escuché que citaba los evangelios apócrifos y a un par de filósofos alemanes que yo no conocía. ¡Tú qué sabes, ustedes son unas niñas ricas a las que sus papis mandaron a Europa!, dijo casi gritando el cura. Y tú eres un viejo verga muerta y de seguro pederasta, respondió Dalia, que hizo un ademán conclusivo, se levantó y se fue al baño. Cuando volvió, sacó de inmediato un ejemplar de Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, y se encerró en el libro como en una caja fuerte. Al rato el cura se paró también. Nos pidió permiso para llegar al pasillo y para hacer las paces regresó con dos paletas heladas de chocolate que estaban regalando al fondo del avión. Las aceptamos con incomodidad —se veían deliciosas—. El cura intentó disculparse y retomar la conversación con Dalia, pero ella le dijo con firmeza que ya no quería hablar con él. Dejó de lamer la paleta, se la terminó a mordidas y siguió leyendo con el ceño fruncido, durante una hora más. Luego se durmió, hecha un ovillo, un frijol negro, con el gorro de su abrigo puesto. Cuando Hugh Grant encontró por fin la felicidad, me puse un antifaz, tapones de oídos y me dormí yo también.

 

FOTO: Portada del libro Punta de Cruz, de Jazmina Barrera /Crédito: Almadía

 

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